Se despertó con dolor de cabeza y la luz del sol filtrándose por el hueco de la persiana.
Se dio la vuelta y miró el despertador. —Mierda. 12.21.
Se había quedado dormido.
Se levantó y al ir a coger los pantalones —que había dejado tirados en el suelo— oyó que alguien llamaba a la puerta de su habitación. No, en realidad alguien llevaba ya un rato llamando a la puerta de su habitación: ahora se daba cuenta de que el lejano martilleo no estaba dentro de su cabeza. —¡Señor Burke! ¡Señor Burke! Era la voz de Lisa, la recepcionista. —¡Un segundo! —exclamó. Se puso los pantalones y, tambaleándose, se dirigió a la puerta. Descorrió el pestillo y le abrió—. ¿Sí? —preguntó Ethan. —Tenía que dejar libre la habitación a las once. —Lo siento, yo…
—¿Qué ha pasado con lo de «mañana por la mañana»? —No me he dado cuenta…
—¿Ha podido recuperar ya la cartera?
—No, me acabo de despertar. ¿De verdad son las doce pasadas? Ella no contestó, se limitó a mirarlo furiosa.
—Ahora mismo voy hacia la oficina del sheriff —dijo—, y en cuanto haya recuperado…
—Necesito que me devuelva la llave, y que deje la habitación. —¿Cómo dice?
—Quiero que deje la habitación. Que se vaya. No me gusta que se aprovechen de mí, señor Burke.
—Nadie se está aprovechando de usted. —Estoy esperando.
Ethan se la quedó mirando fijamente en busca de algo —benevolencia, alguna fisura en su determinación—, pero no encontró un ápice de compasión.
—Deje que me vista. —Comenzó a cerrar la puerta, pero ella se lo impidió con el pie—. ¿Es que quiere mirarme? ¿De verdad? —Ethan se dio la vuelta y volvió a meterse en la habitación—. Muy bien. Disfrute del espectáculo. Y, efectivamente, lo hizo. Lisa permaneció en el umbral mirando cómo Ethan se calzaba los pies desnudos, se abotonaba la manchada camisa blanca y tardaba un par de agónicos minutos en ponerse la corbata.
Cuando finalmente se hubo puesto la americana, cogió la llave de la habitación, que estaba en la mesita de noche, y al salir la dejó en la palma de la mano de la recepcionista.
—Dentro de un par de horas se sentirá fatal por esto —dijo mientras comenzaba a recorrer el pasillo en dirección a la escalera.
En la farmacia que había en la esquina de la calle Main y la Seis, Ethan cogió una botellita de aspirinas del estante y se dirigió a la caja registradora.
—No tengo dinero para pagar esto —dijo al tiempo que lo dejaba en el mostrador —. Pero le prometo que dentro de media hora estaré de vuelta con mi cartera. Es una larga historia, pero tengo un dolor de cabeza tremendo y necesito tomar algo ahora.
El farmacéutico estaba contando píldoras en una bandeja de plástico para dispensar una receta. Bajó la barbilla y miró a Ethan por encima de la montura plateada y rectangular de sus gafas.
—¿Qué es exactamente lo que me está pidiendo?
Era un hombre calvo, de cuarenta y tantos años. Pálido. Delgado. Y con unos grandes ojos marrones que parecían todavía más grandes a través de las gruesas lentes de sus gafas.
—Que me ayude. La cabeza me duele… Mucho.
—Pues vaya al hospital. Esto es una farmacia, no vendemos a crédito.
Por un instante, Ethan volvió a ver doble y de nuevo sintió el terrible martilleo en la base de la cabeza. Cada palpitación enviaba una insoportable oleada de dolor a través de la columna vertebral.
En ningún momento tuvo conciencia de salir de la farmacia.
De repente, estaba caminando a trompicones por la acera de la calle Main.
Se sentía cada vez peor y se preguntó si no debería volver al hospital, pero eso era lo último que quería hacer. Lo que necesitaba era una maldita aspirina. Algo que le aliviara el dolor de cabeza para poder desenvolverse con normalidad.
Se detuvo en el siguiente paso de peatones. Al intentar reorientarse para dirigirse a la oficina del sheriff, recordó una cosa. Metió la mano en el bolsillo interior de su americana, sacó un trozo de papel y lo desdobló. Primera Avenida, n.º 604
Se sentía indeciso. ¿Llamaba a la puerta de esa absoluta desconocida y le pedía una medicina? Por otro lado, no quería ir al hospital, y no podía aparecer por la oficina del sheriff con aquel incapacitante dolor de cabeza. Tenía intención de cantarle las cuarenta, y eso solía ir mejor cuando uno no sentía deseos de tumbarse en posición fetal en una habitación a oscuras. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Beverly.
Lo más probable era que la noche anterior cerrara el bar, así que seguramente estaría en casa. Qué diantre, ella se ofreció. Podía pasar por su casa, pedirle unas aspirinas y deshacerse de este dolor de cabeza antes de ir a la oficina del sheriff.
Cruzó la calle y enfiló Main hasta que llegó a la Nueve. Ahí dobló la esquina y se dirigió hacia el este.
Las calles cruzaban Main. Las avenidas eran paralelas. Calculó que la casa de Beverly estaba a unas siete manzanas. Al llegar a la tercera, se le habían comenzado a formar llagas en los pies, pero no se detuvo. Le dolían, pero también lo distraían del martilleo de la cabeza.
La escuela ocupaba toda la manzana entre la Quinta y la Cuarta Avenida, y Ethan pasó cojeando por delante de la valla metálica que cercaba el campo de juego.
Era la hora del recreo de los niños de ocho o nueve años y estaban enfrascados en un elaborado juego de persecución. Una niña de coletas rubias corría detrás de todo aquel que se le ponía a la vista mientras un coro de gritos resonaba entre los edificios de ladrillo.
Ethan miró cómo jugaban e intentó no pensar en la sangre que había comenzado a acumulársele en los zapatos, y que se enfriaba rápidamente entre los dedos de sus pies.De repente, la niña de las coletas rubias se detuvo y se lo quedó mirando.
Por un momento, los demás niños siguieron corriendo y gritando, pero, poco a poco, también se detuvieron, advirtiendo primero que su perseguidora ya no iba tras ellos y, luego, lo que había llamado su atención.
Uno a uno, todos fueron volviéndose hacia Ethan. Éste habría jurado que sus inexpresivos rostros contenían algún elemento de velada hostilidad. Reprimiendo el dolor, sonrió y los saludó con la mano.__he,niños. Ninguno de ellos le devolvió el saludo ni le respondió. Permanecieron inmóviles como una colección de estatuillas. El único movimiento era el de sus cabezas volviéndose y observándolo hasta que desapareció por la esquina del gimnasio.
—Qué mocosos más raros —murmuró Ethan para sí, al tiempo que los niños retomaban sus juegos y se volvían a oír sus risas y gritos.
Tras cruzar la Cuarta Avenida, volvió a apretar el paso. El dolor en los pies era cada vez más intenso, pero hizo caso omiso. «Sigue adelante. Sonríe, sopórtalo y sigue adelante.»
A la altura de la Tercera Avenida, prácticamente iba corriendo y las costillas le comenzaron a doler otra vez. Pasó por delante de una serie de casas que tenían un aspecto más descuidado. Se preguntó si sería la zona pobre de Wayward Pines. ¿Podía tener un pueblo como éste una parte mala? Al llegar a la Primera Avenida, se detuvo. La calle era ahora de tierra. Hacía tiempo que no había gravilla y sobresalían numerosos baches. No había ninguna acera ni ninguna otra calle. Había llegado al extremo oriental de Wayward Pines y, detrás de las casas que bordeaban esta calle, la civilización llegaba abruptamente a su fin. Una empinada ladera, repleta de pinos, ascendía varios cientos de metros hasta la base de ese anfiteatro de acantilados que rodeaba el pueblo.
Cojeando, Ethan siguió avanzando por la calle de tierra.
Podía oír a los pájaros cantando en el bosque cercano, y nada más. Estaba completamente aislado del escaso ajetreo que había en Wayward Pines.
Cuando los números de los buzones llegaron al 500, Ethan sintió un ligero alivio. La casa de Beverly estaba en la siguiente manzana.
El mareo volvía a amenazar y nuevas oleadas —de momento suaves— sacudieron su cuerpo.
La siguiente intersección estaba completamente vacía. No había una sola alma.
Un cálido viento descendía de la montaña formando remolinos de polvo por la calle.Ahí estaba. 604, la segunda casa a la derecha. Lo sabía por la pequeña placa de
acero atornillada a lo que quedaba del buzón, que estaba completamente cubierto de herrumbre, salvo unos enormes agujeros dentados. Oyó un leve gorjeo en su interior y por un momento creyó que se trataba de otro altavoz, pero entonces atisbó el ala del pájaro que había anidado dentro. Levantó la mirada hacia el edificio. Seguramente, antaño había sido una encantadora casa victoriana de dos pisos, con techo de dos aguas, porche con columpio y un sendero de piedra que atravesaba el patio hasta la entrada.
La pintura de las paredes hacía tiempo que se había desconchado. Incluso desde la calle, Ethan podía ver que ahora ya no quedaba una sola mota. Los tablones que seguían sujetos a la estructura se habían decolorado por la acción del sol, y la mayoría se encontraba en las etapas finales de descomposición. En las ventanas no había ni un cristal.
Cogió el recibo de la cena de la noche anterior y volvió a comprobar la dirección. La letra era clara: «Primera Avenida, n.º 604», pero quizá Beverly se había equivocado de número, o había escrito «avenida» en vez de «calle».
Ethan se abrió camino a través de las hierbas del patio delantero. Eran tan altas que apenas dejaban ver las piedras del sendero que había debajo.
Los dos escalones que conducían al porche cubierto parecían haber pasado por una astilladora. Subió por ellos hasta la plataforma del porche. Su peso provocó un ensordecedor crujido. —Beverly…
La casa pareció tragarse su voz.
Tras recorrer cuidadosamente el porche, cruzó la entrada sin puerta y volvió a llamar a la mujer. El viento gemía al pasar a través del armazón de madera de la casa. Se adentró tres pasos en el salón y se detuvo. En el suelo podían verse muelles herrumbrosos entre los restos de un viejo sofá destrozado. También una mesita de centro cubierta de telarañas y, debajo de éstas, las páginas de una revista ya irreconocible por la humedad y la descomposición.
No podía ser que Beverly quisiera que él fuera allí, ni siquiera aunque le estuviera gastando una broma. Debió de anotar una dirección equivoc…
De repente, advirtió un olor. Dio un paso hacia adelante procurando no pisar tres clavos que sobresalían de un tablón.
Una ráfaga de viento sacudió la casa, y Ethan volvió a percibir el olor. Al instante, enterró la nariz en el interior del codo. Siguió avanzando, pasó por delante de una escalera y llegó al estrecho pasillo que unía la cocina con el comedor. En éste, una cascada de luz iluminaba los astillados restos del techo, que habían destrozado la mesa.Se abrió camino a través de un campo minado de tablones maltrechos y de
agujeros por los que se podía entrever el espacio que había debajo del entarimado de la casa. La nevera, el fregadero, el horno… La herrumbre cubría todas las superficies de metal como si de moho se tratara. Este lugar le recordaba a las viejas fincas en las que él y sus amigos solían entrar en sus exploraciones veraniegas por los bosques que había detrás de sus granjas. Establos y cabañas abandonados, con los tejados repletos de agujeros por los que se infiltraban los rayos de luz. Una vez, en un viejo escritorio encontró un periódico de cincuenta años de antigüedad en el que se anunciaba la elección de un nuevo presidente. Quiso llevárselo a casa para enseñárselo a sus padres, pero el papel se deshizo en sus manos.
Hacía más de un minuto que Ethan evitaba respirar por la nariz, pero aun así podía advertir que el hedor era cada vez mayor. Le parecía notarlo en las comisuras de los labios, y su intensidad —peor que la del amoníaco— hacía que le lloraran los ojos.
El extremo del pasillo estaba a oscuras, todavía protegido por un techo que goteaba después de las últimas lluvias (cuandoquiera que éstas hubieran tenido lugar).
La puerta que había al final del pasillo estaba cerrada.
Ethan parpadeó para evitar que se le acumulasen las lágrimas en los ojos y extendió la mano hacia el pomo, pero no había ninguno. Empujó la puerta con el pie. Las bisagras chirriaron.
La puerta golpeó contra la pared y Ethan cruzó el umbral.
Como en su recuerdo de aquellas viejas fincas, por los agujeros de las paredes entraban rayos de luz que iluminaban un laberinto de telas de araña y el único mueble que había en la habitación.
El armazón de metal todavía estaba en pie, y de los restos del colchón sobresalían muelles como cabezas de cobre.
No había oído las moscas hasta ahora porque habían permanecido congregadas en el interior de la boca del hombre. Eran muchas, y zumbaban como un pequeño motor fuera borda.
Había visto cosas peores en la guerra, pero nunca había olido nada igual.
Le habían atado las muñecas a la cabecera, y los tobillos, al pie de la cama. La piel de la pierna que quedaba a la vista estaba hecha jirones. La arquitectura interna del lado izquierdo del rostro del hombre estaba a la vista hasta las raíces de los dientes. También tenía el estómago hinchado. Ethan podía ver el bulto que había debajo del traje andrajoso, que era negro y con una hilera de botones. Como el suyo.
Si bien tenía la cara destrozada, tanto la extensión como el color del pelo coincidían. La altura también.
Ethan retrocedió un paso y se apoyó en el marco de la puerta. Dios santo.
Era el agente Evans.
De vuelta en el porche de la casa abandonada, Ethan se inclinó, apoyó las manos en las rodillas y respiró hondo varias veces a través de la nariz para purgar el olor. Pero no se iba. El hedor a muerte se había incrustado en su cavidad nasal, y podía notar su picor amargo y pútrido en el fondo de la garganta.
Se quitó la americana y la camisa, forcejeando con las mangas. El hedor estaba ahora en las fibras de su ropa.
Descamisado, volvió a recorrer la espesa maleza que antaño había sido el patio delantero y llegó a la calle.
Tenía la parte trasera de los pies en carne viva y el martilleo en el cráneo persistía, pero la adrenalina le impedía sentir dolor alguno.
Apretó el paso al tiempo que los pensamientos se arremolinaban en su cabeza. Había sentido la tentación de registrar los bolsillos de la americana y de los pantalones del hombre para ver si encontraba una cartera con algún documento identificativo, pero abstenerse de hacerlo había sido más inteligente. Mejor no tocar nada y dejar que los miembros del equipo forense, dotados con guantes de plástico, máscaras y todas las herramientas necesarias, examinaran la habitación.
Todavía no se hacía a la idea.
Habían asesinado a un agente federal en ese pequeño paraíso.
Él no era ningún médico forense, pero estaba bastante seguro de que el estado del rostro de Evans no se debía únicamente a la descomposición. Tenía hundida una parte del cráneo. Le habían roto los dientes. Y le faltaba un ojo. Le habían torturado.
Recorrió las seis manzanas a toda velocidad y finalmente llegó a la entrada de la oficina del sheriff.
Dejó la americana y la camisa en un banco, y abrió una de las hojas de la puerta. La zona de recepción consistía en una habitación con paneles de madera, moqueta marrón y cabezas disecadas de animales colocadas encima de todo mueble vertical que hubiera disponible.
En el mostrador, una mujer de unos sesenta y tantos años y pelo largo y plateado estaba jugando al solitario con una baraja de cartas. En el letrero del mostrador podía Leerse el nombre BELINDA MORAN.
Ethan se acercó al mostrador y observó cómo la mujer colocaba cuatro cartas más antes de hacerle caso.
—¿Puedo ayudarlo en al…? —Abrió unos ojos como platos y lo miró de arriba abajo, arrugando la nariz ante el hedor de la descomposición humana que debía de desprender—. Va usted con el torso desnudo —dijo ella.
—Ethan Burke, agente especial del Servicio Secreto de Estados Unidos. He venido a ver al sheriff. ¿Cómo se llama? —¿Quién? —El sheriff. —Ah. Pope. Sheriff Arnold Pope. —¿Está en su despacho, Belinda? En vez de contestar su pregunta, la mujer cogió el auricular del teléfono y marcó una extensión de tres dígitos.
—Hola, Arnie. Hay un hombre aquí que quiere verte. Dice que es agente secreto o algo así.
—Agente especial de… Ella alzó un dedo. —No lo sé, Arnie. Va con el torso desnudo y… —Volvió la silla giratoria para que Ethan no la oyera y susurró—: Huele mal. Muy mal… Está bien, se lo diré. Se volvió otra vez hacia Ethan y colgó el teléfono. —El sheriff Pope le atenderá dentro de un momento. —Necesito verlo ahora mismo.
—Lo comprendo. Puede esperarlo ahí. —Señaló unas sillas que había en un rincón.
Ethan vaciló un momento, pero finalmente se volvió y se dirigió a la zona de espera. Sería mejor que este encuentro fuera lo más cordial posible. Según su experiencia, los cuerpos de seguridad locales se ponían a la defensiva o incluso se volvían hostiles cuando los federales llegaban dando órdenes. Teniendo en cuenta lo que había encontrado en esa casa abandonada, en los próximos días tendría que trabajar codo con codo junto a ese tipo. Mejor empezar con buen pie.
Se sentó en una de las cuatro sillas de la zona de espera.
Llegar corriendo había provocado que comenzara a sudar y, ahora que sus pulsaciones estaban regresando a la normalidad, la capa de sudor que cubría su torso desnudo se había comenzado a enfriar por culpa del aire acondicionado que salía del conducto que tenía justo encima. Las revistas que había en la mesita de centro no eran muy actuales: apenas unos viejos números del National Geographic y del Popular Science. Ethan se reclinó en la silla y cerró los ojos.
El dolor de cabeza estaba regresando: notaba cómo cada una de las palpitaciones se intensificaba. De hecho, en medio del silencio de la oficina del sheriff —donde no se oía otra cosa que las cartas— prácticamente podía oír el martilleo.
—¡Sí! —oyó decir a Belinda.
Ethan abrió los ojos a tiempo de ver cómo la mujer colocaba la última carta y ganaba la partida. Luego las recogió, las barajó y volvió a comenzar. Pasaron otros cinco minutos. Y otros diez más.
Belinda terminó otra partida y estaba volviendo a barajar las cartas cuando Ethan notó el primer síntoma de irritación: un tic en el ojo izquierdo.
El dolor iba en aumento y, según sus cálculos, llevaba esperando unos quince minutos. En ese lapso de tiempo, el teléfono no había sonado una sola vez, y nadie más había entrado en el edificio.
Cerró los ojos e inició una cuenta atrás desde sesenta al tiempo que se masajeaba las sienes. Cuando volvió a abrir los ojos, seguía sentado con el torso desnudo y sintiendo frío, Belinda seguía jugando a las cartas y el sheriff todavía no había aparecido.
Ethan se puso en pie y, tras un leve mareo de unos diez segundos, volvió al mostrador de recepción y esperó a que Belinda levantara la mirada. Ella colocó cinco cartas antes de hacerle caso. —¿Sí?
—Lamento molestarla, pero ya hace veinte minutos que estoy esperando. —Hoy el sheriff está muy ocupado.
—Estoy seguro de ello, pero necesito hablar con él inmediatamente. Puede coger el teléfono y decirle que, si me hace esperar más, voy a entrar yo mismo y… De repente, el teléfono sonó. Ella contestó.
—¿Sí…? Está bien, lo haré. —Colgó y sonrió a Ethan—. Ya puede pasar. Su despacho está al fondo de ese pasillo.
Ethan llamó con los nudillos, golpeando justo debajo de la placa con el nombre. —¡Pase! —exclamó una voz grave desde el otro lado. Giró el pomo, abrió la puerta y entró.
El suelo era de madera oscura y tenía profundos rasguños. A su izquierda, la enorme cabeza de un alce estaba colgada en la pared frente a un escritorio grande y rústico. Detrás del escritorio, había tres antiguas vitrinas repletas de rifles, escopetas, pistolas y lo que debían de ser suficientes cajas de munición para ejecutar tres veces a los residentes de ese pequeño pueblo.
Un hombre diez años mayor que él estaba reclinado en un sillón de piel, con las botas de vaquero encima de la mesa. Tenía un pelo ondulado y rubio que probablemente se volvería blanco al cabo de una década, y la mandíbula salpicada de una barba canosa de varios días. Pantalones de color marrón oscuro. Camisa de manga larga de color verde oscuro. La estrella del sheriff resplandecía bajo las luces del despacho. Parecía de latón sólido, estaba intrincadamente grabada y tenía las letras W. P. incrustadas en negro en el centro.
Mientras se acercaba al escritorio, a Ethan le pareció ver que el sheriff amagaba una sonrisita.
—Ethan Burke, Servicio Secreto.
Extendió la mano por encima del escritorio y el sheriff vaciló, como si en su fuero interno debatiera si le apetecía moverse o no. Finalmente, retiró los pies del escritorio y se irguió en el sillón.
—Arnold Pope. —Se dieron la mano—. Siéntese, Ethan.
Ethan tomó asiento en una de las sillas de madera con respaldo. —¿Cómo se encuentra? —He estado mejor. —Me lo imagino. Seguramente, también ha olido mejor. —Una fugaz sonrisa se dibujó en el rostro de Pope—. Fue un accidente brutal el que sufrió hace un par de días. Realmente trágico.
—Sí, esperaba averiguar algo más al respecto. ¿Quién chocó con nosotros? —Los testigos dicen que fue un camión remolcador. —¿El conductor está detenido? —Lo estaría si pudiera encontrarlo. —¿Me está diciendo que se dio a la fuga? Pope asintió.
—Se marchó pitando después del accidente. Cuando llegué a la escena ya hacía rato que se había ido. —¿Y nadie tiene la matrícula o cualquier detalle que nos pueda ayudar a identificarlo?
Pope negó con la cabeza y cogió algo de su escritorio: una bola de nieve con la base dorada. Comenzó a pasarse la bola de una mano a otra, y los edificios de miniatura que había dentro de la cúpula de cristal se vieron sacudidos por un torbellino de nieve.
—¿Qué esfuerzos se están realizando para localizar el camión? —preguntó Ethan. —Tenemos varias cosas en marcha. —¿Ah, sí?
—No le quepa la menor duda.
—Me gustaría ver al agente Stallings. —Su cadáver está en la morgue. —¿Y dónde se encuentra la morgue? —En el sótano del hospital.
De repente, Ethan se acordó. Llegó hasta él de la nada. Como si alguien se lo hubiera suspirado al oído.
—¿Podría darme un trozo de papel? —preguntó Ethan.
Pope abrió un cajón, cogió un pósit y se lo dio a Ethan junto con un bolígrafo. Éste arrastró la silla hacia adelante y, tras colocar el pósit en la mesa, anotó un número.
—Creo que tiene usted mis cosas —dijo Ethan mientras se guardaba el pósit en un bolsillo.
—¿Qué cosas?
—El móvil, la pistola, la cartera, la placa, el maletín… —¿Quién le ha dicho que las tenía? —Una enfermera del hospital. —No sé de dónde habrá sacado esa idea. —Un momento. ¿Me está diciendo que no tiene mis cosas? —No.
Ethan se quedó mirando fijamente a Pope. —¿Es posible que todavía estén en el coche? —¿Qué coche?
Se esforzó por no alzar el tono de voz.
—El que conducía cuando sufrí el accidente.
—Podría ser, pero estoy convencido de que los enfermeros de la ambulancia cogieron sus cosas. —Dios mío. —¿Qué? —Nada. ¿Le importaría que antes de irme hiciera unas llamadas de teléfono? Hace varios días que no hablo con mi esposa. —Yo lo hice. —¿Cuándo? —El día del accidente. —¿Y está de camino? —No tengo ni idea. Sólo le conté lo que había pasado. —También necesito hablar con mi superior… —¿Cómo se llama? —Adam Hassler. —¿Es quien lo envió aquí? —Así es.
—¿También fue él quien le dijo que no me avisara con antelación de que los federales iban a irrumpir en mi pueblo? ¿O esa decisión fue únicamente suya? —¿Cree que tengo alguna obligación de…?
—Cortesía, Ethan. Cortesía. Aunque, claro, siendo un agente federal puede que no esté familiarizado con el concepto.
—Pensaba ponerme en contacto con usted cuando llegara, señor Pope. No tenía intención alguna de dejarlo al margen. —Ah, bueno. En ese caso… Ethan vaciló. Quería mostrarse transparente, pero sin darle más información de la necesaria. Sin embargo, la cabeza lo estaba matando y la doble visión amenazaba con dividir al sheriff en dos gilipollas.
—Me enviaron aquí en busca de dos agentes del Servicio Secreto. Pope enarcó las cejas. —¿Han desaparecido? —Hace once días. —¿Y qué estaban haciendo en Wayward Pines? —No me ofrecieron ningún informe detallado de su investigación, aunque sé que estaba relacionada con David Pilcher. —Ese nombre me suena. ¿Quién es? —Siempre aparece en las listas de los hombres más ricos. Es uno de esos multimillonarios solitarios. Nunca habla con la prensa. Posee varias empresas biofarmacéuticas. —¿Y tiene alguna relación con Wayward Pines?
—De nuevo, eso no lo sé. Pero si el Servicio Secreto estaba aquí, probablemente había alguna investigación relacionada con un crimen financiero. Eso es todo lo que sé. De repente, Pope se puso en pie. Sentado detrás del escritorio, a Ethan ya le había
parecido un hombre corpulento, pero ahora pudo comprobar que medía casi dos metros.
—Puede utilizar el teléfono de la sala de reuniones, agente Burke. Ethan no se movió.
—No he terminado, sheriff.
—La sala de reuniones está por aquí. —Pope rodeó el escritorio y se dirigió hacia la puerta—. La próxima vez no debería ir con el torso desnudo. Es sólo una sugerencia.
Un creciente enojo se estaba sumando al dolor de cabeza que sentía Ethan. —¿Le gustaría saber por qué voy con el torso desnudo, sheriff? —No especialmente.
—Uno de los agentes que vine a buscar se está descomponiendo en una casa que se encuentra a seis manzanas de aquí.
El sheriff se detuvo ante la puerta, de espaldas a Ethan.
—Acabo de encontrar su cuerpo justo antes de venir aquí —añadió. Pope se volvió y lanzó una mirada furibunda a Ethan. —Desarrolle lo de que acaba de «encontrar su cuerpo». —Anoche, una camarera del The Biergarten me dio su dirección por si necesitaba alguna cosa. Esta mañana, me he despertado con un terrible dolor de cabeza. Como no tenía dinero, me han echado del hotel. He ido a casa de la camarera a pedirle una aspirina para el dolor de cabeza, pero al parecer me dio una dirección equivocada. —¿Qué dirección es?
—El 604 de la Primera Avenida. Se trata de una vieja casa abandonada. En ruinas. Encadenaron al agente Evans a una cama en una de las habitaciones. —¿Está seguro de que se trata del hombre que busca?
—En un ochenta por ciento. Estaba en un avanzado estado de descomposición y su rostro había sufrido fuertes traumatismos.
El semblante ceñudo que el sheriff había mantenido desde que Ethan había entrado en su despacho desapareció y sus rasgos parecieron suavizarse. Se acercó a Ethan y se sentó a su lado.
—Le pido disculpas, agente Burke. Lo he hecho esperar en recepción. No me gustó que no me llamara antes de venir al pueblo y, bueno, tiene razón. No tenía ninguna obligación. Tengo mal genio, uno de mis muchos fallos, y mi comportamiento ha sido inadmisible. —Disculpas aceptadas. —Ha pasado dos días duros. —Así es.
—Haga sus llamadas y hablaremos cuando haya terminado.
Una larga mesa presidía la sala de reuniones. Entre las sillas y la pared apenas había espacio suficiente para poder pasar y llegar al teléfono de disco que se hallaba al otro lado.Sacó el pósit del bolsillo y descolgó el auricular.
Había señal de llamada. Marcó el número. Sonó.
El sol de la tarde se filtraba por la persiana y unas rayas de cegadora luz resplandecían en la pulida superficie de madera de la mesa. —Vamos, cariño, cógelo —dijo al tercer timbrazo. Al quinto, saltó el contestador.
—Hola, has llamado a casa de los Burke. Lamentamos no poder contestar a tu llamada…, excepto si eres un teleoperador. En ese caso nos alegramos y, en realidad, probablemente no hayamos cogido el teléfono a propósito, así que te animamos a que olvides este número. Los demás podéis dejar un mensaje después de la señal.
—Theresa, soy yo. Dios, hace siglos que no oigo tu voz. Supongo que ya sabes que sufrí un accidente. Al parecer, nadie encuentra mi teléfono. Así que, si me has intentado localizar, lo siento. Me hospedo en el hotel Wayward Pines, habitación doscientos veintiséis. También puedes llamar a la oficina del sheriff. Espero que tú y Ben estéis bien. Intentaré volver a llamarte pronto. Te quiero, Theresa. Mucho.
Colgó e intentó recordar el número del móvil de su esposa. Consiguió acordarse de los siete primeros dígitos, pero los últimos tres permanecían envueltos en la penumbra.
El número de su oficina en Seattle, sin embargo, le vino a la memoria al instante. Marcó y al tercer timbrazo contestó una mujer cuya voz Ethan no reconoció.
—Servicio Secreto.
—Hola, soy Ethan Burke. Necesito hablar con Adam Hassler, por favor. "5" —Ahora mismo no está disponible. ¿Puedo ayudarlo yo en algo? —No, necesito hablar con él. ¿Está fuera de la oficina?
—Ahora mismo no está disponible. ¿Puedo ayudarlo yo en algo? —¿Y si le llamo al móvil? ¿Me podría dar su número, por favor? —Oh, me temo que no me está permitido dar esa información. —¿Es que no me ha oído? Soy el agente Ethan Burke. —¿Puedo ayudarlo yo en algo? —¿Cómo se llama? —Marcy.
—Es nueva, ¿verdad? —Éste es mi tercer día. —Mire, estoy en Wayward Pines, Idaho, en medio de una situación de mierda. Páseme inmediatamente con Hassler. Me da igual lo que esté haciendo. Tanto si está en una reunión como si está cagando… Haga que se ponga al maldito teléfono. —Oh, lo siento. —¿Cómo dice? —Si me habla así no voy a poder continuar esta conversación. —Marcy… —Sí… —Le pido disculpas. Lamento haberle alzado la voz, pero necesito hablar con Hassler. Es urgente.
—Si quiere le puedo dejar un recado. Ethan cerró los ojos.
Y apretó con fuerza los dientes para evitar ponerse a dar gritos por teléfono. —Dígale que llame al agente Ethan Burke a la oficina del sheriff de Wayward Pines, o al hotel Wayward Pines, habitación doscientos veintiséis. Que lo haga en cuanto reciba este mensaje. El agente Evans está muerto. ¿Me ha entendido?
—¡Le daré el recado! —dijo Marcy en un animado tono de voz, y colgó el teléfono.
Ethan apartó el auricular de su rostro y lo golpeó cinco veces contra la mesa.
Al colgar, advirtió que el sheriff Pope estaba de pie en la puerta de la sala de reuniones.
—¿Va todo bien, Ethan?
—Sí, es sólo que… estoy teniendo algunos problemas para localizar a mi superior. Pope entró en la sala y cerró la puerta. Se sentó a la mesa, delante de Ethan. —¿Ha dicho que han desaparecido dos agentes? —preguntó Pope. —Así es. —Hábleme del otro. —Se llama Kate Hewson. Trabaja en la oficina de Boise y, antes, en la de Seattle. —¿La conoció ahí? —Éramos compañeros. —¿Y se trasladó? —Sí.
—Y Kate vino aquí con el agente… ¿Cómo se llamaba? —Bill Evans.
—Para llevar a cabo esta investigación de alto secreto, ¿verdad? —Así es.
—Me gustaría ayudarlo, si le parece bien. —Por supuesto, Arnold.
—Muy bien, empecemos por el principio. ¿Qué aspecto tiene Kate? Ethan se reclinó en la silla. Kate.
Se había pasado el último año haciendo grandes esfuerzos para no pensar en ella, de modo que le llevó un momento recordar su rostro. Su recuerdo abrió una herida que justo estaba comenzando a cicatrizar.
—Mide aproximadamente un metro sesenta y pesa unos cincuenta kilos. —Una chica pequeña.
—La mejor policía que he conocido nunca. La última vez que la vi llevaba el pelo corto, pero puede que se lo haya dejado crecer desde entonces. Ojos azules. De una belleza poco común.
Todavía podía saborearla. —¿Alguna marca distintiva? —Sí. Tiene una leve marca de nacimiento en la mejilla. De color beige y del tamaño de una moneda de cinco centavos.
—Avisaré a mis agentes, quizá podríamos incluso hacer un retrato robot para enseñarlo por el pueblo. —Eso sería genial. —¿Por qué ha dicho que la trasladaron a Boise? —No lo he dicho. —Bueno, ¿y lo sabe? —Una reorganización interna, dijeron. Me gustaría ver el coche. —¿El coche? —El Lincoln Town Car negro que conducía cuando tuve el accidente. —Ah, claro.
—¿Dónde se encuentra?
—En un cementerio de coches que hay en las afueras del pueblo. —El sheriff se puso en pie—. ¿Cuál era la dirección?
—El 604 de la Primera Avenida. Lo acompañaré. —No hace falta. —Quiero hacerlo. —Pero yo no quiero que lo haga. —¿Por qué?
—¿Necesita alguna otra cosa?
—Me gustaría conocer los resultados de su investigación.
—Venga mañana después del almuerzo. Veremos en qué punto nos encontramos. —¿Y me llevará al cementerio de coches a ver el Lincoln?
—Creo que podremos arreglarlo, pero de momento esto es todo. Vamos, lo acompañaré a la salida.
Tanto la americana como la camisa de Ethan olían ligeramente mejor cuando se las puso y comenzó a alejarse de la oficina del sheriff. Él todavía apestaba, pero supuso que el ofensivo olor a descomposición llamaría menos la atención que un hombre caminando por la calle vestido únicamente con los pantalones.
Andaba lo más rápido que podía, pero el mareo regresaba en oleadas y la cabeza le seguía doliendo. Cada paso enviaba nuevas descargas de un dolor agónico a los rincones más recónditos de su cráneo.
The Biergarten estaba abierto y vacío, a excepción de un camarero de aspecto aburrido que permanecía sentado detrás de la barra leyendo un libro de bolsillo (una de las primeras novelas de F. Paul Wilson).
—¿Trabaja Beverly esta noche? —preguntó Ethan cuando llegó a la barra. El hombre alzó un dedo. Terminó de leer un pasaje. Finalmente, cerró el libro y dedicó toda su atención al visitante. —¿Qué quiere tomar?
—Nada. Estoy buscando a la mujer que atendía la barra anoche. Se llamaba Beverly. Morena. Treinta y tantos. Bastante alta.
El camarero descendió del taburete y dejó el libro en la barra. Tenía el pelo largo, canoso, del color del agua de fregar sucia, y lo llevaba recogido en una cola de caballo.
—¿Estuvo usted aquí anoche? ¿En este restaurante? —Así es —respondió Ethan.
—¿Y dice que una morena alta atendía la barra? —Exacto. Se llamaba Beverly.
El hombre negó con la cabeza. Ethan detectó cierta burla en su sonrisa.
—Sólo dos personas en nómina atienden esta barra. Un tipo llamado Steve y yo. —No, la mujer a la que me refiero me sirvió anoche. Comí una hamburguesa, y me senté ahí mismo —dijo, y señaló el taburete del rincón. —No se lo tome mal, amigo, pero ¿cuánto dice que bebió? —Nada. Y no soy su amigo. Soy un agente federal. Y sé que estuve aquí anoche, y también quién me sirvió.
—Lo siento. No sé qué decirle. Creo que debió de ir a otro restaurante. —No, yo…
De repente, la visión de Ethan se nubló. Se llevó los dedos a las sienes.
Notaba su pulso en las arterias temporales. Cada latido del corazón le provocaba un frío dolor de cabeza, como los que solía tener de niño: esa fugaz pero atroz punzada que llegaba tras morder con demasiada ansia un polo o un helado. —¿Señor? ¿Está bien, señor? Tambaleándose, Ethan retrocedió unos pasos: —Ella estuvo aquí. Lo sé. No sé por qué están haciendo… —consiguió decir. Estaba tan contrariado que la bilis se le empezó a acumular en la garganta. Un momento después se encontraba en la acera con las manos en las rodillas e inclinado sobre un charco de vómito.
Se irguió y se limpió la boca con la manga de la americana.
El sol ya se había escondido por detrás de los acantilados y comenzaba a refrescar. Tenía que hacer varias cosas (localizar a Beverly, encontrar a los enfermeros de la ambulancia y recuperar sus cosas), pero lo único que quería era acurrucarse en una cama en una habitación a oscuras y dormir hasta que se le pasara el dolor. Y la confusión. Y una sensación cada vez más difícil de ignorar.
Terror.
La cada vez más ineludible impresión de que algo iba muy muy mal. Ethan ascendió con dificultad los escalones de piedra y entró en el hotel. La chimenea calentaba el vestíbulo.
Una pareja joven ocupaba uno de los sofás que había cerca del fuego mientras se tomaba unas copas de centelleante vino. Debían de estar disfrutando de unas vacaciones románticas; para ellos, Wayward Pines tenía un aspecto completamente distinto que para Ethan.
Un hombre ataviado con un esmoquin estaba sentado al piano y tocaba Always Look on the Bright Side of Life.
Finalmente, llegó al mostrador de recepción y se obligó a sonreír a pesar del dolor. La misma recepcionista que lo había echado de la habitación esa mañana comenzó a hablar antes incluso de levantar la mirada.
—Bienvenido al hotel Wayward Pines. ¿En qué puedo ayud…? Al ver a Ethan se calló de golpe. —Hola, Lisa.
—Estoy impresionada —dijo ella. —¿Impresionada?
—Ha vuelto para pagar. Me dijo que lo haría, pero lo cierto es que no pensaba que lo fuera a hacer. Le pido disculpas por…
—No, verá, no he conseguido recuperar mi cartera.
—¿Me está diciendo que no ha vuelto para pagar la habitación de anoche, tal y como me prometió múltiples veces que haría?
Ethan cerró los ojos y respiró hondo para apaciguar el intenso dolor que sentía. —Lisa, no se puede ni imaginar el día que he tenido. Necesito tumbarme unas pocas horas. Ni siquiera necesito una habitación para toda la noche. Sólo un lugar en el que echarme y dormir. Me duele tanto la cabeza…
—¿Cómo? —Lisa se deslizó en la silla y se inclinó hacia el mostrador—. ¿Todavía no puede pagar y me está pidiendo otra habitación? —No tengo otro sitio al que ir. —Me ha mentido.
—Lo siento. De verdad que pensaba que ahora ya tendría…
—¿No comprende que me he metido en un lío por usted? ¿Que podría perder mi trabajo?
—Lo siento, no quería… —Váyase. —¿Cómo dice?
—¿Es que no me ha oído?
—No tengo ningún otro sitio al que ir. No tengo teléfono. No tengo dinero. No he comido desde anoche, y… —Eso no es problema mío. —Sólo necesito tumbarme unas pocas horas. Se lo suplico. —Mire, ya se lo he explicado lo más claramente que he podido. Ahora debería irse.Ethan no se movió. Se la quedó mirando con la esperanza de que advirtiera en sus
ojos el dolor que sentía. Quizá entonces se apiadaría de él.
En vez de eso, Lisa descolgó el auricular del teléfono y comenzó a marcar. —¿Qué está haciendo? —preguntó él. —Llamando al sheriff.
—Está bien. —Alzó las manos en señal de rendición y se apartó del mostrador—. Me iré.
—Y no quiero volver a verlo por aquí —exclamó Lisa cuando Ethan llegó a la puerta.
Casi se cae al descender los escalones, y para cuando llegó a la acera la cabeza le daba vueltas. Las farolas y las luces de los coches que pasaban comenzaron a arremolinarse a su alrededor. Tenía la sensación de que la fuerza de sus piernas se desvanecía como si alguien hubiera retirado un tapón de drenaje.
A pesar de todo, empezó a caminar por la acera. A unas ocho manzanas, se alzaba el edificio de ladrillo rojo. Todavía le provocaba miedo, pero necesitaba ir al hospital. Quería una cama, dormir, medicinas. Lo que fuera para que la cabeza le dejara de doler.O iba al hospital, o tendría que dormir a la intemperie; en un callejón o un parque,
expuesto a los elementos.
Pero estaba a ocho manzanas, muy lejos: ahora cada paso le costaba un terrible esfuerzo, y las luces se desintegraban y daban vueltas a su alrededor. Eran cada vez más intensas, más pronunciadas, distorsionando su visión como si sólo pudiera ver el mundo igual que una fotografía nocturna de larga exposición en la que las luces de los coches devienen varas brillantes y las farolas arden como sopletes. Chocó con alguien.
El hombre lo empujó y dijo: —Mire por dónde va.
En el siguiente cruce, se detuvo. No sabía si podría cruzar la calle. Dio unos tambaleantes pasos hacia atrás, se sentó en el suelo y se reclinó contra la pared de un edificio.
La calle se llenó de gente. No la podía ver bien, pero oía pasos en la acera y fragmentos de conversaciones. Perdió toda noción del tiempo. Puede que lo soñara.
Acto seguido, estaba tumbado en el suelo y notó en la cara el aliento de alguien que le decía algo.
Oía las palabras, pero era incapaz de encontrarles sentido alguno. Abrió los ojos.
Había caído la noche. Estaba temblando. Una mujer se había arrodillado a su lado. Tenía la mano en su hombro y lo sacudía mientras le decía algo.
—Señor… ¿Está bien? ¿Puede oírme? ¿Puede mirarme y decirme qué le pasa? —Está borracho —dijo una voz masculina. —No, Harold. Está enfermo.
Ethan intentó enfocar el rostro de la mujer, pero estaba oscuro y veía borroso. Lo único que distinguía eran esas farolas que brillaban como pequeños soles al otro lado de la calle y, ocasionalmente, las vetas de luz de los coches que pasaban por delante.
—Me duele la cabeza —dijo en un tono de voz que sonó demasiado bajo, dolorido y asustado para ser suyo—. Necesito ayuda.
Ella le tomó la mano y le dijo que no se preocupara y no tuviera miedo, que la ayuda ya estaba de camino.
Y, a pesar de que la mano que sostenía la suya no pertenecía a una mujer joven — la piel era demasiado tirante y fina, como la del papel viejo—, en esa voz había algo tan familiar que le rompió el corazón.
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Wayward Pines:El Paraiso (VERSIÓN ORIGINAL).
Mystery / ThrillerEl agente federal Ethan Burke se dirige a Wayward Pines en busca de dos de sus colegas desaparecidos, cuando el coche en el que viaja con un compañero se sale de la carretera. Unas horas más tarde Ethan despierta en medio de un pueblo encantador, un...