Único

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El escudo de plata que se erige en lo alto, donde destaca por su brillo robado sobre la oscuridad, es el único testigo de lo que realmente ocurre esa noche.

Las aguas tranquilas del río lo mecen con suavidad hacia la orilla de tierra. Él va a dar ahí, entre las ramas que le cubren el cuerpo laxo y frío.

Con los ojos perpetuamente abiertos contempla la verdadera soledad.

Pero así debía de ser.

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La habitación era un minúsculo lugar que brindaba comodidad, privacidad y cierto aire de tranquilidad. No poseía más que algunos títulos de graduación y reconocimientos enmarcados en caoba y acomodados en la pared del lado izquierdo, frente a estos se hallaba un mueble con carpetas bordadas que cubrían la superficie, y sobre este una repisa llena de libros gruesos de lomos partidos. Un sillón de dos plazas junto a la puerta de madera, y un silloncito casi en el medio de la habitación.

Las cortinas verde pistache se encontraban abiertas de par en par y la luz otoñal calentaba agradablemente la espalda de la mujer que se encontraba sentada en el silloncito. Ella llevaba encima de los hombros un chal, el cabello ensortijado y bien peinado de un rojo que comenzaba a cubrirse de nieve acá y allá. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo y le miraba con interés.

—Entonces...— lo invitó a proseguir con su relato. Su voz baja ni siquiera rasguñó el silencio.

—Creo — dudó por un segundo, repantigándose en el sofá—... No, estoy seguro de que haberlo visto fue una alucinación. Él está...

—¿Por qué no habría de ser real?

—¡Porque él nunca ha existido! — bajó la cabeza y el largo flequillo le cubrió los ojos. Los mechones rojizos fueron apartados con una de sus manos.

Ella lo contempló sin cambio alguno en su rostro, hizo unas anotaciones en su bloc y volvió a esperar.

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A veces los días soleados se le antojaban insoportables, hirientemente luminosos, con calles abarrotadas de gente que gusta de exponerse al Sol, chicas luciendo prendas pequeñas porque el calor las obliga, adolescentes que piensan que el clima es decisivo para su estado de ánimo (y la psicología se puede ir al carajo). Y YoonGi por supuesto no podía evitar sentirse irritable y más idiota (en términos de los demás) algunos de esos días.

Otros en cambio, añoraba la llegada del Sol y el cielo raso, tirarse en el pasto de su jardín trasero, bajo la sombra de un árbol demasiado viejo y que su madre — en algún momento mientras vivía —, le contó que ahí las personas sellaban su destino si se besaban bajo sus ramas. Algo en lo que no creía. Pero que era dulce y el Sol lo ponía agradablemente sensible. Melancólico, si se le permitiese aclarar. YoonGi solo podía compararlo con el estar siendo abrazado por alguien a quien amas. Y que ese mismo alguien también te ama. Mas la certeza de su comparación era dudosa. Él no amaba a nadie y no podía decir que alguien lo amara. Así que tenía que conformarse con creer que era lo más cercano a la verdad.

No existía nada más difícil que intentar explicar una emoción utilizando palabras si nunca has sentido algo semejante.

Algunas veces HoSeok, su mejor amigo, le decía que él era como un girasol. La metáfora era mala, para el gusto de YoonGi, porque quedaba implícito que él buscaba alguien a quien seguir y él no era así. ¿Por qué razón necesitaría de alguien más para ser feliz? YoonGi mantenía la creencia de que la felicidad nacía en uno y terminaba en uno mismo.

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