Estatua de Sal

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—¡¿Estás loca?! —me lanza Meli al entrar a la sacristía de la Catedral, dirigiéndose a mí con el rostro más pálido que el fino vestido que ahora llevo y una ira que haría agachar la mirada a las gárgolas que aún adornan la antiquísima construcción.

Ya me iba acostumbrando a que se dudara de mis buenas relaciones con la razón, pues no fue sólo ella, sino también mis —ahora decepcionadas— damas de honor y mi madre quienes me llamaron así.

Además, había sido igual desde el principio, seis años atrás.
—¡¿Estás loca?! —había gritado mi hermana exactamente en el mismo tono que hoy, aunque sin furia y con más color en la piel.
—Meli, por favor, ¡sólo míralo! —dije señalando con clarificada ilusión juvenil la foto de perfil del hermoso chico por quien perdía mil horas de sueño si me dedicaba una palabra sola.
—Sí, claro —respondió condescendiente—. No estoy diciendo que sea feo, pero no lo conoces.
—Por favor, ¿cómo puedes decir eso?
—Porque no lo conoces —repitió, enfatizando con decisión la negativa.
—Tú no entiendes.

Cuando vi por primera vez a Ariel —que así se llamaba el desconsiderado ladrón de todas mis miradas y dedicado proveedor de las palabras más dulces—, fue como si una chispa se encendiera en mi interior. En realidad, como si una lluvia de fuego me bañara desde el cielo, pero creo que a mi madre —si algún día leyera esto— no le gustaría saber cuánto calor llegué a sentir.

Era un chico guapo, con todas las peligrosas letras de la palabra.
No había forma de ignorar esos ojos azules, dignos de al menos un poema. El cabello, de un salvaje rojo casi acerezado —que parecía resistir cualquier intento por darle forma pero logrando lucir aún así encantador—, hacía nugatorio el esfuerzo de los maestros por captar al menos una gota de mi atención. ¡Y cuando sonreía! El cielo entero no bastaría para escribir en él la maravilla de espectáculo que resultaba del hoyuelo que se le formaba en el lado izquierdo del rostro. Por si fuera poco, la quijada firme y ruda contrastando con su mirada siempre infantil me hacía perder toda noción de la realidad.

Sí, era imposiblemente guapo y con un cuerpo que hasta hoy me podría hacer temblar, no puedo negarlo. Me pregunto cómo es que no vi la clara vanidad de su hermoso cascarón.

—Ari, sólo era una fiesta, por Dios...
—Pero yo estaba tan lejos —había dicho con un puchero que sólo aumentaba la belleza de sus ojos infantiles—. ¿Es que ni siquiera me extrañaste?

Llevábamos ya tres años de noviazgo, siendo el último de ellos a distancia, pues él empezaba a foguearse en los negocios de su papá. Luzma, la mejor amiga de mi hermana, cumplía años y tuvimos una cena en su casa con algunos amigos y amigas. Perdí la noción del tiempo en el karaoke y cuando vi mi teléfono, tenía no sé cuántas llamadas de Ariel sin contestar. Dos días después había regresado y fue a buscarme a casa.

—Te amo, bebé —me decía tratando de calmar mis lágrimas, después de haber lanzado ambos muchas palabras hirientes.
La discusión llevaba ya horas, habiendo perdido todo el sentido del porqué. Al final, como siempre, me disculpé y le dije que lo entendía.
—Me da gusto que al fin comprendieras —dijo sin la menor intención de agregar algo parecido a una disculpa—. Te amo, entra a descansar.

Poco a poco, sin importar cuánto me doliera aceptarlo, el fuego de Ariel me iba consumiendo, desapareciendo poco a poco todo cuanto yo era, porque finalmente lo que me importaba era agradarle. Pensé que quizá era cierto lo que varias veces me había dicho.
—Eres la joya más hermosa que existe —decía con su voz de susurro hechizante— y sé que juntos vamos a pulir cuanto haga falta para ser mejores.

Desde luego, fue quedando claro que a sus ojos era él mismo el hombre perfecto y que cuando hablaba de pulir era sólo a mí a quien se refería.

Sin embargo, cuando me propuso matrimonio hace un año, pensé que había sido una ciega, que le había inventado una imagen de fuego terrible al dulce y bueno de Ari. No podía ser un hombre egoísta si quería casarse pues, después de todo, el matrimonio significa entregarse uno mismo y buscar el bien de la otra persona, ¿no es cierto?

Todos los sueños que había tenido en los primeros días de la relación despertaron en mi mente, junto con la ilusión ya casi extinta de un montón de niños pelirrojos y hermosas niñas con dulces ojos azules.
Para entonces ya todos amaban a Ariel, o por lo menos al que conocían. Amaban al bello maniquí con el que imaginaba fundirme por las noches, cuando me acariciaba hasta el alma por teléfono; amaban al cálido fuego que ardía juguetón en medio de la cena familiar, encantando a todos con sus atinados comentarios; amaban la amplia sonrisa con que se despedía al besar las manos de mi madre. Todos amaban al guapo pelirrojo con ojos de niño que conocían.

Desde luego no sabían del otro Ari. No sabían que el corazón del maniquí era también de adorno; no imaginaban el violento fuego en que se convertía cuando las cosas no se hacían como le parecían mejor;  no comprendían el poder del endemoniado hoyuelo que se formaba en el lado izquierdo de su rostro, que doblegaba mi voluntad sólo para verlo aparecer de nuevo, sin importar a qué tuviera que renunciar. Yo misma no me daba cuenta del corazón de piedra que conocía.

Mientras la fecha se acercaba, descubría que mis primeras sospechas eran ciertas, que su fuego iba a terminar por destruirme, pero escapaba de la amarga idea punzante y repetida mediante dibujos en el aire, trazos de inocencia y retratos del día en que nos conocimos. Buscaba cualquier oportunidad para besarlo con fuerza, para que me tocara como sólo él lo había hecho alguna vez, intentando que la pasión me ayudara a aferrarme a él. Era estúpido y vacío, egoísta y autodestructivo, pero no tenía el valor para hacer otra cosa.

—Y cuando los habían llevado fuera —predicaba hoy el padre Valente, en la misa que recién terminó— , uno le dijo: «huye por tu vida, no mires detrás de ti y no te detengas en ninguna parte», pero ella miró hacia atrás y se convirtió en una estatua de sal.

Yo estaba lista para la ceremonia. Mi madre y las damas estaban conmigo y, mientras esperábamos, escuché esa frase que cautivo mi atención. Cuando la predicación continuó, no podía quitar mi oído de su mensaje.

—La sal que cae en la tierra la vuelve estéril y se vuelve inservible ella misma, vacía por completo de propósito y dañando el suelo por donde camina —Mientras escuchaba al sacerdote, una luz de entendimiento se encendía en mi mente—. Es necesario soltar cuanto nos arrastra, cuanto nos mantiene fijos al suelo en riesgo de ser devorados por las llamas.

Eran mis palabras. Todo lo que había pensado sobre el encantador muchacho de los ojos azules, acababa de escucharlo en un contexto diferente por completo y, aún así, lleno de razón.
—Pero no basta —alzó la voz aquel inesperado consejero— con dar un paso hacia el frente.

No tuve necesidad de escuchar más y lo entendí. El camino que seguía tenía pocos destinos a elegir: aferrarme al fuego destructor de Ariel que seguía consumiendo mi vida o correr para seguir viviendo.

Mi madre llora, mi hermana sigue gritándome, las damas se están yendo y tras una puerta escucho los pasos presurosos del único amor que he conocido, el hombre más endemoniadamente guapo, el más ardiente enamorado, el más divertido, el mejor para hacerme reír... y entonces me voy.

Salgo corriendo de la Catedral.
Huyo por mi vida, sabiendo que un paso en falso y caeré perdida en sus fuertes brazos. No miro atrás, consciente de que una mirada suya me haría derretirme en sus ojos.  No me detengo en ninguna parte, entendiendo al fin el riesgo de aferrarse al fuego.

Corro.

Estatua de SalWhere stories live. Discover now