Venía del viejo barrio donde vivieron mis abuelos. Me gustaba ese barrio, con sus calles anchas y sus casas minimalistas como cubos pintados de blanco, rodeadas de árboles y amplios jardines. Subí al puente peatonal sobre la avenida. Hijos ignorantes de Lou Reed y Patty Smith se lo habían tomado. Vestían de negro y llevaban cadenas en la cintura. Guardaban silencio como esperando la noche. Olieron mi miedo. Sentí sus ojos clavados en mi nuca. Bajé corriendo las escaleras esperando los brillos plateados sobre mis yugulares, pero el golpe me llegó de frente, en plena cara, a tres pasos del último escalón. Corrí unos metros; la boca me sabía a sangre. De pronto caí, en mitad de la calle, bajo una lluvia de patadas. Alcancé a ver a los chicos-lobo inclinándose peligrosamente sobre un costado del puente; ¡dejen quieto al pelao! Algunos ya bajaban las escaleras cuando pude levantarme y correr.
Tú lo veías todo desde la ventana de tu sala, "aterrada", me dijiste luego, y corriste hacia la calle. Los chicos del lado salvaje se medían a cadenazos con mis verdugos cuando me desvanecí en tus brazos.
Desperté con la cabeza sobre tus piernas. Me curabas el rostro con una gasa. Intenté levantarme, apartar tu mano, pero me calmaste con susurros. Me ardía la mejilla; el pómulo. Al principio no te reconocí. De pronto, me acordé. Hacía tantos años...
Querías que cantáramos el Dona nobis pacem, que estaba bien para las chicas, pero no para mí; lo mío era Ride the Lightning. No era posible que yo cantara aquellos dulces, pero tú resultaste más dulce y más intensa que los bajos profundos.
No sólo me hiciste cantar el canon sino que me enseñaste tus lecturas, que eran también las mías, aunque a título de principiante, y luego escuché tus cintas y tú escuchaste las mías. Te paseabas como un fraile por los laberintos de la rosa, y yo detrás, recogiendo pistas... Al principio me caíste mal, con tu vocecita y tus ojos grandes. Pero no sé, había algo en tus labios, en tu sonrisa cuando cantabas, en esos párpados como girasoles dormidos. También era tu cuello, generoso y blanco, tu pelo corto en la era del despeluque. Pero desapareciste, como los últimos algodones de un sueño. Tampoco cantamos el nobis pacem en el patio de banderas.
Desperté en el sofá de tu sala con una manta sobre las piernas. Me asusté un momento, pero cuando te vi venir con una taza de té caliente me tranquilicé. Te pasaste la tarde entera besándome la frente y las mejillas; así terminaste de curar mis heridas, que eran leves, aunque dejaron marcas.
Salí de tu casa pasadas las seis. Me mirabas desde la ventana mientras yo me subía al taxi. Por el camino pensé que todo había sido demasiado extraño. Tras superar los regaños de mi madre y las preguntas de mis amigos volví a la rutina. Sin embargo, las sombras de la tarde habían cambiado para siempre.