Elena era como una niña pequeña; miraba por la ventana del auto, era impresionante como sus ojos brillaban nada más de ver los árboles mientras pasábamos junto a ellos a toda velocidad, se veía tan apasionada, como si cada diminuto componente del planeta mereciese toda su atención, no importaba cuantas veces hubiésemos recorrido ese camino, siempre había algo nuevo que mirar.
Elena era arte, y solia decir que todo lo que le rodeaba era arte, menos ella misma. Podía encontrar la belleza en todo, menos en ella; Lo notaba en sus ojos tristes al mirar su reflejo, en su manera de encoger los hombros cuando alguien le pasaba cerca, su inseguridad la carcomía y no tenía idea de como detenerla. No importaba cuantas veces le dijera que era hermosa, no me creía. ¿Como alguien que encontraba la belleza hasta en el más triste paisaje, podía odiarse tanto a si misma?
Elena era mía; tumbada a mi lado en la cama, con los ojos cerrados y una respiración suave, calmada. Su cuerpo helado pegado al mío en busca de calor, tenía mi mano sobre su cintura desnuda, tan suave al tacto, casi como si estuviese sosteniendo una pluma.
En ese momento me sentí como un escritor, porque se puede tener toda la creatividad del mundo, todas las ideas, y todas las palabras en la punta de la lengua, pero, que es un escritor sin su pluma, no es nadie, pues no es capaz de sacar lo que tiene en su mente, se ahoga con sus propios pensamientos. Quién seria yo sin mi pluma. Quién seria yo, sin mi Elena.