El traqueteo cotidiano de la vida susurra sueños y vanas ilusiones. El palpitante vaivén del movimiento a su alrededor refleja vitalidad.
Es triste darse cuenta de que objetos inanimados derrochan su vigor y que ella luzca tan marchita y melancólica a sus 19 años.
La llama de la vela tirita, los grillos cantan, la lluvia golpea la ventana... y asi podríamos mencionar infinidad de ejemplos contratantes a su estado tan queto.
Más ella lo ignora.
El movimiento de su pecho al respirar es casi imperceptible; sus párpados apenas si baten las pestañas.
Está quieta, prece muerta. Una estatua de fría piedra.
En el rincón más alejado de su habitación, algo la observa y susurra un lamento que haría temblar hasta al más valiente.
Más ella lo ignora.
El ente clama su nombre, absorbe su esencia se materializa como ua sombra brumosa.
La fiebre inducida por la peste la hacía alucinar.
El menor movimiento le provocaba náuseas o vómitos sanguinolentos. La enfermedad la estaba convirtiendo en un objetos inanimado; en alimento para gusanos y otras alimañas del cementerio, donde terminaría dentro de una sencilla caja de madera.
Tap... tap... tap...
Algo se mueve en el rincón mal iluminado.
Camina con paso lento y vacilante; intentando prolongar el momento en el que deba quitarle la vida a la joven y enferma flor que la veía sin mirar, que la escucha sin oír.
Al aproximarse a la cama recubierta de fina seda, el espectro levantó su esquelético brazo y rozó el suave material con la punta de los dedos.
La sangre hervia en sus marchitas venas, cada célula saltaba y bailaba intentando demostrar vida, o tan siquiera oponerse a la muerte.
Las pupilas de Lucille se dilatan, su corazón deja de palpitar y su alma abandona su cuerpo.
De forma vaporosa recorre la habitación, eludiendo a su cruel asesino. No obstante, el depredador atrapa a si presa.
Los grillos dejan de cantar, la lluvia deja de caer, la vela se extingue y todo en la habitación se vuelve una masade objetos inanimados.