Capítulo 10.
-¿Quién fue? –murmuró con complicidad. Tragué saliva.
La mirada punzante de Harry no dejaba de multiplicarse ante mis ojos, por todas partes. “Te mataré de lo contrario”, resonó en mi cabeza, impidiéndome pensar, o concentrarme. Estaba atrapada bajo mis propios límites. Era tener a tu mejor amiga frente a ti y no poder escupir que te habían secuestrado el fin de semana, y que un sexy asesino había estado a punto de matarte, y que ahora no dejabas de verlo en todas partes.
Jodida vida.
Sacudí mi cabeza, negando, mientras me limpiaba las lágrimas con el suéter. Ella me observó con el seño fruncido.
-No ha sido nada–mascullé, mientras me acomodaba el bolso de nuevo en el hombro.
-¿Qué? –arqueó las cejas -. O sea, corres por los pasillos tras haber besado a Jake, te encierras en el baño, te encuentro lloriqueando como magdalena, y ahora resulta que no ha pasado nada.
-Exacto.
-¡Pff! –se echó a reír, contagiándome también. Era un ataque de risa-llanto que me daba de repente.
-Nunca podré comprender las cursilerías de las chicas de ahora –masculló, rodando los ojos.
-Como si estuvieras sacada de la era de los Dinosaurios –me reí, mientras terminaba de secar los restos de agua salada de mi rostro.
-Sigo sin comprenderte –rió.
-No me hagas caso –sacudí la cabeza.
-Es exactamente lo que siempre hago –se rió, propinándome un jalón de cabello.
Tres semanas después.
-¿Has hecho tu tarea ya? –inquirió mi madre desde la cocina, al verme levantarme de la mesa de la sala.
-Sí.
-¿Qué has hecho durante este tiempo? –me presionó. Suspiré.
-Trigonometría y química –respondí, mientras guardaba los lápices en el estuche.
-Espero ver un diez en esos exámenes –continuó con la vista en su hoja, mientras saltaba con los dedos encima de los botones de una calculadora.
-Seguro –mascullé, con el sarcasmo goteando en cada una de las sílabas.
-No te hagas la lista, Skylar, recuerda que estás castigada –me recordó por enésima vez en la semana. Rodé los ojos -. Deberías rogarle a Dios para que te perdone el haber estado fuera el viernes. Quién sabe qué te hubiera ocurrido.
-Lo siento –continué apilando mis cosas. Aunque dentro de mi mente sí reconocía estar pidiendo perdón, me hubiera ido mucho mejor si no me hubiera escapado a la fiesta en primer lugar.
Cuando tuve todos los libros en mano, suspiré.
-¿Puedo irme?
Mi madre vaciló, dejándome parada esperando por un lapso de tres minutos.
-Bien –contestó al fin, y salí disparada a mi habitación.
Bueno, al menos tenía el consuelo de que estaría libre en dos días, y entonces trataría de respirar el oxígeno lo más que pudiera, y de absorber toda la vitamina E que me proporcionara la luz del sol por mucho, mucho tiempo. Mi madre se enoja más rápido de lo que puedes esperar, por lo que no era seguro que no volvería a tener un castigo por mucho tiempo. Y menos si hacía algo malo y era descubierta.
Eran más de las once de la noche, pero yo me sentía totalmente enérgica, por alguna razón. Quizá fuera la emoción de saber que me liberaría del castigo en setenta y dos horas, las cuales contaría hasta el último segundo. O quizá fuera el simple hecho de no tener escuela mañana, y de tener ganas de quedarme hasta tarde haciendo nada. Ya que no tenía televisión, ordenador, o salidas…
Prendí mi teléfono celular, deslizándomelo por el bolsillo del pantalón y colocándolo en la mesita de noche. Albergaba la esperanza de que mi madre se hubiese olvidado de él al momento de imponerme el castigo, ya que en ningún momento me había hecho ningún comentario sobre él, y yo tampoco había mencionado nada. Quería tener al menos un poquito de privacidad durante mi cuarentena.
Me deshice el moño hecho un desastre que me había hecho en la mañana para la escuela, intentando desenredar la liga de los cabellos rebeldes y amarañados. Suspiré mirándome al espejo, pensando. ¿Qué hago? El aburrimiento incrementaba, y de sólo ver los libros tirados en la cama me daban náuseas y una tortícolis terrible. Miré el teléfono. Quería llamar a Jake. ¿Qué estaría haciendo?
Cuando mi cabello estuvo suelto, me dirigí hacia la cama, cruzándome de piernas. Tomé el teléfono entre mis manos mientras miraba la pantalla táctil, tenía esa horrible duda de si sería mejor no llamarlo, o si, por lo contrario, él también se estuviera decidiendo en llamarme. Era como en una película de los años 50, así de estúpido.
Acerqué un dedo a la pantalla, con la intención de marcar un dígito del número ya memorizado. Lo doblé hacia dentro, convirtiendo mi mano en un puño y mordiéndome el labio inferior. “No puedo hacer esto”, jadeé en mi interior, mientras las piernas me temblaban intencionalmente, de los nervios.
Entonces, inesperadamente, el teléfono sonó. Rápidamente lo presioné contra las sábanas para que no se escucharan los molestos y agudos repiqueteos, para que no viniera mi madre y me lo quitara también, revisando los historiales de llamadas y los mensajes.
Entonces contesté.
-¿Hola?