Vivir en un anuncio

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Eran las seis de la mañana. Marisa despertó fresca y descansada después de un sueño reparador. Acarició su rostro contra el suave tejido de la sábana, Agata Ruíz de la Prada, que había comprado en El Corte Inglés, aprovechando su semana blanca. Gonzalo dormía plácidamente junto a ella, reponiendo fuerzas después de la pasión desbordada de la noche anterior. La maravillosa cena con que la había sorprendido en el restaurante de Ferran Adrià, no creía que pudiese olvidarla. De primero, aire de espinacas con trufas de verano; de segundo, esencia de rape con barquillos a la menta y de postre, chocolate con aroma de arándanos y sueño de canela. Y a cada plato, un espectáculo para el gusto. Después fueron al cine y pasearon cogidos de la mano como dos quinceañeros. Gonzalo seguía siendo el mejor amante del mundo, no es que hubiese tenido muchos, pero sí los suficientes como para saber que había escogido bien.

Se levantó para preparar tostadas, tortitas, bollitos calientes, recién hechos y con la mantequilla derretida que les daba ese toque dorado tan apetecible. Era increíble pero, comiese lo que comiese, nunca engordaba. No sabía lo que era hacer dieta y las palabras celulitis o flaccidez no estaban incluidas en su vocabulario cotidiano, como parecía ocurrirles a todas sus amigas.  El sol irrumpía en la cocina dando a cada rincón una luminosidad inusitada. Los niños pasaban el fin de semana en casa de sus abuelos. ¡Qué contentos estaban sus padres! Ella estuvo de acuerdo, era una buena inversión. A su edad era mejor estar bien cubierto y con Sanitas podían estar tranquilos si tenían algún percance inesperado.  El aroma del café traído desde Colombia por Juan Valdés, se extendió por la casa en un suave paseo hasta llegar al lecho donde seguía durmiendo Gonzalo. Allí se mezclaba con el agradable olor a Jazmín que desprendía el hermoso ambientador Ambi pur, colocado sobre la mesa de Ikea que compró en una época en que necesitaba redecorar su vida. La exquisita esposa depositaba las tazas en la mesa cuando su hombre apareció por la puerta. Llevaba puesto un pijama de Adolfo Domínguez que le daba un toque de elegancia a un atuendo tan informal. Exclusivo, por supuesto. Se había duchado y según se acercaba, el aroma de aloe vera iba esparciéndose por la cocina. Cuando la besó, la piel de su rostro era suave como la de un niño, gracias al afeitado apurado de la Quattro Titanium de Wilkinson, que era su favorita. Su pelo brillaba en diferentes tonos caoba gracias a L'Oréal, porque él lo valía y ella también.

Marisa observó por la ventana de la cocina y vio al vecino de la casa situada frente a la suya, salir a trabajar. Le regaló una adorable sonrisa y le hizo un gesto con la mano. Era una familia encantadora, la semana anterior les habían invitado a una barbacoa para celebrar la compra de su nuevo coche, un BMW Serie 3, uno de esos grandes, seguros y confortables para toda la familia, porque le gustaba conducir. Lo habían pasado estupendamente y Marisa todavía estaba alucinada de la rapidez con que su vecina había limpiado todo lo que ensuciaron. ¿Su secreto? Dijo que era porque usaba Fairi, pero Marisa, que aún no lo había probado, no podía creerlo.

¡Se sentía tan bien!

Se miró los pies y se sorprendió al verse calzada con aquellas hermosas zapatillas blancas de enorme tacón, según un diseño Doce y Gabbana. Claro que el camisón de raso y la bata de Christian Dior, tampoco los recordaba. Curiosamente, acababa de darse cuenta que aquella enorme cocina con todo tipo de electrodomésticos de última generación, le resultaba extraña...

Pero fue al observar detenidamente a Gonzalo cuando sus ojos empezaron a hacer chiribitas. Estaba sonriendo ¿sus dientes siempre fueron así de blancos? ¿Y su pelo era tan reluciente y largo? No recordaba aquellos músculos, ni tampoco, si lo pensaba bien, recordaba que la hubiese hecho sentir nada parecido a lo que sintió unas horas antes. Miró sus manos intentando encontrar algo familiar y apenas pudo contener el grito que salió de su boca, aquellas manos con uñas de porcelana, pintadas con laca de Maybelline New York, el maquillaje de los maquilladores, no eran sus manos...

Pi pi pi pi, pi pi pi pi...

Marisa sacó la mano de entre las sábanas y apagó el despertador que marcaba las seis de la mañana. Apartó las sábanas de franela que había comprado el año pasado en una oferta insuperable de Alcampo. Estaba hecha polvo después de la noche que había pasado intentando bajar la fiebre de Héctor, mientras su hermano se hacía pis en la cama. Gonzalo roncaba tan fuerte que pensó que iba a despertar a medio vecindario. Sólo le faltaba eso, después de la bronca que habían tenido con el vecino de enfrente porque había dejado mal aparcada la tartana de cutricoche que tenía desde hacia diez años. Se sentó un momento en la cama, solía hacerlo, era una manera de preparar su cabeza para el nuevo y agotador día. Tuvo la extraña sensación de no ser ella misma, por unos segundos sintió que era otra persona.  Se levantó, fue a la cocina y recogió los platos de la cena que su marido había dejado sobre la mesa la noche anterior. Se había cansado de esperar que regresase de ver el partido con los amigos en el bar de Pepe y se acostó. Sacó la cafetera del armario, cogió el bote de café Torrefacto y se dijo que hoy empezaba la oferta 2x1 en el DIA. El olor a chorizo frito de la cena se había pegado a las paredes de la cocina que, por cierto, necesitaban un buen repaso.

Marisa, dejó las tazas en la mesa y la bolsa de pan de molde, cuando su marido entró por la puerta. Llevaba puesto el pijama de lana que le había comprado su madre en el Carrefour. Estaba molesto porque se había olvidado de comprarle las cuchillas en el Todo a 1 euro y hoy le tocaba afeitarse, después de cuatro días. Se dijo que al tiempo compraría también un champú que le quitara ese brillo graso y le ayudara con la caspa. Abrió la nevera para sacar la leche de oferta Mercadona y se quejó de que la luz seguía sin funcionar. En esa cocina siempre había algún cacharro estropeado. La temperatura había bajado y la bata que se había comprado en el mercadillo del jueves no la abrigaba y eso que la gitana que se la vendió le aseguró que era de puritica lana, mi arma. Debería haber sospechado que cinco euros no era un precio razonable. Le dio a Gonzalo el bote de las galletas para que lo abriese y el hombre casi se hernia por el esfuerzo. La hastiada esposa  pensó que no le iría mal usar las pesas que le regaló su madre el año anterior y que descansaban en lo alto del armario que compraron en Barimueble por 60 euros.

Marisa fue hasta el televisor y lo encendió. Se quedó embobada, con el bote entre sus brazos, observando las imágenes de un anuncio de la tele. Una hermosa mujer, vestida con camisón blanco impoluto, desayunaba frente a la mesa de una enorme cocina, con un irresistible hombre que a Marisa le resultó muy familiar.

El hombre la miraba a través de la pantalla.

Marisa sonrió pícara.

Desde luego, aquella noche, había elegido bien...

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⏰ Última actualización: Mar 05, 2012 ⏰

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