PREFACIO
Anacapri, Isla de Capri, Italia,
«Cuando el monje extendió las manos ofreciéndole el cofre, se encontraba al borde del acantilado. Por un momento tuvo miedo de que fuese una trampa. Antes de entregárselo lo retuvo un instante como arrepintiéndose. Temblaba tanto que pudo sentir sus movimientos convulsivos. Luego el monje hizo un ademán brusco, soltó el cofre y se lanzó al vacío. No se escuchó ni un grito. Instantes después, solo un sonido seco acompañado de un crujido atenuado por la distancia. Horrorizado, se asomó al precipicio y pese a que ya estaba oscuro pudo distinguir un bulto informe sobre la roca plateada. Le invadió un profundo sentimiento de piedad, una mezcla de compasión, pena infinita y agradecimiento. Tenía en sus manos lo que había ido a buscar, sintió a través del grueso tejido de la mochila los listones de metal en la madera. Dio la vuelta y se alejó del lugar con largas zancadas: el mal estaba hecho y ya no había remedio. Sintió el viento frío como un latigazo en la cara y supo que estaba húmeda a pesar de que aún no había empezado a llover. Reprimió el sollozo y caminó con prontitud el largo trecho de regreso que lo llevaría a la piazza, cobijando el bulto bajo su chaqueta de cuero. Miró los signos fosforescentes de su reloj: tenía el tiempo justo para llegar al muelle y abordar el último ferry».
Muy a su pesar, Nicholas dejó de leer, giró hacia el hombrecillo y vio el lugar vacío. Estuvo tan absorto que no se percató de que se había ido. Dos arrugas cruzaron su frente y luego se transformaron en profundas hendiduras entre las cejas. Hizo memoria y recordó paso a paso lo sucedido desde temprano.
Nicholas Blohm
Nueva Jersey, Estados Unidos
Noviembre 10, 1999
Esa mañana, como tantas otras, apenas abrió los ojos Nicholas miró alrededor buscando inspiración. Una maldita buena idea era lo que necesitaba y no se le ocurría nada. Se incorporó de la cama y fue directo al ordenador. Claro que tenía ideas, y muchas; pero no como las que se requerían para hacer una novela que lo llevase a la cima. Un par de novelas sin pena ni gloria era todo lo que había logrado desde la primera vez que pensó que iba a morir de felicidad cuando en una editorial le dijeron: «nos interesa su novela, queremos publicarla». ¡Dios! Lo hubiera hecho gratis, pero se dio con la sorpresa de recibir un adelanto que consideró simbólico, pero una paga al fin… e inesperada. Vio la pantalla y sombreó lo escrito la noche anterior. Inaceptable. Pulsó «Enter» y la hoja volvió a quedar en blanco.
Tres años desde aquella primera vez, y seguía sin suceder nada, no había cambiado al mundo. Era uno más del montón. Y lo peor de todo era que tenía varias novelas inéditas que antes le habían parecido fabulosas, pero después de leer el último best seller de Charlie Green, pensó que cada vez estaba más lejos de su sueño. El ambiente de la casa lo asfixiaba. Se puso una chaqueta de cuero sobre la camiseta y salió. Caminó sin rumbo fijo y como si sus piernas estuvieran acostumbradas a hacer siempre el mismo recorrido, fue a dar a su banco del Prospect Park. Se fijó con fastidio en el individuo sentado al otro extremo y lo consideró una invasión a su territorio. El pequeño hombre le sonrió como si lo conociera. Aquello multiplicó su contrariedad. No tenía ánimos para ser amable ni para escuchar a nadie y al parecer el hombre deseaba buscarle conversación. No se equivocó.
—¿Viene siempre por aquí?
—Es mi ruta —respondió cortante, sin corresponder a la sonrisa que asomaba a la cara cuarteada del sujeto. Tenía una voz que no concordaba con su persona.
—¿Hacia dónde?
—¿Hacia dónde qué?
—Usted dijo que era su ruta.