La partida de Ramón

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  • Dedicado a Guillermo Tironi
                                    

No podía creer que eso me estuviese sucediendo. A mí, que lo único coherente en mi vida, lo único por lo que sentía pasión, era mi trabajo. Que me dedicaba a él como una madre se dedica a sus hijos.
-¿Qué hiciste? ¡Andate de acá!- me dijo él con la ira pintada en los ojos. Y me fui a casa con un peso en el alma y en la conciencia.

Aunque realmente no era eso lo que había tocado a mi corazón. No me importaba su enojo o el enojo de cualquiera. Lo que realmente me dolía era que, por mi culpa, alguien había dejado de existir, de ser quien era. Yo me sentía responsable. Y ese sentimiento me seguiría hasta el último segundo de mi vida.

Salí lentamente del hospital. Recién había parado de llover. La ciudad había recibido una tormenta enorme que había traído alivio a una ciudad que, tan solo horas antes, se había convertido en un infierno de cemento y concreto. La calle estaba mojada casi tanto como mis ojos. Mi ambo azul aún se encontraba manchado de sangre y vómito. Pero no importaba. Tantas otras veces había sucedido eso. Tantos heridos habían pasado por mis manos. Tantos muertos que traje nuevamente a este mundo y salieron adelante. Pero ya no más. Esta mancha de sangre sería la última a como diera lugar.

Horas atrás, mientras yo transitaba los últimos e interminables instantes de una guardia que se había prolongado demasiado, Ramón entró descompuesto. Ya había pasado casi dos días desde mi entrada a esa endemoniada guardia y aún continuaba allí. Por supuesto que amaba mi profesión. Pero ya deseaba terriblemente irme a casa a dormir. Unos minutos antes de que Ramón llegase a mí, las manos habían comenzado a temblarme de cansancio. Apenas podía sostenerme. Mis pies estaban hinchados y mi cabeza punzaba al son del ritmo cardíaco ¿Qué si le dije a mi jefe? Por supuesto que no. ¿Qué tipo de médico sería si me rindiese tan fácilmente? Me tomé un analgésico y continué con mi tarea. Como siempre hice, como nunca ya haré.

Ramón era un adicto a todo y no era la primera vez que terminaba en la guardia de mi hospital. Sí, mi hospital. Ya había dejado allí demasiadas horas de mi vida como para no considerarlo de esa manera. El hospital era mi hogar. Lo veía como tal y cada día le encontraba lugares de extraña belleza y momentos de prolongada paz que me hacían disfrutarlo. Me gustaba sobre todo de noche. Cuando todos aquellos que transitaban los pasillos como hormigas durante el día, se iban a descansar. Esos momentos inundaban mi corazón de tranquilidad y hasta recargaban mi energía que ocasionalmente mermaba por tanto trabajo. Yo observaba las luces a medio encender y los pacientes descansando en sus camas y me sentía casi un Ángel de la guarda. Sobrevolaba las camas de las salas cuidando a cada uno de los enfermos, trayendo calma a quien necesitase, brindando lo mejor de mí misma para que ellos estuvieran a salvo. Al menos durante esa noche.

Pero esa noche la tranquilidad se había interrumpido. Al parecer el calor en la ciudad volvía a todos un tanto locos, y se traducía en una guardia más que agitada. Primero vi a un adolescente apuñalado por su mejor amigo tras pelear por una mujer que se fue finalmente con otro. Afortunadamente pasó por mis manos y luego de estabilizarlo, finalizó en el quirófano. Luego, un joven trajo a su abuelita que se negaba a tomar agua. La había encontrado tirada en su casa y deshidratada. Afortunadamente revivió de inmediato luego de hidratarla con un suero. Pero Ramón…

Ramón entró hablando pavadas como siempre hacía. Al principio creí que sólo quería pasar la noche allí. No sería la primera vez ya que, al vivir en la calle, muchas veces si el clima no acompañaba como esa noche, él se hacía el descompuesto y dormía plácidamente unas horas en la guardia con el aire acondicionado o con la calefacción central cuando era invierno. Yo lo dejaba. No creaba mayores inconvenientes y él estaba tranquilo e hidratado. A veces le llevaba una bandejita con comida para que ese estómago dañado por el alcohol, tuviese algo más que ácido. Y esa noche Ramón me dijo que le dolía la panza. “¡De hambre!”, pensé yo e inmediatamente fui al bufet.

Caminé por el pasillo del segundo piso de mi hospital en busca de comida para Ramón. Pero esa caminata, tuvo una particularidad: el caos. Había cierta intranquilidad generalizada. Lo podía observar en los rostros exhaustos y atemorizados de los pacientes que estaban en el pasillo merodeando sin poder dormir. Decenas de caminantes con sus batas celeste entreabiertas por detrás pululaban fuera de sus habitaciones como presagiando lo malo. Detrás de ellos, las enfermeras intentaban poner cierto orden que jamás llegaba. Entonces, miré a una de ellas, la jefa de enfermeras del segundo piso, y vi desesperación en su rostro. No lo dudé, comencé organizar la situación para que todo se calmase. Acosté a más de uno, medique con ansiolíticos a unos cuantos y escuché pacientemente los temores de varios que estaban llegando al final de su camino.

Cuando miré mi reloj ya habían pasado un par de horas. Entonces recordé a Ramón. Corrí al bufet y le compré un sándwich de jamón y queso. Me lo envolvieron y con paquete en mano volví a la guardia.

Sin embargo, al pisar la guardia noté que se había convertido en una guerra campal. Nuevamente, las enfermeras iban y venía presas de la enajenación. En una de las camillas, tres de las más enormes enfermeras del hospital, luchaban con un hombre de unos dos metros de alto que gritaba que los extraterrestres venían por él. En otra, se encontraba una mujer de edad avanzada que se tomaba el pecho y sus ojos me decían claramente que se estaba infartando y Ramón en una tercera camilla agarrándose el estómago. Dejé el paquete en la mesada, me cargué unos guantes y comencé esa extraña danza que es mi trabajo. Le inyecté un somnífero en el glúteo al psicótico, por lo que en segundos comenzó a dormir. Le hice un electrocardiograma a la mujer mientras la enfermera le tomaba una muestra de sangre y le daba oxígeno. Corrí al laboratorio con la muestra sanguínea y al volver y ver su trazado cardíaco, la subí urgentemente a cardiología y la dejé en manos del cardiólogo.

Luego de un instante, al volver a la guardia y como el psicótico estuviese despertando, llame al psiquiatra de guardia para que se lo llevase y lo dejase en una sala aislado.
La paz retornaba lentamente. Miré la tercera camilla: Ramón…me acerqué a él lentamente. Estaba quieto y de costado. Con sus brazos rodeando el estómago. “¿Estas bien?”, le pregunté. Él no contestó, pero se dio vuelta y lo noté demasiado blanco y con el rostro empapado en sudor. Sus ojos me miraban desorbitados, como si quisieran hablar por sí mismos. “Ramón… ¿Qué sucede?”, insistí pero entonces, él se arqueó y en una bocanada violenta eliminó más de un litro de sangre en mi ambo azul. Y no paró.

Pedí ayuda desesperada. Ramón se moría en mis brazos y nada podía hacer. Las enfermeras hábilmente le colocaron una vía dentro de una de sus venas y con ello bombearon líquido a su interior. Mientras, le administré una droga para calmar los vómitos y así poder colocarle una sonda en su estómago para drenar la sangre, pero fue imposible. Los vómitos continuaban a pesar de las drogas, y en cuestión de segundos su corazón se detuvo.
En ese instante, mi jefe entró corriendo tras mi pedido de auxilio. Me miró con severidad y rápidamente se tiró sobre el tórax de Ramón y comenzó a masajearlo. El tórax de Ramón se sacudía ante la electricidad shockeante del desfibrilador. Una y otra vez, incansablemente. Pero ya era tarde, no había nada que bombear.

Me aparté horrorizada y luego de los gritos de mi jefe, me fui de allí.

Y llegué a lo que me quedaba. A lo único que de ahora en más podría llamar hogar. Un cuarto oscuro lleno de libros y claramente desordenado con apenas una cocinita y un baño. Porque mi verdadero hogar estaba allá, con Ramón y las enfermeras.

Me senté en el borde de la cama con el rostro cubierto de lágrimas deseando morir en ese instante. Ya nada me quedaba. Ya no podía seguir. El cansancio y la culpa eran dos mochilas muy pesadas. Miré el cajón de mi mesita de luz. Yo sabía que allí estaba mi solución. Allí se encontraba la respuesta a mi drama, la puerta de escape.
Abrí el cajoncito y apareció. Reluciente y pequeña, pero poderosa y determinante. La tomé en mis manos y la llevé a mi cabeza. Allí debía alojarse, allí debía quedar y eliminar a la persona que era. Coloqué el dedo tembloroso en el gatillo. Las manos me sudaban como si estuviese por rendir un examen. Ese sería mi último examen y no podía reprobar. Cerré los ojos. Afuera sólo se escuchaba el ruido de algún que otro auto pasar por las esquina. Pero nada más. ¿Sería así morir? ¿Sería silencio y oscuridad? No me importaba. Ya no. Entonces jalé el gatillo.
Silencio. La nada misma.
Entonces un ruido brusco llegó a mis tímpanos haciéndome sobresaltar del susto. Era mi celular. En ese segundo me di cuenta de que aún estaba allí sentada y más que viva. Miré el arma de mi abuelo y noté que estaba descargada. “Menuda suerte la mía”; pensé.

“¿Hola?”
Era mi jefe.
“Si señor”, le contesté. Él hablo un rato, me dijo cosas. “Mañana a las ocho como siempre, señor”, dije con cierta alegría en la voz y él volvió a hablar. Lo hacía acelerada y nerviosamente. “No tiene por qué disculparse, señor. Buenas noches”, le contesté y colgó.
Suspiré con alivio. Ramón, había dejado una nota en uno de los bolsillos de su pantalón. Allí contaba que no deseaba sufrir más, que por ello se quitaba la vida. Había ingerido una cantidad extrema de veneno para ratas y jamás podría haberlo salvado. Jamás.
En la nota me agradecía por las veces que lo había acompañado cuando nadie más lo había hecho.

Esa noche lloré. Pero me fui a dormir con satisfacción y paz en mi corazón. Ramón había decidido y yo al día siguiente, tendría a donde ir.

Autor: María Soledad Fernández – Todos los derechos reservados 2014

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⏰ Última actualización: Feb 02, 2014 ⏰

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