El Ingrávido Arte de Sentir

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José del Cerro barría los brillantes suelos cuando, los artistas ya se iban a casa. El grandioso Teatro de la Grieta, se mantenía en pie luego de cientos de años de artistas danzando en su escenario, haciendo música y actuando.

Previo a comenzar su ardua tarea, observaba el espectáculo desde el rincón más oscuro. Algunas veces asesinatos, otras romances furtivos y también abstractos encuentros entre personajes difusos, enfermos y errantes era lo que lograba vislumbrar cuando las hebras del corazón de los dramaturgos se hacían brillantes en las actuaciones de los actores.

También solía disfrutar viendo el frenesí de relucientes lentejuelas contorsionarse sobre los delgados cuerpos de esbeltos grupos de baile, representando la vida, la muerte, lo mágico, lo infinito, como si en la eterna gravedad de los minutos no existiera tiempo para moverse sin flotar.

Otros días, la resina se convertía en polvo por los aires entre las vibrantes cuerdas de un violín o un violonchelo. Las cuerdas vocales de los hábiles cantantes se movían furiosas.

Cuando todos ya se marchaban, ahí se quedaba José, primero quitando el polvo que aquellos delicados calzados pudieron haber arrastrado hacia el suelo, y luego dándole el brillo que se merecía a aquella fuerte madera.

Tal vez su constante soledad, le había permitido entender el lenguaje vibratorio del arte. Tal vez, el fino sentir de sus largos dedos era suficiente para tocar a distancia el ínfimo movimiento de una cuerda, y sus ojos le eran suficientes para captar en el aire la empatía de los actores que sufren, ríen y sueñan por el personaje que, de no ser por ellos, no viviría. Solía sentir algunas noches, que con su suave y lento respirar, era capaz de darle movimiento al tutú de un delicado cisne humano.

Cuando volvía a casa, lejos de abatirse por el cansancio, pintaba sobre lienzos ávidos de luz, todo lo que su sentir le permitiera expresar y en ocasiones algunas lágrimas esparcía sobre sus trabajadoras manos.

Los que verdaderamente lo conocen, cuentan que la primera vez que José del Cerro escuchó, fue su propio llanto al nacer. Pero la última vez, fue poco después de cumplir sus ocho años.

Cuentan también, que lo último que oyó, fue la voz de su madre, que en su lecho de muerte, le aseguraba que le esperaba un floreciente futuro. Ante esta mustia despedida, el cuerpo del pequeño José reaccionó de una manera explosiva, dejándolo inconsciente por meses.

De la misma forma que a su madre, súbita y dolorosamente para siempre, nunca volvió a recuperar la audición. Y así pasó el resto de sus días, José del Cerro, tocando el arte con las manos, viendo el eco de las sensaciones de ingrávidas siluetas sobre el antiguo escenario del Teatro de la Grieta.

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