La Reunión

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Cuando era adolescente, antes de terminar el bachiller, e irnos en esa osada búsqueda por nuestros destinos, mi grupo de amigos hicimos una promesa: reencontrarnos en el viejo cine de la ciudad en esta misma fecha: ahora todos tendríamos 25 años, siendo yo el último en cumplirlos.

—Casey, ¡Casey, por aquí! —me gritó Pete Allman; el era mi “mejor mejor amigo” —. ¡Sí llegasté!

Tan pronto como llegué, me abrazó con fuerza, efusividad; quise corresponder al mismo nivel, después de todo, las cosas que había pasado con este tipo se quedaron alojados en mí como algunos de mis mejores recuerdos: ambos repetimos la misma clase, ambos salimos con la prima del otro, y ambos nos molimos a golpes al enterarnos.

—¿Cómo estás, Pete? —pregunté

Una pequeña formalidad que de algún modo él escuchó como “cuéntame con lujo de detalle lo ocurrido en los últimos siete años”: estudió en escuela técnica, salió con una chica, se comprometió, no funcionó, lloró, se recuperó, terminó la escuela, ahora sale con otra chica, pero ahora lleva las cosas con más calma. Bien por él.

No tardó ahora en arribar Matt Barraza; él era el “chico bien parecido” del grupo, y no quiero sonar gay (sé que es estúpido pensar que reconocer la buena apariencia de un compañero de género te vuelve homosexual, ¿pero qué puedo decir? Malditas inseguridades masculinas) pero aún lo seguía siendo.

—Casey, llegaste —me dijo, saludándome también con un abrazo, fuerte, pero menos emotivo qué el de Pete—. Te ves bastante bien, ¿qué tal te ha ido?

Santo Dios: justa la maldita pregunta que deseaba evitar. ¿Por dónde empiezo? ¿Con la parte en la que abandoné la escuela? ¿La parte dónde renuncié al trabajo que mis padres me consiguieron? ¿La parte dónde le digo que ahora laboro en una tienda de discos que sólo frecuentan los hipsters demasiado pobres y flojos para ir a Williamsburg? Todas eran humillantes en su particular modo de ser.

Creo que ahora sé lo que Pete debió sentir cuando le pregunté cómo se encontraba.

Primero conversamos en una pequeña cafetería frente al cine: el lugar servía las mejores hamburguesas, en parte porque existía la leyenda que la salsa de tomate tenía marihuana molida. No lo sé. Quizás así me pareció al ser más joven e ingenuo, pero a mis 25, después de haberme metido hasta detergente para pisos, el efecto de esas hamburguesas no me parecía tan estremecedor como mi memoria me indicaba.

Tras comer, entramos al cine: había un maratón de cine de fantasía…sí, yo era uno de esos chicos geeks que escribían malos fanfics de “El Señor de los Anillos” y que pedía a mi madre hacer materiales para un disfraz de hobbit. Con razón los padres se decepcionan de sus hijos…

Acepté ver los filmes por compromiso, pero francamente no me sabían igual: en la Universidad descubrí que el cine es más que CGI y hechiceros luchando; descubrí a Fellini, descubrí a Goddard, descubrí a Bergmann, descubrí a Kurosawa: ahora mis favoritos estaban en blanco y negro y en idioma extranjero. No quiero sonar pretencioso, aunque probablemente sueno así de todos modos, pero tras ver a esos maestros, de pronto ver a una bola de freaks escoltando un anillo era como cenar en McDonalds después de pasar tú vida en restaurantes franceses…

…lo sé: sí soné pretensioso…

El maratón parecía interminable, pero eventualmente lo logré: logré aguantar las ocho horas y media. Pete disfrutó el filme tanto como siempre, mientras que Matt no le pareció importar: sólo se la pasó toda la jornada tratando de conseguir números telefónicos de lindas chicas nerds (en ese sentido, él tampoco cambió).

Ya era casi la medianoche, y nos fuimos al mirador del pueblo: cuál película cliché de adolescentes, se podría pensar que era el lugar favorito para las parejas para coger, garchar, follar o como quieran llamarle, mas ya no era así: el mirador seguía ahí, como siempre lo estuvo, pero los adolescentes modernos tienen ahora un motel donde se podía transnochar por 15 dólares la habitación. Capitalismo en su máxima expresión: alguien vio una necesidad, y ofreció una solución.

Y mientras fumábamos un porro de marihuana que nos rolábamos entre los tres, llegué a hacerme una pregunta:

¿QUIÉN COÑETES ERAN ESTOS DOS?

Conocía sus nombres, conocía sus familias, conocía donde vivían, pero una cosa es “conocer”, y otra distinta es “reconocer”. No quiero meterme en detalles de semántica y definiciones, pero uno “conoce” la superficie de la luna, el Castillo de Buckingham o el club de desnudistas de la calle cuatro aunque nunca haya estado uno ahí (no crean: quise ver ese club, pero lo cerraron hace tres años); por otro lado, uno reconoce a tu hermano, a tus padres, a tu vieja casa, tu antigua escuela, y tus amigos del liceo…

…y ahí radicó el problema: no los reconocía ya.

¿O será que al qué no reconocía era a otra persona?

No sé porque me gustaban esas hamburguesas, no sé porque me gustaban esas películas, y no sé porque…me hice amigo de esos chicos en primer lugar: es un pueblo pequeño, y los inadaptados no tenemos mucho de donde elegir, y estoy lejos de decir que he visto el mundo (lo más lejos que viaje fue a una semana en Florida con mi familia, y eso fue cuando tenía ocho años), pero…todo parecía quedarme pequeño.

Demonios. ¿Volví a sonar pretensioso verdad? Mil perdones. No puedo evitarlo, y ni siquiera es mi intención: me odio, sé que soy menos que todos, podría haberme graduado de la Soborna de París y recibir un salario de seis cifras y aún así me sentiría como se siento: con ganas de dar un puñetazo al rostro que aparece cada día en mi espejo cuando me veo ahí todas las mañanas.

Lo que quiero decir, cuando lo pensé camino a mi hotel, tras claro, dejar a Pete en su casa y tratando que no se ahogara con su propio vomito, es que quizás la amistad es como un musculo: si dejas de ejercitarlo, deja de funcionar, y siete años fueron demasiado; esos re-encuentros como los ponen en Hollywood no están ni cerca de la realidad; después de todo, no estamos en la Edad de Piedra, y si hubiera querido seguir en contacto con ellos, hubiera hablado por teléfono, hubiéramos conversado por Internet…

…pero por algo dejé de verlos.

Siempre atesoraré la amistad y los recuerdos. Pero los amigos que conocí ya no existen. Y probablemente, yo, como me sabía a los 18, tampoco existo. Pete me llamó la mañana siguiente, preguntando si repetimos esto al llegar a los 30; le dije que sí. Pero creo…creo que me saltaré esa reunión…

La ReuniónWhere stories live. Discover now