Capítulo 1

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Mal árbol, ¿mal fruto?

Esa era la pregunta que Lexa Woods se hacía todos los días cuando observaba a su padre mirarla con desprecio. No es como si el desprecio fuese algo malo para una niña que se supone que ha nacido para ser malvada. La más malvada de todas.

Pero, ¿qué podías esperar cuando tu padre era el mismísimo Hades? ¿Sonrisas, abrazos y buenas palabras? ¡Paparruchas!

Lexa Woods no necesitaba cariñitos ni el amor de nadie, ¿verdad? ¿Quién necesita algo que nunca ha tenido, que no debía tener? Lexa aborrecía el amor, a la gente y al mundo en general. Incluso a su padre, aunque no sabía si se sentía orgulloso de ella cuando le contestaba o lo miraba mal, o sólo planeaba aplastarla como a un gusano; quizás sería condescendiente y dejaría que las tres Furias del Inframundo se encargasen de ella.

De todas maneras, ni siquiera tras reconocerla como su hija semidiosa, Hades la había tratado como tal.

Todavía recordaba el día que llegó al Campamento Mestizo, cuando era sólo Lexa Woods y no Lexa, la hija de Hades...

El campamento para semidioses estaba situado en lo alto de una hermosa colina que, aparentemente, sólo era habitada por los animales del bosque. Eso es lo que cualquier mortal vería (o no vería) gracias a la Niebla, cuya función se basaba en ocultar las cosas mágicas a los ojos de los vulgares humanos.

Pero Lexa Woods no era una vulgar mortal: era una semidiosa. Por eso los monstruos mitológicos podían olerla y perseguirla, por eso ella podía verlos y ser atacada por ellos, por eso solía quedar como una loca en cada una de las escuelas de las que fue expulsada a causa de ser demasiado "problemática". ¿Era culpa suya que esos bichos que sólo creía que existían en leyendas, la persiguieran? ¿Era culpa suya ser la hija no deseada de un dios y una mortal? ¿Era culpa suya que Indra Woods, su madre, le hubiera ocultado la verdad durante doce años para "mantenerla a salvo"? ¡Claro que no! A pesar de ser la hija del dios del Inframundo, la reina de los fantasmas, la semidiosa más malvada y oscura que había nacido en siglos, Lexa Woods sólo era una chica inocente que no tenía la culpa de nada.
Pero eso todavía no lo sabía, no entendía nada. Hasta ella misma comenzó a creer que estaba loca.

Como tampoco tuvo culpa de que aquel gigantesco Minotauro saliese de la nada y echase de golpe a su autobús escolar de la carretera. Ella nunca quiso que nadie resultase herido, ni tener que huir y abandonar a todos, pero el ser mitológico se había dejado ver ante los mortales y no tenía tiempo para dar explicaciones. Lexa sabía que, o ella estaba loca y veía cosas extrañas, o los demás estaban muy ciegos para no ver a un toro humanoide acercándose hacia ella dispuesta a matarla. Por los gritos de sus compañeros, supuso que algo veían, pero no tenía tiempo de averiguar cuánto ni de recibir otra bronca que acabaría con ella siendo expulsada de una nueva escuela en la que apenas llevaba dos meses.

Se encontró cojeando torpemente en mitad del bosque, y no aminoró el ritmo ni siquiera cuando creyó haber despistado al Minotauro, pero sí que aceleró más cuando escuchó su mugido-gruñido tan cerca que le llegó su apestoso aliento.

Sabía que, tras salir disparada por la ventana y clavarse un enorme cristal en pleno muslo, no estaba en condiciones de continuar corriendo demasiado tiempo, pero aún menos de detenerse y luchar. ¿Un ser mitológico de casi dos metros, cuernos más anchos y grandes que ella misma, contra una enclenque de metro y poco que tenía más cojera que un pirata pata-palo?
Correr era una opción mucho mejor, siguiendo un consejo de su madre que no entendió hasta entonces: "Si algo te persigue, corre".

Estaba atardeciendo, y en pleno Octubre, a las casi ocho de la tarde ya sería de noche. Si fuese normal, bastaría con esconderse del bicho en la oscuridad. Pero Lexa había aprendido hacía años que no era normal, y que de nada serviría que el Minotauro no la viese si podía olerla o sentirla.

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