Capítulo 2

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Bajo la oscura luz del reino de su padre, Lexa, con sus manos a la espalda en una postura soberbia y poderosa, observaba con indescifrable expresión el inframundo a sus pies.

Los sonidos eran tan desoladores y terribles como su aspecto: desde el río Estige, contaminado por los humanos que lo cruzaban, con las esperanzas, sueños y deseos que jamás se hicieron realidad, pasando por los hambrientos rugidos de Cerbero, hasta llegar a la barca de Caronte, quien la saludó con una sarcástica reverencia tras dejar una nueva embarcación de muertos.

Lexa observó el viaje de los muertos, a pesar de sabérselo de memoria. Había tres entradas distintas bajo un enorme arco negro en el que se leía: “ESTÁ ENTRANDO EN ÉREBO”. Cada entrada tenía un detector de metales con cámaras de seguridad encima. Detrás había cabinas de aduanas ocupadas por fantasmas vestidos de negro, como Caronte.
Los muertos hacían tres filas, dos señaladas como “En servicio”, y otra en la que ponía “Muerte rápida”.

La cola rápida iba directamente a los Campos de Asfódelos. Esos muertos no querían arriesgarse a pasar por el juicio del tribunal formado, habitualmente, por Thomas Jefferson, el rey Minos y Shakespeare, porque podrían salir mal parados. Éstos estudiaban las vidas y decidían si merecían una recompensa especial: los Campos Elíseos. En otras ocasiones decidían que merecían un castigo. Pero la mayoría sólo vivieron, ni bueno ni malo, fin. Así que esos muertos iban a parar a los Campos de Asfódelos, que era, más o menos, como estar en un campo de trigo de Kansas para siempre.

Lexa miró fríamente cómo un par de fantasmas con hábitos negros habían apartado a un espíritu de la cola y lo empujaban hacia el mostrador de seguridad. Castigo especial de Hades, adivinó. Cuando alguien había sido malo en su vida, malo de verdad, Hades dejaba que las Furias (o Benévolas), preparasen una tortura eterna para él.

La morena se centró de nuevo en los Campos de Asfódelos. La hierba negra llevaba millones de años siendo pisoteada por pies muertos, soplaba un viento cálido y pegajoso, y había escasos árboles negros que Lexa reconocía como álamos. El techo de la caverna era tan alto que terminabas olvidando que había un techo.
A Lexa le era imposible mirar hacia aquellos millones de muertos apretujados y no buscar rostros familiares.

- Los muertos no dan miedo. Sólo son tristes – murmuró para sí misma.

Sus ojos verdes siguieron el pedregoso camino hacia los Campos de Castigo, que brillaban y humeaban en la distancia. Lexa sólo se había atrevido a acercarse una vez a aquellos campos. Vio gente quemada en hogueras, gente obligada a correr desnuda por campos de cactus o siendo perseguida por perros del infierno. Y vio torturas peores; cosas que no quería describir ni recordar.

Al otro lado del pabellón de los juicios, otro sendero conducía pendiente abajo hacia un pequeño valle rodeado de murallas: una zona residencial que era el único lugar feliz del inframundo. Más allá de las murallas se podía ver un vecindario de casas  preciosas de todas las épocas, desde villas romanas a castillos medievales o mansiones victorianas. Flores de oro y plata lucían en los jardines. La hierba ondeaba con los colores del arco iris. Se oían risas y se sentía el olor a barbacoa.

El Elíseo, suspiró internamente de manera casi soñadora. Lexa creía que aquel era el único lugar donde quizás podría ser feliz, una vez hubiera vivido infelizmente en el inframundo.

En medio de aquel valle había un lago de brillantes aguas, con tres pequeñas islas como una instalación turística en las Bahamas. Las islas Bienaventuradas, para la gente que había elegido renacer tres veces y tres veces habían alcanzado el Elíseo.

"Ése es el lugar para los héroes", le dijo Clarke cuando hablaron de adónde creían que llegarían al morir, dónde les gustaría estar por toda la eternidad.

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⏰ Última actualización: Feb 05, 2017 ⏰

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