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Y allí estaba otra vez.

Había perdido la cuenta ya, de cuantas veces tuvo que ser encerrada en esa cueva. Y lo más irónico era que no podía entender qué era lo que había hecho mal para merecerlo.

Llegado un momento comenzó a pensar que quizás se tratara de un castigo, por ser débil o dudar demasiado durante los entrenamientos. A Hikari no le gustaba lastimar a sus compañeros, ni siquiera cuando estos siempre se aseguraban de dejarle heridas muy bien marcadas en su cuerpo.

Tal vez fuera una medida para endurecer su temperamento. Sabía que a su padre no le agradaba que tuviera una personalidad tranquila y muchas veces alegre; para él eran signos de debilidad.

Y el no tenía hijos débiles.

Se preguntaba cuándo había cambiado todo pero en realidad, sabía que la verdadera pregunta era qué era lo que había cambiado en ella. Los Youkai eran un pueblo guerrero, vivían de la batalla y de las artes ocultas de la sangre, Hikari sabía muy bien que había sido así durante muchos años y sin embargo, algo en ella no lograba aclimatarse al dolor de las heridas, a la brutalidad y a la guerra.

Si no hubiera sido por su difunto hermano, Takeshi, estaba segura de que hubiera sido una Youkai más de la tribu, sedienta por la sangre del enemigo y sirviendo fielmente a su líder y a Konoha.

No sabía si sentirse aliviada o culparlo por ello. Ser diferente le otorgaba una paz que ninguno de sus camaradas sentía pero a su vez; el dolor, la culpa y el miedo parecían triplicarse en peso, amenazando con quebrar su voluntad al menor descuído.

Sin embargo ser diferente era, quizás, lo que hacía a Hikari la excepcional kunoichi del que todos hablaban en la Villa. Quien a pesar de la desaprobación de su padre, se había ganado una buena reputación, en la que muchos ya susurraban que algún día superaría la leyenda que había sido su hermano. El infame ninja de los cien rostros, como se lo conocía en Konoha.

-Takeshi...- susurró ella, su aliento caliente despidiendo vahos en la oscuridad de la noche y chocando contra la roca bajo su rostro- su nombre era Takeshi.

En la cueva que la mantenía cautiva, ella podía nombrarlo y como si fuera un mantra, comenzó a decirlo una y otra vez. El miedo de olvidar siempre le hacía pelear, de manera casi instintiva, contra las mareas que su destino como Youkai se empeñaban en hacer caer sobre ella. Era una lucha desigual e injusta en la que Hikari tuvo que pelear desde el mismo momento en que su hermano la dejó. No tenía otra opción que soportarlo.

Escuchar su propia voz en el eco de la cueva la ayudaba a no temblar como una hoja. No importaba la cantidad de veces que la encerraban, ella siempre tenía miedo de ese lugar.

No era de extrañarse. Esa cueva parecía simbolizar la naturaleza de la misma oscuridad. No sabría decir que era; quizás el sonido furtivo de los insectos y los murciélagos que tenían allí su morada. Quizás fuera la oscuridad casi total de no ser por las grietas que las raíces dejaban en la roca.

Pero Hikari estaba segura de que una de las razones por las cuales temía sus encierros allí, eran las estatuas.

Su tribu sólo adoraba a un dios y ese era el Gran Shinigami. Era el final de todos los caminos, incluyendo, el de los hombres. Las estatuas en la cueva representaban los mil y un rostros que la muerte tenía para emboscar a la vida pero a su vez, eran deidades completamente diferentes.

Algunas eran grotescas. Casi todas de forma humana pero con sus monstruosos atributos a la vista. Los había altos y bajos, otros caminaban en dos o en cuatro patas y otros se arrastraban sobre sus estómagos o en seis piernas, delgadas y pálidas. Estaban tallados en la piedra de la cueva y se encontraban en toda la longitud de la mísma. Las raíces de los árboles habían llegado hasta alguna de ellas y parecían darle vida a través de las venas que se formaban en sus brazos o rostros.

Un nuevo díaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora