(I) "El hombre es por naturaleza malo", Kant

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       Angustia. Nunca había tenido tan mal despertar. Tenía un dolor de cabeza que podría compararse con la sensación que produce un taladro atravesando una sien. Abrió los ojos acogiendo la luz del día que entraba como una pequeña y débil marea a través de una ventana situada a su derecha. "¡Oh dios!" – exclamó Katia cuando intentó sentarse en la cama y otro estridente dolor agudo proveniente de su muñeca derecha la hizo despertarse. "No es posible"- pensó aterrorizada cuando miró a qué se debía aquella horrible agonía. "Increíble pero cierto" – advirtió dolorosamente cuando se tocó una reciente quemadura a hierro vivo que le había grabado el número 1 en su fina muñeca. Ojalá recordara algo de la noche anterior. Igual solo se había pasado de copas y había acabado en casa de algún extraño tras una noche de alcohol, drogas y como ingrediente indispensable, locura. O quizás...

        ¡Bienvenidos conejillos de india! ¡Vais a tener la maravillosa oportunidad de participar en un experimento que cambiará vuestra mentalidad cohibida y depravada! – dijo una voz masculina algo lejana, vacía como el mar Muerto pero a la vez llena de una alegría extraña, como quien saborea un delicioso helado de stracciatella –. Todos seréis testigos en vuestras propias carnes de aquello que sucede a diario en nuestras calles, en los lugares más recónditos y escondidos, sin que nadie se dé cuenta o se preocupe por ello, y que en casos más extremos la ley cohíbe y castiga. Pero por favor, – tos - no os preocupéis, yo os ayudaré a corregir esos gravísimos errores. Por favor, salid de vuestras habitaciones y os presentaré – jadeos y risas - ¡Oh! ¿Dónde están mis modales? Mi nombre es Liberador.

       Katia tenía el corazón como si acabara de correr los cien metros lisos. El hecho de levantarse de la cama supuso en su cuerpo un castigo divino, una tortura propia de la Edad Media. Todo le daba vueltas a su alrededor, una sensación constante de mareo y también una increíble presión insoportable. Por no hablar del suelo, fríos cristales que atravesaban intensamente su delicada piel. Inmediatamente y sin pensarlo, buscó algún tipo de calzado que la liberara de aquella helada sensación. Anduvo poco más de tres metros, hasta llegar al final de la habitación y encontró unas viejas y raídas zapatillas de color blanco sucio. Antes de salir de la habitación advirtió un exorbitante espejo pegado a la pared y aprovechó para saber de su aspecto; sus claros ojos azules estaban más apagados de lo normal, aunque con la pupila bastante dilatada; su fina cara blanca lucía manchas de negro rímel que bajaban por sus mejillas como ramas oscuras hasta llegar a la altura de la nariz. Sus rojos labios permanecían intactos, "Channel nunca falla" – pensó alegre y presumida Katia –. Y así, sin más, se colocó un poco su largo pelo rubio y salió con la cabeza bien alta a pesar del miedo que tenía en ese momento. La habitación no tenía puerta.

       El exterior a la habitación era una enorme sala ovalada con el suelo blanco -aunque un blanco mucho más sucio que el marrón de las zapatillas que Katia había encontrado en la habitación-, con un techo medianamente alto. Justo enfrente de su habitación, a unos siete pasos había una pared con dos huecos para puertas al igual que en las habitaciones: una subía y otra bajaba. A ambos lados Katia vio que había más habitaciones que danzaban en círculo alrededor de las escaleras, en cuyas puertas comenzaban tímidamente a aparecer, uno a uno, el resto de los "conejillos de india". Al parecer el tipo que había hablado por el altavoz había sido selecto: niños, niñas, adolescentes, que bien podrían ser de la edad de Katia, una madre con una niña en brazos...; otros, en cambio, eran cansados trabajadores adultos y madres hartas de sus hijos, hasta llegar a unos pocos ancianos que cualquier día abandonarían este mundo.

        Katia no pudo evitar fijarse en una niñita que no tendría más de 15 años, cuya habitación estaba justo en frente de la suya. Parecía una muñeca de porcelana; tenía el pelo moreno largo hasta la cintura y liso como una pared, su frente estaba tapada por un flequillo que casi rozaba sus cejas poco pobladas. Los ojos eran azules como los suyos, pero Katia advirtió que tenían un tono iracundo y frío que le daba a la mirada de la niña un sentimiento de odio y maldad. Vestía con un largo jersey gris que podría vestir a una persona obesa.

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