Capítulo 1

53 1 0
                                    


Tengo miedo de dormirme. Tengo miedo de abrir los ojos y descubrir que todo esto ha sido un sueño, que
Daniel sigue en coma y que yo sigo aterrorizada pensando que nunca se despertará. El cansancio amenaza
con derrotarme y deslizo la mano por el brazo de él en un intento de calmar mi corazón.
Daniel ya no está en coma, no ha muerto por culpa de aquel maldito accidente. Siento el tacto de su
piel bajo la yema de los dedos, el vello de su antebrazo, que me hace cosquillas, y le noto el pulso
latiendo bajo la cinta de cuero que lleva alrededor de la muñeca.
Cojo aire y lo suelto muy despacio. Cada vez me cuesta más recordar por qué discutimos, por qué nos
separamos. Por qué lo dejé, me corrijo. Me tiembla la mandíbula y tengo que cerrar los ojos un segundo
para contener las lágrimas.
He estado a punto de perderlo para siempre.
—¿Señorita Clark?
Vuelvo la cabeza, sobresaltada al oír mi nombre. Llevo una semana en el hospital, metida en esa
habitación, pero hay instantes en los que me engaño y sueño con que Daniel y yo estamos en su
apartamento.
En los noventa días que estuvimos juntos, él apenas vino a mi casa. El piso que comparto con Marina,
mi mejor amiga. Sonrío levemente al pensar en ella y en Raff, no sé qué habría hecho sin ellos.
Probablemente me habría derrumbado.
—¿Señorita Clark? —repite el enfermero y mi cerebro por fin reacciona.
—Disculpe —digo tras carraspear y aparto un momento la vista de Daniel para mirar al recién
llegado.
No me importa demasiado lo que piense de mí, pero tampoco quiero quedar como una completa
maleducada.
—El doctor Jeffries me ha pedido que venga a buscarla. Quiere hablar con usted en su despacho.
Empiezo a negar con la cabeza y el enfermero, Ivo según la placa que cuelga del bolsillo de su bata,
vuelve a hablar:
—Mi compañero me esperará aquí y después nos llevaremos al señor Bond para hacerle unas
pruebas mientras usted no está.
Me doy cuenta de que Ivo no está solo y de que efectivamente hay otro enfermero a su lado. Han
entrado en la habitación y se acercan a la cama, en la que yo sigo sentada al lado de Daniel.
—¿Qué pruebas? —pregunto, sin soltar la mano de él, que sigue dormido, pero a diferencia de
cuando estaba inconsciente, ahora noto cómo me aprieta ligeramente los dedos.
—Una resonancia magnética craneal y radiografías en el brazo y en la pierna, señorita Clark. Estoy
seguro de que el doctor Jeffries se lo explicará —añade con cierta exasperación.
Supongo que me lo tengo merecido; todas y cada una de las veces que han tenido que llevarse a
Daniel para hacerle pruebas, he interrogado a los enfermeros, incluso he intentado acompañarlos. No me
gusta separarme de él. No sé explicarlo, pero estoy convencida de que está mejor si estoy a su lado. Y
quiero estar a su lado.
—El señor Bond ha recuperado la conciencia después de un coma relativamente largo y es de vital
importancia que monitoricemos las respuestas de su cerebro —me explica Ivo con absoluta seriedad y el muy cretino sabe que me ha convencido.
—De acuerdo —acepto entre dientes—. ¿Les importaría darme un minuto? —les pido, levantándome
de la cama.
—Por supuesto, señorita Clark. Esperaremos fuera.
Agacha ligeramente la cabeza con suma educación, o tal vez porque ha visto lo alterada que estoy, y
gracias a la suela de goma de sus zapatillas, salen en silencio de la habitación.
Me aparto de la cama y me aliso el pantalón y la camisa. No sirve de nada, son las ocho de la mañana
y creo que eran las seis cuando me he duchado y me he cambiado. Y después de vestirme he vuelto a
tumbarme al lado de Daniel con cuidado de no hacerle daño, pero asegurándome de que él notase que
estaba allí.
Me pongo las manoletinas negras, están tan usadas que parecen zapatillas de baile, y voy al baño para
cerciorarme de que no estoy hecha un esperpento. No llevo maquillaje, lo único que me he atrevido a
ponerme estos días son los pendientes que Daniel me regaló cuando pasamos aquel fin de semana en su
casa de campo y que hasta ahora me había negado a estrenar. Me peino, más o menos, y vuelvo al lado de
la cama.
—Daniel —susurro, acariciándole el pelo—, tengo que ir a hablar con el doctor Jeffries —le explico
y espero unos segundos. Nada me gustaría más que verlo abrir los ojos de nuevo, pero los médicos ya me
han explicado que necesita dormir—. Volveré en seguida —añado, acercándome a sus labios—. No se te
ocurra volver a asustarme.
Le doy un beso y salgo antes de echarme a llorar. Daniel necesita que sea fuerte y no sólo para
recuperarse del accidente y salir del hospital.
Niego con la cabeza —ahora no es momento de pensar en eso— y dejo la puerta abierta para que el
acompañante de Ivo entre mientras éste me acompaña al despacho del médico que se ha ocupado de
Daniel estos días.
Oigo al otro enfermero desbloquear las ruedas de la cama y me vuelvo una vez más, pero lo único
que veo es una espalda cubierta con una bata blanca.
—No se preocupe, señorita Clark, el señor Bond estará bien —me dice Ivo—. Son sólo unas pruebas.
Seguro que volverá antes que usted.
Asiento y sigo caminando. En cualquier otra circunstancia le habría dado conversación a mi
acompañante; soy una chica de pueblo con muy buenos modales, pero ahora no estoy de humor. Tengo un
mal presentimiento atenazándome el estómago, igual que el día que me fui del apartamento de Daniel. O
igual que la madrugada en que me llamaron desde este mismo hospital para decirme que el señor Bond,
Daniel, había sufrido un grave accidente y que lo estaban sometiendo a una operación de vida o muerte.
Me llamaron porque, si sucedía algún contratiempo, yo era la persona autorizada para tomar la decisión
correspondiente.
Nunca olvidaré ese instante, el segundo exacto en que se me paró el corazón.
No han pasado demasiados días desde aquella horrible llamada, aunque sin duda han sido los más
largos de toda mi vida. Y me han cambiado para siempre.
Ivo se detiene frente a una puerta y llama con los nudillos.
—Adelante.
Entramos, pero el enfermero se para en el umbral con la mano en el picaporte.
—Gracias, Ivo.
—De nada, doctor. Si me necesita, estaré en la sala de radiografías.
El doctor Jeffries asiente y despide al enfermero antes de acercarse a mí para darme la bienvenida.
—Señorita Clark, Amelia —se corrige al recordar que le pedí que se dirigiese a mí por mi nombre
—, parece cansada.
—¿Por qué me ha pedido que venga? —le pregunto, ignorando por completo su preocupación por mi
persona—. ¿Le sucede algo a Daniel?
—No, Amelia. —Se detiene y frunce levemente el cejo—, el estado del señor Bond sigue siendo
crítico, pero tal como le comenté ayer, creemos que logrará recuperarse. Por supuesto, tenemos que
seguir haciéndole pruebas, como las que le están practicando ahora. Y cuando le demos de alta, tendrá
que hacer recuperación, pero ya hablaremos de eso cuando llegue el momento, ¿no le parece?
—Entonces, ¿por qué me ha hecho venir a su despacho? —No me esfuerzo en disimular mi mal
humor.
El doctor Jeffries es un hombre paciente y ha sido muy agradable conmigo desde el primer momento,
pero ahora corre el riesgo de pasar a formar parte de mi lista de personas non gratas (una lista que ha
aumentado drásticamente durante la última semana).
—En realidad, señorita Clark, he organizado este encuentro a petición de otra persona. Espero que no
le moleste.
¿Molestarme? Estoy a punto de decirle exactamente lo que pienso de sus triquiñuelas. ¿Cómo se
atreve a manipularme de esta manera? ¿Y por qué? ¿Quién lo ha convencido para este montaje? ¿El tío de
Daniel?
—El detective Erkel ha pensado que, teniendo en cuenta las circunstancias, de momento sería mejor
así —me explica el médico tras una pausa y consigue dejarme perpleja.
—¿El detective Erkel? ¿Qué circunstancias? —farfullo.
En ese preciso instante, alguien llama a la puerta y la abre sin esperar respuesta. El desconocido me
mira un segundo antes de dirigirse al doctor Jeffries. Es un hombre muy corpulento, de rostro duro y ojos
del color del acero. Tendrá unos treinta y cinco años y va mal afeitado y con el pelo demasiado largo
para su edad. Lo tiene rubio, pero no del rubio de los adolescentes, sino un rubio sucio, con mechas
castañas y alguna un poco más clara que bien podría ser una cana.
Es muy atractivo, supongo que las mujeres se dan media vuelta a su paso para mirarlo y, sin embargo,
a mí no me produce ninguna reacción.
Lleva un traje azul oscuro muy arrugado, igual que la camisa, y por un bolsillo aparece el extremo de
la corbata que deduzco que se ha quitado horas atrás. Ese uniforme delata su identidad sin necesidad de
que las circunstancias la confirmen.
—Gracias por su colaboración, doctor Jeffries. —Le tiende la mano al médico y éste se la estrecha
—. Le avisaré cuando terminemos.
—De nada, detective. Estaré en la cuarta planta. Buenos días, señorita Clark, iré a verla cuando tenga
los resultados.
—De acuerdo, doctor —le digo, sin apartar la vista del detective—. Le estaré esperando.
El doctor Jeffries abandona su despacho, dejándome a solas con el hombre. No me gusta, pero
supongo que no tengo alternativa y me cruzo de brazos a la espera de que el desaliñado rubio me dé una
explicación.
—Jasper Erkel, puede llamarme Erkel. —Me tiende la mano y se la estrecho sin decir nada. Él me la
suelta y sigue hablando—. ¿Quiere que nos sentemos, señorita Clark?
Me señala el sofá de dos plazas que ocupa el lateral de la consulta del médico.
—Llámeme Amelia.
—De acuerdo, ¿por qué no se sienta, Amelia? —Ve que me resisto a la idea y enarca una ceja—.
Mire, no he dormido en toda la noche y quiero sentarme, pero mi madre me obligó a aprender buenos
modales y no podré hacerlo hasta que usted lo haga, así que —levanta las manos de nuevo y con una se
frota la nuca—, si no le importa…
Accedo y me siento en un extremo del sofá, él ocupa el otro. Oigo crujir sus rodillas y cómo suelta el
aliento.
—Gracias —masculla y acto seguido saca un cuaderno y un bolígrafo del bolsillo izquierdo de la
chaqueta—. ¿Conoce usted a Jeffrey Bond?
—¿Al tío de Daniel? —le pregunto confusa—. No, no personalmente. ¿Por qué?
Pasa una hoja del cuaderno y lee algo antes de volver a mirarme.
—¿Nunca ha hablado con él?
—No, nunca.
—¿Y con Dimitri Vzalo?
—Ni siquiera sé quién es. —Me cruzo de brazos—. ¿A qué viene todo esto?
—Hemos terminado de procesar las pruebas del Jaguar del señor Bond —me explica, tras hojear de
nuevo el cuaderno—, los frenos y el ordenador del coche estaban manipulados.
—Oh, Dios mío —balbuceo—. Raff… Raff me dijo…
—Sí, el señor Rafferty Jones vino a verme hace unos días —me interrumpe el detective, al ver que
tartamudeo—. Me habló de las amenazas que recibió el señor Bond hace unos años. Lo estamos
investigando.
—¿Cree que el tío de Daniel está detrás del accidente? —le pregunto yo de golpe, al atar cabos.
Él me contesta con otra pregunta.
—¿Cuánto hace que conoce al señor Bond? A Daniel, me refiero.
—Unos meses.
Enarca otra vez una ceja. Empiezo a odiar a este tipo.
—¿Y figura como persona de contacto de su póliza de seguro en caso de accidente?
—Yo no lo sabía. —Más o menos—. Y no me gusta lo que está insinuando.
—Yo no estoy insinuando nada, Amelia. Sé que usted no está detrás del accidente del señor Bond.
—O sea, que me ha investigado.
—Por supuesto —afirma desafiante—. Es mi trabajo. El señor Jones ya me dijo que el señor Bond y
usted tenían una relación muy especial; sin embargo, he comprobado que llevaban semanas sin verse
antes del accidente.
—Habíamos discutido.
—Entiendo. ¿Qué puede contarme acerca de la relación entre el señor Bond y su tío?
Me muerdo pensativa el labio inferior. No quiero traicionar la confianza de Daniel, pero me moriría
si por mi culpa no atrapan al culpable de su maldito accidente.
—No demasiado y sigo sin entender por qué me lo pregunta.
Erkel refunfuña y se pasa de nuevo la mano por la nuca.
—Llevamos años detrás de Vzalo y el coche del señor Bond es la primera prueba fiable que
encontramos que confirma su presencia en Inglaterra.
—Lo siento, no le entiendo.
—La manipulación del Jaguar del señor Bond lleva la firma de la organización de Vzalo. Además,
hay un testigo que afirma que vio un todoterreno negro golpeando el coche del señor Bond antes de que
éste se estrellase.
—¿Quién diablos es Vzalo? ¿Y qué tiene que ver con Daniel y conmigo?
Cierro los ojos un segundo para ahuyentar de mi mente la imagen de él chocando contra aquel muro
de piedra. Es un milagro que sobreviviera.
—Para muchos, Dimitri Vzalo es un importante hombre de negocios. Para otros, un asesino y un
terrorista que no duda en vender sus servicios al mejor postor. Nunca hemos podido imputarle nada. —
Sonríe asqueado—. Ni siquiera una multa de tráfico. —Me mira durante un segundo—. En cuanto a qué
tiene que ver con usted o con el señor Bond, mi respuesta es que no lo sé exactamente. Lo único que
puedo decirle es que una de las pocas fotografías que tenemos de Vzalo aparece junto a Jeffrey Bond y
que, tal como le he comentado antes, hemos encontrado la firma de su trabajo en el Jaguar.
—Me temo —tengo que tragar saliva antes de continuar—, me temo que tendrá que hablar con
Daniel, detective. Yo no sé de qué va todo esto.
—Habría hablado con él —confiesa exasperado—, pero el bueno del doctor Jeffries me lo ha
impedido. Y he pensado que tal vez usted podría ayudarme.
—Lo siento.
Empiezo a levantarme para irme, pero las siguientes palabras de Erkel me detienen.
—El señor Bond acudió a Scotland Yard cuando apenas era un niño. —Vuelvo a sentarme—. He
encontrado el informe enterrado en un archivo; denunció a su tío por el asesinato de su hermana. El caso
se archivó, porque se demostró que Laura Bond se suicidó y que Daniel Bond tuvo que recibir varios
meses de terapia para superarlo. El informe del psiquiatra establece que es incluso lógico que el chico se
inventase lo del asesinato para justificar el suicido de la joven señorita Bond.
«Pobre Daniel.»
—Pero usted no lo cree —sugiero, tras mirarlo a los ojos.
—He leído el expediente y digamos que tengo mis dudas. Las circunstancias que rodearon el supuesto
suicido de Laura Bond no son claras. Además, el señor Bond denunció a su tío de nuevo años más tarde,
aunque esta vez por malversación de fondos de una de sus fundaciones. Es obvio que no son una familia
bien avenida. En el hospital me han dicho que Jef frey Bond no ha aparecido por aquí. Y el señor Rafferty
me confirmó que usted misma le había pedido que se ocupase de ello.
—A Daniel no le habría gustado que viniese a verlo.
—Exacto.
—¿Qué es lo que quiere, detective?
Saca una tarjeta del bolsillo opuesto a aquel donde guardaba el cuaderno y me la entrega.
—Quiero que esté atenta a cualquier cosa extraña que suceda en torno al señor Bond. Y que llegado
el caso me llame de inmediato.
—Tendrá que hablar con Daniel —repito y me guardo la tarjeta en la mano.
—Por supuesto. La verdad es que llevaba meses planteándome la posibilidad de ir a ver al señor
Bond, lamento que las circunstancias que finalmente lo han propiciado sean éstas, pero voy a
aprovecharlas.
—De acuerdo, le llamaré si sucede algo —acepto, deseando con todas mis fuerzas que no llegue
nunca ese momento.
Lo único que quiero es salir de este hospital e intentar arreglar mi relación con Daniel. Y que él se
recupere.
—Una cosa más.
—Claro, usted dirá.
—El señor Bond y usted habían discutido, habían roto su relación —me aclara como si hiciese falta
—. Usted apenas sabe nada de su vida o de su familia.
—¿Qué quiere decir, detective? —Me pongo en pie para evitar gritarle.
—A pesar de eso, usted figura como la única persona autorizada para tomar una decisión médica en
relación con él y todas las enfermeras y médicos del hospital me han dicho que no se ha apartado de su
lado ni un segundo.
—¿Adónde quiere llegar?
—Cuando le den el alta, ¿se irá con él?
—Por supuesto.
El único que podría impedirlo sería el propio Daniel y estoy dispuesta a hacer todo lo que esté en mi
mano para que no sea así.
—Tenga cuidado, Vzalo es peligroso y no sé si vale la pena que se juegue la vida por alguien a quien
apenas conoce.
Me detengo en seco frente a él.
—Noventa —le digo—. Ése es el número exacto de días que he estado con Daniel, sin contar los que
llevo en este condenado hospital. —Lo miro a los ojos—. ¿Y sabe una cosa? Me bastó con uno para
saber que él y yo nos pertenecemos. Tal vez usted no lo entienda, detective, pero sí, vale la pena.
Guardaré su tarjeta y estaré atenta a lo que pase. Y cuando Daniel esté mejor, le explicaré lo que me ha
contado. ¿Algo más?
Me parece que nunca he estado tan furiosa como ahora, ni me he sentido tan valiente y decidida a
luchar por Daniel, ni tan dispuesta a protegerlo.
Se abre la puerta y entra otro desconocido, que se apresura a cerrar de inmediato.
—Lo siento. Jasper, han llamado del laboratorio, tienen los resultados que les pediste.
—Disculpe a mi compañero, Amelia, al parecer, ha olvidado sus modales en el coche —me dice el
detective.
—Soy el agente Miller, señorita Clark.
—Encantada.
Erkel se levanta del sofá y se guarda el cuaderno en el bolsillo de la chaqueta. Se lo ve muy cansado,
y no sólo porque no haya dormido, tal como me ha dicho.
—Gracias por su ayuda, Amelia —me dice, tendiéndome la mano y mirándome de un modo distinto a
antes, con respeto—. Llámeme si sucede algo.
—Por supuesto —respondo, sorprendida por su cambio de actitud.
—Lo entiendo, ¿sabe? —Enarco una ceja y me lo explica—. Sé a qué se refiere, sé lo que es
pertenecer a otra persona, pero eso no significa que no sea peligroso. De hecho, lo es mucho más.
Me suelta la mano y tengo la sensación de que me está hablando de algo completamente distinto a la
investigación.

Todos los días M.C AndrewsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora