Enmudece el fatídico día del accidente que cambió mi vida para siempre, remoto y apagado en mi memoria mientras emborrono las páginas amarillentas con tinta china, deslizando la pluma por la superficie lisa y a propósito envejecida del papel. En el piso de arriba, en mi despacho, no hay cuatro paredes estándares, sino dos fijas que dan al pasillo de casa y dos hechas enteramente de cristal, que me ofrecen la gracia de la luz natural y del paisaje que me rodea: el gigantesco Lago Erie; los barcos blancos y amarillos, con nombres de muchacha, madres y artistas; los abundantes árboles de follaje anaranjado, con sus troncos olorosos y oscuros; el sonido de la fauna y el rocío en la hierba; la candidez del sol, calentándome; la vida que pasa vagando a mi alrededor. Vida...
Hoy celebro mis treinta y un años. Espero por este día, por esta fecha más o menos un siglo entero. Para que pueda esclarecer los hechos sobre cuándo fallecí, sobre cuándo me dormí, de cuándo renací y de cuándo volví a vivir, es necesario que rememore la larga travesía iniciada el dos de febrero de 1935.
Un querido amigo de la infancia, Neal Cassidy, había fallecido de una dolencia no diagnosticada, en silencio llevado de este mundo. En el norte de California, donde vivía en un barrio aislado en el litoral con su marido Graham y su hija Wendy, mis padres me esperaban para que pudiéramos rendirle homenaje e intentar consolar al Señor y Señora Gold, sus padres. Mi hermana nunca tuvo amistad con Neal como yo, así que se quedó en casa. August se ofreció a acompañarme, pero le pedí que se quedara con su padre, ya mayor para encargarse de la tienda solo. Daniel, mi prometido, no podía ausentarse para venir, pues su trabajo como fotógrafo en el periódico Daily News lo había enviado a Inglaterra para seguir los sucesos de Watson Pratt, el físico británico que había creado el primer radar. Sin demora, hice las maletas y sola me dirigí al funeral de Neal.
Aún recuerdo el ardor salvaje de la nieve en aquel día. Yo daba golpecitos en el volante del coche, silbaba para distraerme, chupaba caramelos para pensar en cualquier otra cosa, pero el camino parecía que se hacía cada vez más lento y tedioso. Siempre fui una niña impaciente y determinada, que huía de tardanzas y estaba constantemente en busca de un nuevo conocimiento o actividad, evitando el ocio como quien no soporta pararse y entregarse a grandes reflexiones. Ni cuando escribía uno de los cuentos publicados en los periódicos de Public Garden permitía que mi mente se me escapara del control habitual. Bajo la tempestad del camino, en ese coche silencioso, no rehuí ese rasgo de mi personalidad.
Aceleré como si estuviera en una imprudente carrera. Entonces, de repente, no sé expresar en sólidas palabras lo que me ocurrió. Pero recuerdo bien lo que sentí. El coche derrapando en la nieve, libre. El parachoques golpeando contra una verja de hierro y madera, destruida. Descendiendo por la tierra, veloz, irrefrenable. Hundiéndose en el río, hondo, astillando la fina capa de hielo de la superficie, destrozada. Mi cuerpo contra el agua helada, choque. El reflejo de mis propias defensas activadas, robando mi respiración y disminuyendo mis latidos cardiacos, tenue. Pude escuchar una especie de tambor lento a lo lejos, silenciándose poco a poco. Sentí el dolor consumirme, rudo. Un minuto, dos, tres, ¿cuántos fueron? Fúnebres. Mi temperatura interna cayendo como si estuviera a punto de morir. Mi corazón finalmente se para, mudo. Pero no muero, sé que no muero, estoy inmóvil, pero consciente de todo, como en un loco sueño. Entonces, el rayo golpea la carrocería crema expuesta del coche, electrocutando todo a su alrededor. Quinientos millones de voltios, sesenta mil amperios. Mi corazón bate una única vez. Quinientos millones de voltios, sesenta mil amperios. Respiro, casi despierta, semiviva, semimuerta. Quinientos millones de voltios, sesenta mil amperios. El fenómeno físico inexplicable del que nadie sabía, y que yo nunca entendería.
Yo era una mujer de letras, no de ciencias.
Sin teorías científicas esclarecedoras, sin creencias inalcanzables y reconfortantes en mi alma, sencillamente sucedió. Nunca más envejecería. La devastación y la fuerza del tiempo nunca, nunca me arrastrarían.
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The age of Regina
FanfictionTraducción del Os del mismo título de Iamamiwhoami. Regina Mills es una mujer como otra cualquiera, pero un día un accidente de coche cambia para siempre su vida de una forma que nadie podrá explicar