Introducción

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Diario de Dionne

Barcelona, 1220

Cuando miro atrás me avergüenza ver en lo que me he convertido. Hubo un tiempo en que fui una persona completamente diferente, una niña, cuya única aspiración en la vida consistía en trabajar y resultar de utilidad para su familia.

La familia es un concepto peligroso, ahora lo sé. Durante años, formar una familia con Evan fue lo más importante de mi existencia y casi lo logré, por eso deseaba con todas mis fuerzas que Alexandra y Claude formaran parte de ella, por eso, permití que Evan iniciara la primera conversión de lo que sabíamos serían muchas más. Porque la familia, ese idílico núcleo por el cual todo niño daría su vida, nos había fallado a ambos.

Para comprender todo lo que relata este diario, tal vez, deba comenzar por el principio. Y el principio, como todo lo que rodea mi vida, fue Evan.

Acababa de cumplir dieciséis años por entonces y provenía de una familia de campesinos muy pobre. Mi padre, no obstante, era un hombre trabajador que agradaba al señor de las tierras y gracias a ello obteníamos ciertos privilegios de los que otros carecían. Era la menor de tres hermanas y las dos primeras habían alcanzado matrimonios ventajosos gracias a los favores del señor. Mis padres se mostraban muy satisfechos con su suerte porque se habían librado de dos bocas que alimentar. Yo estaba en edad de cortejo, pero pasaba el día entero dedicada a labores de trabajo y apenas me quedaba tiempo para pensar en agradar a los hombres. En todo caso, a pesar de que mi padre insistía en la cuestión del matrimonio y se mostraba esperanzado, podía ver la inquietud en los ojos de mi madre que intuía, igual que yo, que no me resultaría fácil complacer a un varón.

De niña, había sufrido una feroz enfermedad que casi acabó con mi vida y la curandera que me atendió afirmó, tras una milagrosa recuperación, que mi vientre había quedado malogrado irremediablemente. Jamás podría alumbrar hijos.

Mi madre comprendía que ningún hombre querría casar con una muchacha infértil. En cambio, padre lo veía con otros ojos. Afirmaba que resultaría una ventaja en el lecho y que existían muchos varones que no soportaban a los niños.

De todos modos, pese a las constantes pesquisas y la ayuda del señor, sus intentos no habían dado los frutos esperados y yo estaba convencida que no ayudaba que los interesados me viesen vistiendo siempre el mismo mugriento atavío, con el rostro sucio debido a las labores del campo, añadido a mi evidente problema de fertilidad.

En cualquier caso, trataba de alejar mis pensamientos de las tribulaciones de mi padre y dedicaba mis esfuerzos en complacerlo con mi dedicación en el trabajo, mientras mi imaginación volaba más allá de todo aquel mundo pactado, corrompido y soñaba con los cuentos de niña que se escuchaban los domingos en la plaza y que hablaban de caballeros andantes, princesas y dragones.

Una mañana, mi madre me envió al mercado pero me desvié del camino por error y acabé en una de las muchas callejuelas de la ciudad. No estaba preocupada porque me conocía bastante bien los caminos y el sol lucía alto en los cielos de Barcelona, hasta que advertí los gritos. Un grupo de gente se apelotonaba en círculo y me acerqué para observar como un hombre recibía una paliza por parte de dos nobles. Los identifiqué por los escudos de sus casas luciendo en los uniformes. La muchedumbre los vitoreaba mientras agredían al rehén.

¾¡Judío despreciable!

¾¡Matadlo!

¾¡Dadle su merecido!

No supe por qué me coloqué al lado de aquellas personas y contemplé la macabra escena con un nudo en el estómago, pero no aparté la vista hasta que los nobles escupieron sobre el hombre, que ya no se movía y la gente empezaba a retirarse al ver finalizado el espectáculo. Nadie se acercó para ayudar, excepto una silueta que vestía una túnica escarlata, pantalones púrpura y un turbante en la cabeza.

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