Improvisación 28

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África pensaba que sólo las mujeres eran las que se iban de casa sin avisar. Pensaba que sólo eran ellas las que se marchaban sin dejar una triste nota en la nevera, colgada de uno de esos imanes que todos compran en los aeropuertos cuando se dan cuenta de que no llevan ningún recuerdo del viaje. Pensaba que sólo eran ellas las que no contestaban a las llamadas de teléfono o a los mensajes de texto en el móvil.

Eso pensaba, hasta que un día de otoño Rodrigo se fue para no volver. Era como si nunca hubiese existido, como si nunca hubiese vivido junto a ella compartiendo la misma cama, el mismo baño, el mismo sofá y la misma nevera. Se convirtió en hoja caduca y voló con uno de esos vientos del norte que de vez en cuando amenazan con tumbar los árboles de las avenidas.

Y a pesar de no haber regresado en cuerpo, el alma de Rodrigo revolotea por su cabeza como una mariposa decidiendo si posarse o no en algunas de las flores que abundan en el jardín en primavera. Ya no tiene su cepillo de dientes junto al suyo, ni tampoco tiene sus zapatos en el recibidor o sus llaves encima de la mesa de la cocina, pero su aroma impregna las paredes de la casa; peor aún, las sábanas de la cama. África se mantiene pegada al lado derecho del colchón para mantener las costumbres por si Rodrigo vuelve, pero a veces no puede evitar rodar hacia el otro lado y así oler su característico champú en la almohada fría y vacía. Recuerda el tacto de su piel y se estremece rememorando el recorrido de sus dedos acariciando su espalda, cayendo en un sueño agridulce del cual despierta con la cara pegada a la colcha de tanto llorar.

África pasea mirando al suelo porque su subconsciente ya le ha jugado malas pasadas, otorgando las facciones de Rodrigo a caras desconocidas. Ve el reflejo de su silueta en los escaparates, oye su voz en la conversación de un hombre al teléfono y percibe su esencia en el caminar de un chico cruzando el paso de cebra. Hace tiempo que dejó de escuchar la radio por miedo a ser sorprendida con una de sus canciones preferidas. Sabe que debe ser fuerte y no llorar; hay mil peces en el mar y está segura de que podrá superar el kilométrico hoyo en el que está metida, pero no es el momento. Ya habrá tiempo para las heroicidades.

Se imagina su corazón como si fuese una barca de madera, tocada y casi hundida. África trata de achicar el dolor que se cuela sin piedad por los agujeros de su alma, pero el torrente de recuerdos es más fuerte y consigue hundirla en la miseria cuando menos se lo espera, como por ejemplo con el botón de la camisa que se encontró el otro día bajo la cómoda del dormitorio. "No es justo" piensa, y se maldice por haber jugado al cuento de La Lechera. Se imaginaba casada y con críos, en un apartamento más grande y con un jardín con vistas a la montaña, como los finales bonitos de las películas americanas. Ahora todo lo que tiene es un cántaro roto y sus sueños desperdigados por el suelo, demasiado perezosos para volver a su lugar.

Echa de menos el brazo de Rodrigo sobre sus hombros los viernes de sofá, donde muchas veces se quedaba dormida envuelta en la enorme manta y él se encargaba de llevarla a la cama, tirándola al suelo antes de llegar a su destino en más de una ocasión. Echa de menos sus manías, como la de tender las camisetas siempre en el lado izquierdo de la cuerda y los pantalones justo en el lado contrario. Y, aunque suene extraño, echa de menos los enfados y discusiones, donde sacaban todos los trapos sucios y chillaban hasta desgañitarse pero luego se amaban como si no hubiese un mañana.

África quiere volver a sentir mariposas en el estómago. Sueña con el día en el que Rodrigo aparezca por la puerta de casa como si nunca se hubiese ido, con su pelo rebelde y la camisa de cuadros mal metida entre los pantalones. Sueña con oírle dejar las llaves encima de la mesa a la vez que saluda en voz alta, esperando su respuesta. Sueña con volverle loco paseándose delante de él con una de sus enormes camisetas puestas y sin ropa interior, con volver a escucharle gemir en su oído.

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