Capítulo 1

404 5 0
                                    

Ese día, Wriixka despertó sobresaltada a causa de un sueño prohibido. En su cabeza, aún adormecida, revoloteaban palabras, cánticos y colores; al tratar de atraparlos, se percató de que no conocía su significado y se perdieron entre las sábanas. Un solo recuerdo con sentido se negaba a abandonarla: una luz entre las montañas. Jadeando, se sentó en la cama. Mientras secaba su frente, sintió un inusual escalofrío en la espalda y la asaltó la loca sensación de que esa parte de su cuerpo ya no le pertenecía. Cuando los últimos vestigios de sueño se hubieron ido, sonrió ante lo absurdo de la idea, y como su espalda le recordaba que seguía formando parte de su ser al reclamar su rascadita matutina, Wriixka puso manos a la obra vigorosamente. De pronto, paró en seco, se levantó de un salto, se envolvió en su gran espejo de seis caras y las vio: pequeñas y blancas. No se atrevió a tocarlas, pero parecían muy suaves; como que eran plumas. Le habían brotado dos alas durante la noche.

Se dio cuenta de que no había tenido un sueño prohibido: estaba viviendo lo prohibido. Miró hacia la ventana. El sol púrpura todavía no había salido; aún era de madrugada. Se sentó en el borde de la cama, que, muy educada, se convirtió de inmediato en sofá, y con el rostro entre las manos, se preguntó qué haría ahora que formaba parte de los marginados. No podría seguir viviendo en la Ciudad Viviente N° 4; sabía muy bien que esos seres mounstrosamente alados no eran apreciados allí; hasta podrían eliminarla si se quedaba.

Desde el principio de la era de paz, cuando los más sabios científicos del mundo crearon las ciudades vivientes, empezó a parecer una extraña mutación: a algunas personas les crecían alas. Pronto se constató que los cambios no eran sólo físicos. Los seres alados tenían la molesta costumbre de perturbar la silenciosa tranquilidad de las ciudades, con sus estridentes risas sin motivo aparente; no querían cumplir con su cuota de trabajo, alegando que les gustaría realizar una actividad más acorde con sus cualidades; y lo peor era que, a causa de las alas, la ropa les molestaba, por lo que andaban casi siempre semidesnudos, inquietando peligrosamente la imaginación y los sentimientos de los demás ciudadanos.

Una Ciudad Viviente era capaz de proveer de todo para satisfacer las más mínimas necesidades de sus habitantes, siempre y cuando éstos acatasen unas sencillas órdenes. ¿Por qué entonces los seres alados se rehusaban a seguir las reglas? El trabajo que había que realizar a cambio de una cómoda existencia exigía apenas un pequeño esfuerzo; pero ellos se negaban a hacerlo, se resistían a vivir en sus aposentos, no querían ingerir sus alimentos; en fin, no contribuían con el equilibrio de la Ciudad Viviente.

La situación se volvió tan insoportable que el Consejo Creador del Complejo Existencial Ciudad Viviente decidió exiliarlos so pena de muerte. En realidad, sabían bien que igual estaban condenando a los pobres infelices a una muerte segura, pues se conoce que la vida fuera de una Ciudad Viviente es imposible. Todas esas medidas no impidieron, sin embargo, la aparición de nuevos casos de mutación. Wriixka era la prueba.

Después de dar vueltas al problema, la joven llegó a la conclusión de que quizá lo más conveniente era cortarlas, pero no estaba muy segura de si eso era como cortarse el cabello o cortarse un brazo. Una agradable luz la sacó de sus meditaciones: eran los alegres rayos del sol púrpura que ya había salido y brillaba al lado del gélido sol rosado.

Por la cercanía de ambos astros, se percató de que había dejado pasar mucho tiempo.

Miró su clepsidra anillo mientras se la colocaba y empezó a vestirse apresuradamente pues, de otro modo, llegaría tarde a la escuela. Ya vestida, se miró nuevamente en el espejo; la tercera cara le reflejó un pequeño bulto en la espalda. Wriixka se sonrojó y buscó algo más que ponerse; luego, pensó que eso despertaría sospechas y decidió coger una larga y fina bufanda (que hacía dos temporadas no se usaba), y envolvió su torso con ella. Las alas le incomodaban un poco al estar aplastadas contra su cuerpo, pero ya no se veían bajo la ropa.

Antes de salir de su cuarto, miró nuevamente por la ventana, pues le pareció ver unas extrañas luces que provenían de algún lugar de las montañas.

No, era imposible; debía ser una alucinación causada por el extraño despertar. No había absolutamente nada entre las montañas; todos sabían eso.

¿Y la idea de cortarse las alas? Al recordarlo, Wriixka sintió un molesto peso en el estómago, pues recién en ese momento se dio real cuenta de lo que estaba pasando. ¿Quería realmente quedarse con ellas? ¿Por qué tomarse tantas molestias en ocultarlas? ¿No era mejor recurrir al Centro de Distensión más cercano, bajar al Pabellón Reequilibrante y decir simplemente: "Córtenme estas molestias"? ¿Qué debía hacer? Mientras se acercaba a la cocina para desayunar, se dijo que, en realidad, lo más sensato era hablar (aunque sin nombrar directamente el problema) con la única persona que sabía algo del asunto. El peso en el estómago desapareció cuando lo vio sentado ingiriendo sus alimentos antes de ir al trabajo. Solo él podía comprender por lo que Wriixka estaba pasando; quizá él podría decirle qué hacer. Wriixka se acercó suavemente y puso una mano sobre el hombro de su padre.

La ciudad de los nictálopesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora