Luz invisible

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Quince minutos. Novecientos segundos. Ese pequeño espacio de tiempo es lo que me quedaba de vida, o al menos eso es lo que había logrado descifrar de las enmarañadas palabras del hombre de bata blanca. Sabía que no era mucho tiempo, pero quería aprovecharlo recordando.

Recordando la vida, y todo lo fantástico que esta me había hecho vivir. Recordar al amor de mis sueños, Audrey, a la que muy pronto vería cubierta de un manto de estrellas. A los hermosos hijos que ella me dio; Anna, con su hermosa sonrisa torcida, tan dulce que hacía que te derritieses con solo mirarla, su bonito cabello rojo del mismo tono que el perezoso amanecer invernal, sus ojos verde mar que pedían que los mirases. Jayden, tan cariñoso y afectivo como cabezota y rebelde, y con los ojos de su madre; siempre que lo miraba veía a mi preciosa Audrey, reflejada en sus pupilas relucientes. Y Alexis, mi pequeña princesa rubia de ojos azul cobalto. Su expresión audaz y atenta, siempre lista para todo, no me cabía ninguna duda de que llegaría a lo más alto.

Sin embargo no podía olvidar sus lágrimas cristalinas en el funeral de su madre, el cabello dorado de Alexis mojado a causa de sus desesperadas lágrimas que brotaban fértilmente de sus hermosos ojos, la sonrisa torcida de Anna que jamás volvió a brotar de la misma perfecta manera. Y lo más desolador fue ver a Jayden, su expresión delataba que Audrey se había llevado una parte de su corazón con ella que no volvería a recuperar.

Todos vestidos de negro delante de la tumba de mi amada. Recuerdo el sauce que se mecía en el cementerio con amargura.

Sin embargo sabía que no podía recordar solo eso de mi vida.
Lo sabía.

Aún recordaba el nacimiento de Anna, aquel precioso 19 de octubre de 1995, aquel hermoso día en el que estuve a punto de perder a las dos personas que más me importarían en mi vida. Sin embargo, el destino decidió que esas preciosas figuras permaneciesen a mi lado durante mucho tiempo.

Recordaba cuando Jayden aprendió a andar en bicicleta por las tranquilas calles de Lousiana, su expresiva cara reflejaba una felicidad absoluta, un orgullo descomunal.

Recordaba el tercer cumpleaños de Alexis, con su corona plateada sobre su reluciente cabello recogido en dos graciosas trenzas espigadas, su expresión de sorpresa al recibir su primera muñeca, una cosita adorable de pelo azabache con una bonita blusa negra y una falda azul cielo.

Recuerdos, recuerdos.

Pude observar una tenue luz. Como dijo T.S. Eliot: luz, el recordatorio visible de la luz invisible. Dentro de poco vislumbraría esa luz invisible, me encontraría con el misterium tremendum, a resumidas cuentas la muerte.

Había vivido plenamente feliz durante toda mi vida, siempre fui curioso. Sin embargo ya lo había presenciado todo sobre la vida. Ahora solo tenía curiosidad por la muerte.

No tenía miedo, ya nunca más lo tendría, les dejaba a mis hijos la valentía como legado.

La muerte se acercaba como una agradable caricia.

Recuerdos, recuerdos.

Hasta que llegó el momento en el que perdí la habilidad de recordar, junto a la vida. Era hora de volver a ver a mi amada Audrey, que se aproximaba hacia mí lentamente, mientras yo avanzaba hacia esa indescriptible luz invisible.

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