Me desperté con su sonrisa en el rostro. Su sonrisa era mi perdición, era mi obsesión. Nos acariciamos por minutos que simularon ser segundos. Volamos por el tiempo hasta paralizarlo. Aleatorios besos nos invadían de pasión, y el roce de su piel simplemente me controlaba. Luego, nos dirigíamos a bañar nuestros cuerpos, enjabonando cada rincón corporal de tu bello mapa. Su escultura era mi perdición, era mi obsesión. Nos marchábamos a un restaurant de comida rápida que con el tiempo, fue uno de los tantos símbolos de nuestro amor. Algo simple, pero hermoso. Su alegría bastaba para satisfacerme completamente. La comida era lo que menos esperaba. Su felicidad era mi perdición, era mi obsesión.
En la tarde, casualmente, íbamos a la costa. En ocasiones, sin zapatos, dejábamos nuestras lineales huellas ser borradas tras nosotros por la helada agua del mar. Algunas otras veces, caminábamos por la verde avenida decorada por los aromáticos y frondosos árboles, y por las coloridas flores que acompañaban el figurado concreto del sendero. Sentíamos armonía, sentíamos paz.
Hasta el ocaso y con nuestras manos encadenadas por el invisible lazo que nos juntaba. Aquél lazo era mi perdición, era mi obsesión.
La oscuridad de la noche nos envolvía en la habitación, pero la iluminábamos entre caricias y miradas que nos llevaban a perder el juicio y nos obligaba a devorarnos del placer. Hacer el amor contigo era mi perdición, era mi obsesión.
Caíamos en el profundo sueño. Y desperté. No estaba ahí. No estabas ahí. ¿Fue un sueño? ¿O fue un recuerdo? Sigo sin saberlo. Sigo sin saberlo...
Ahora, sentado frente a tu tumba, he permanecido desde que te pusieron ahí abajo. No quiero volver a casa. No si no estás ahí.
¿Sabes lo que dicen?
Que esto fue mi perdición.
Que eres mi obsesión.
