El libro palpita, mi mente retumba, ¿migraña? No hay dolor. Todo se vuelve amorfo, extraño.
Mi cuarto ya no es mi cuarto, mis ojos no son mis ojos, mi cuerpo ya no es mi cuerpo; el miedo, siempre fue mío.
Reconozco el lugar, de algún otro sueño, ¿o del mismo?, en el que estuve. El tapiz negro arrombado que cubre las pareces acentúa lo lúgubre del lugar.
A pesar de tener aspecto de que nadie ha vuelto a estar allí en años, no hay telaraña que invada alguna esquina, ni grano de polvo que indique el paso del tiempo.
Sus ojos brillan a mis espaldas en el único lugar ensombrecido, me invitan a sentarme. Me dirijo a la única silla y la acerco a la solitaria mesa en medio del salón. Giro la mirada y advierto que hay un par de ventanas, ¿estaba allí antes? "La curiosidad mató al gato, pero murió sabiendo" me repito mientras me acerco a ellas. Quiero saber dónde estoy.
Separo las cortinas, quito el pestillo y corro el vidrio; y ante mí aparece una inmensa noche despejada, una sempiterna inmóvil luna roja nadando en el cielo sin estrellas.
Cuando por fin logro despegar los ojos del magnífico color sangre, me doy cuenta de que el cuarto en el que me encuentro está rodeado de... nada.
Kilómetros de ácida agrietada tierra hasta donde se dobla el horizonte pintan el suelo, y me siento solo, aunque me sigue con su mirada.
Cierro las ventanas. La soledad abrumadora sienta bien para un poco de lectura. El libro me pide que me acerque, y la silla dócil me llama a sentar. Sus ojos no se mueven, ¿está vivo?
Abro el libro en una página al azar y, al igual que me sucedía en mi habitación, ¿mi habitación? ¿No es esta?, leo pero no logro retener nada, palabras sin sentido salpican mi cabeza.
Pentagrama dibujado, alma ofrecida, dedo aplastando, sangre inundada, muerte corrompida, un deseo cumplido que jamás debí haber deseado.
El libro me lee, la lectura me perturba, las palabras me mienten...
"mientras mis páginas leas no puedes parar, su mirada te inquieta pero lo quieres mirar. Repite su nombre, lo debes recordar; voltea chiquillo se llama..."
El crujido amenazante de los maderos del suelo llama mi atención y acrecientan el miedo. Volteo y los ojos ya no se encuentran.
Sus dedos recorren mi cuello, presionan, giro la cabeza y allí está, blanco, los ojos inyectados.
El aire comienza a escasear, el ahogo me empieza a quemar.
Mis brazos y piernas no quieren moverse así que acepto el destino y me dejo morir.
Todo se oscurece, mis pensamientos siguen acribillados por el sinsentido, pero una luz brilla dentro del marasmo. Con mi último aliento repito: su nombre es...
Despierto.
Sobresaltado sudado y angustiado abro los ojos y reconozco lo irreconocible de mi habitación, ¿por qué habría de estar en otro lado?
El celular está en mi mano, ¿la hora?, siete y trece de la mañana, repite mi mente lentamente como si no creyese lo que ve.
El desayuno no está listo así que es un buen momento, ¿para qué?
Maquinalmente y sin pensar mi cuerpo se mueve sin que se lo ordene hacerlo. Busco una navaja en mi mochila, que por alguna razón está en el suelo. La encuentro, la tomo y me dirijo al escritorio. Pentagrama dibujado. Me descubro dibujando, una estrella circulada. Seis patas sin rumbo surcan la mesa hacia el centro del círculo, como incitándome a matar.
Sus ojos se acercan y me susurran y yo repito al tiempo que con mi dedo intercepto. Dedo aplastando. Con su último aliento la hormiga me muerde y mi dedo gotea. Sangre inundada. "Te ofrezco esta alma". Muerte corrompida.
Dicen que los deseos contados no se hacen reales, afirmaciones banales, quizá, pero más vale prevenir que curar.
Las sábanas ya no me llaman, pero aun así me acerco para completar el maldito ritual matutino, ¿el celular?, nueve de la mañana, voló, vuela. ¿Deja vú?
El desayuno, clama, no quiero hacer esperar a mi madre.
Jamais vú...