Nubes del anocher

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Sé que caer no ha sido un error, sólo yo decido quien soy.

Si he de servir prefiero romper mis alas para no volver.

Sabes no soy quien vino a callar. Yo vivo por mi voluntad.

Elijo ganar y también perder. Yo elijo llegar al final.

-Sin retorno, Nostra morte

El cielo gris arrastra consigo gruesas nubes que lloran sobre la ciudad y sus gentes. Las flores de su ventana se balancean al compás del viento, danzando. Ariel toma la maceta con la rosa en ella y junto a un paraguas, una maleta y un par de emociones retenidas, se dirige a la estación de metro más cercana.

La gente se abre ante él como si fuera el portador de una enfermedad lo suficientemente contagiosa para infectar a todas esas personas prejuiciosas.

Ariel soporta todas esas miradas sin tomarlas en cuenta. En otra ocasión puede que incluso hubiera sonreído sólo para escuchar los comentarios sorprendidos de quien lo miraba. Y es que entre tantos adolescentes con pantalones pegaditos, lentes de sol a pesar de lo nublado del día y labiales fluorescentes, un joven vestido con un oscuro traje formal, adornado con encajes y colgantes de cruces y el cabello rojo amarrado en un elaborado moño alto hacía que hasta el más discreto volteara su cabeza cuando él pasaba. Es un chico salido de otra época para todas esas "modas" actuales.

Arrastra su maleta como quien arrastra un abrumador pasado, aunque también lleva en ella ropa, unos cuantos libros de cuentos que no son cuentos, sobre vampiros y demonios y sus diarios llenos de flores secas.

Cuando el tren llega, Ariel espera a que primero pasen los desesperados para poder entrar él. Se sienta en el primer asiento que encuentra, después de todo en unos minutos el lugar estará repleto, es inútil rehuir de las personas.

Tal y como pensó, para cuando pasan sólo dos estaciones más hay tanta gente que le es imposible respirar y además hay una mujer en sus treinta y tantos que tiene sus marrones ojos pegados en él con las cejas tan arqueadas como dos bumeranes, esperando a que le ceda el asiento.

Con una sonrisa maligna disfrazada como amabilidad, gira la cabeza a los asientos de al lado, observando como todos se hacen los dormidos o fingen que no se dan cuenta. Como ante todo, Ariel es un caballero, se levanta y se hace a un lado, pero la mujer nunca llega al asiento, y no porque él le haya metido el pie (que ganas no le faltan), sino porque el tren ha detenido el movimiento tan abruptamente, que un mar de cuerpos, bolsos y quejidos se precipitan hacia adelante, en el mismo segundo las luces abandonan hasta al último vagón.

Gracias a que al pararse del asiento se tomó con fuerza del tubo sobre su cabeza, es de los pocos que no cae. Lo único que hace es levantar su maleta con manos delicadas mientras observa como la gente empieza a reaccionar. Poco a poco las voces aumentan hasta estar igual de fuertes o peor de lo que estaba antes, deteniéndose al darse cuenta de que enloquecer hace más obvia la falta de aire.

Ariel lleva su maleta hasta la mitad del vagón, en donde se dividen el uno con el otro y usándola a modo de silla, cruza las piernas y apoya las manos en los bordes del equipaje. Con la cabeza descansando en la pared intenta ver más allá de su nariz, más lo único que puede ver son las caras iluminadas como fantasmas por los celulares que usan para alumbrarse de manera precaria.

A pesar de ser bastante claro que se ha ido la luz, no falta quien se ponga a inventar teorías raras, y así, con el bullicio aumentando y disminuyendo por momentos debido a algunas discusiones, pasan los minutos. El calor empieza a pasear como un vapor arrastrándose por el techo, pasando por cada persona y dejando un poco de su ambiente sofocante. Ariel saca su abanico del bolsillo, y casi como un espejo, las personas sacan cualquier cosa para echarse aire.

Momentos amarillos -desafíos utópicos-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora