La ola que se detuvo

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Hay algo en despertar antes que todos, antes que el perro del vecino que adora ladrar en las mañanas, antes que mi madre a colar café, y antes que los pájaros que se paran en el árbol frente a mi ventana a cantar, que me mantenía en un estado de paz tan agradable que era capaz de hacerme madrugar. Yo que siempre lo odié, lo hacia todas las mañanas para disfrutar ese breve momento del día antes de que la ciudad despertara.

Fue así por tanto tiempo que ya no necesitaba de un reloj. Me levantaba fielmente cuando el cielo se funde con los tonos naranjas y rosas del amanecer y me paraba frente a mi ventana a observar al cielo y la silueta de las montañas, los guardianes silenciosos del valle de Caracas. Siempre con la mi mirada hacia arriba, porque abajo del hermoso paisaje hay un sinfín de casas grises, basura y plantas muertas.

Con el tiempo sigo despertándome en la madrugada, pero ya no me levanto. No tengo ganas. Si tuviera que dar una razón diría que no lo sé con exactitud. Puede que sea en parte porque mis energías se han drenado y en parte por la adolescencia, que me hace sentir miserable las veinticuatro horas. Puede que empecé a ver hacia abajo.

Ese día, un sábado ordinario como cualquier otro, destinado a las tareas del hogar y ver programas estúpidos en la televisión, desperté un poco más tarde de lo habitual. Lo sabía porque ya se sentía el olor del café y el rumor de los carros pasando. En mi camino al baño decidí si el perder la costumbre es bueno o malo, terminé decidiendo que da igual.

Al regresar a mi cuarto la televisión estaba prendida y había una taza de café, prueba de que mi mamá ya pasó por ahí. Estaban hablando en las noticias sobre algunas muertes más en las manifestaciones de semana santa.

Pronto la figura de mi madre apareció en la puerta. Tenía un rostro serio de los que pone cuando va a decir algo bueno y quiere engañarme, así que dejé de prestarle atención a la tv y tomando la taza con ambas manos decidí esperar.

—A que no adivinas qué vamos a hacer hoy —dijo finalmente, y se notaba en su rostro que estaba luchando por no hablar de más.

—¿Aspirar los muebles? —Su ceja alzada y sus labios fruncidos me decían que no es la respuesta que quería, pero eran las 6am, no me gusta pensar tan temprano—. ¿Qué, entonces?

—Vamos a un lugar. Adivina. —Repite, entrando al cuarto y empezando a abrir las cortinas, suspirando hacia el sol con una energía poca usual en ella.

—A la panadería, seguro. ¿Tan temprano mamá? Una huevona'.

Después de reír por mi ocurrencia, que fue medio enserio, medio en broma, me reveló que iremos al Ávila. Mientras ella se fue a bañar me dedique a pensar en la última vez que fui. O la última vez que salí a pasear. La nube de días grises no me dejó.

Aun en el baño gritó que mi arepa la dejó en la cocina. La saqué del budare y la rellené con la media cucharadita de mantequilla y queso que quedaba, pero no me quejé porque eso ya era suficiente lujo.

Mientras comía escuchando la regadera de fondo pensé que, a pesar de no estar dicho en voz alta había un sentimiento de alegría flotando en el aire. Tanto mi mamá como yo, ella a Dios y yo a ella, agradecíamos tener la oportunidad de salir y hacer algo diferente.

Una vez vestidas y arregladas salimos, no sin antes demorar los buenos cinco minutos en que mi mamá cierra todo y se cerciora de no olvidar nada antes de salir realmente.

Oculté mi sorpresa cuando al bajar en el ascensor y éste abrir sus puertas con su atrasada voz metálica diciendo "abriendo puertas", vi a mi amiga Laura y a su madre, Carmen, ahí paradas. Ambas vestidas en grandes suéteres y luciendo como si nos esperaran desde hace mucho rato.

Momentos amarillos -desafíos utópicos-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora