Se llamaba Nerea y un día bailé con ella. Ella se reía mientras yo le pisaba sus pequeños pies. Era la primera vez que bailábamos; la primera vez que nos tocábamos las manos; la primera vez que nos susurrábamos en la oreja. Yo la conocía del barrio, desde hacía tres años, cuando vino para alquilar el ático, en frente del parque. Yo vivía una calle más abajo, justo delante de la parada del autobús. Empezamos a coincidir allí, los martes y los jueves, cuando yo iba a clases de guitarra y ella a natación. Allí, mientras esperábamos el autobús, es donde comenzamos a hablar.
Un día la invité al Tívoli, aquel viejo cine del barrio. Mientras ella buscaba dos butacas por las filas de atrás, yo compraba unas chocolatinas y unas gominolas de ositos. Empezamos a salir a menudo. Solíamos quedar a cenar, siempre en algún restaurante de comida japonesa; a ella le encantaban. Allí surgieron los primeros abrazos, los primeros susurros, los primeros besos. Una noche fuimos al teatro Real, actuaba un quinteto de cámara; piano, viola, violonchelo violín y contrabajo. Solo tocaron temas de Shubert, a ninguno nos gustaba pero ella se empeño en ir... Aquella noche la acompañé hasta su casa. Ella me invitó a subir a su ático, y pasé la noche allí. Por la mañana, ella se levantó temprano; escuché el ruido del grifo de la ducha. Recién duchada se acercó a la cama y me susurró al oído: que me levantara cuando quisiera y al salir cerrara la puerta. Las gotas de su pelo mojado cayeron sobre mi cara. Yo me quedé recostado en la cama.
Me levanté una hora después. Me di una ducha. Fui a por una toalla y abrí un armario. Allí, debajo de las toallas y las sábanas, encontré un par de pistolas. Debajo una caja. La abrí y encontré cables, mechas, botes metálicos y un manual de bombas caseras. En la balda superior un bote con cloruro de potasa y otro de pólvora prensada. Debajo en la cajonera un montón de carpetas. Empecé a leer los documentos, todos ellos con el logotipo de la organización terrorista. Nerea era encargada de seguir a los próximos objetivos de los terroristas, de suministrarles material y de apoyarles después de atentar. Algunas veces dejaba de verla durante unos días, y ellas siempre me eludía los motivos . Creo que lloré; una, dos lágrimas. Dejé todo como estaba y me vestí corriendo.
Me fui a casa. Me senté en el sofá y puse la televisión. Cogí el mando y empecé a cambiar canales. Encendí un cigarro. Pegué dos caladas y lo apagué. Me fui hacia el teléfono. Llamé a la Policía. Les dije la dirección de Nerea y lo que había visto.
Dos semanas después, me llamaron al timbre. Abrí la puerta, dos policías de paisano se identificaron. Me detuvieron y me acusaron de pertenencia a banda armada; habían encontrado mis huellas en uno de los pisos francos de la organización.
Hoy sigo en la cárcel, en una pequeña celda, con una estrecha cama, un inodoro y un lavabo. Y recuerdo que un día bailé con Nerea. Y miro hacia el lavabo. Hay un grifo que gotea. Las gotas no dejan de caer. Al principio no me resultó del todo molesto, pero empieza a ser una tortura insoportable. El sonido de las gotas al caer me hace recordar. Cierro los ojos y escucho a Nerea susurrándome al oído. Imagino a Nerea con el pelo mojado. Abro los ojos y no veo a Nerea, ella no está. A ella la detuvieron una semana antes que a mí, leí la noticia en el periódico. Vuelvo a mirar el grifo, las gotas caer, y no entiendo por qué estoy aquí y no bailando con Nerea...-- Jony Arnáiz --