Clarisa
por Isabel Allende
Clarisa nació cuando aún no existía la luz
eléctrica en la ciudad, vio por televisión al
primer astronauta levitando sobre la
superficie de la luna y se murió de asombro
cuando llegó el Papa de visita y le salieron al
encuentro los homosexuales disfrazados de
monjas. Había pasado la infancia entre matas
de helechos y corredores alumbrados por
candiles de aceite. Los días transcurrían
lentos en aquella época. Clarisa nunca se
adaptó a los sobresaltos de los días de hoy,
siempre me pareció que estaba detenida en el
aire color sepia de un retrato de otro siglo.
Supongo que alguna vez tuvo cintura virginal,
porte gracioso y perfil de medallón, pero
cuando yo la conocí ya era una anciana algo
estrafalaria, con los hombros alzados como dos
suaves jorobas y su noble cabeza coronada por
un quiste sebáceo, como un huevo de paloma,
alrededor del cual ella enrollaba sus cabellos
blancos. Tenía una mirada traviesa y
profunda, capaz de penetrar la maldad más
recóndita y regresar intacta. En sus muchos
años de existencia alcanzó fama de santa y
después de su muerte muchos tienen su
fotografía en un altar doméstico, junto a otras
imágenes venerables, para pedirle ayuda en
las dificultades menores, a pesar de que su
prestigio de milagrera no está reconocido por
el Vaticano y con seguridad nunca lo estará,
porque los beneficios otorgados por ella son
de índole caprichosa: no cura ciegos como
Santa Lucía ni encuentra marido para las
solteras como San Antonio, pero dicen que
ayuda a soportar el malestar de la
embriaguez, los tropiezos de la conscripción y
el acecho de la soledad. Sus prodigios son
humildes e improbables, pero tan necesarios
como las aparatosas maravillas de los santos
de catedral.
La conocí en mi adolescencia, cuando yo
trabajaba como sirvienta en casa de La
Señora, una dama de la noche, como llamaba
Clarisa a las de ese oficio. Ya entonces era
casi puro espíritu, parecía siempre a punto de
despegar del suelo y salir volando por la