Capitulo 3

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Cuando don Ismael Carrera, el dueño dela aseguradora, pasó por su oficina y lepropuso que almorzaran juntos,Rigoberto pensó: «Una vez más va a
pedirme que dé marcha atrás». Porque aIsmael, como a todos sus colegas ysubordinados, le había sorprendidomucho su intempestivo anuncio de que
adelantaría tres años su retiro. Por quéjubilarse a los sesenta y dos, le decíantodos, cuando podía permanecer otros
tres más en esa gerencia que manejabacon el respeto unánime de los casitrescientos empleados de la firma.«En efecto, ¿por qué, por qué?»,pensó. Ni siquiera estaba muy claro para
él. Pero, eso sí, su determinación erainamovible. No daría un paso atrás,aunque, por jubilarse antes de cumplirlos sesenta y cinco, no se retiraría con elsueldo completo ni tendría derecho a
todas las indemnizaciones y gollerías delos que llegaban a pensionistas alalcanzar el límite de edad.Trató de animarse pensando en eltiempo libre de que dispondría. Pasarse
las horas en su pequeño espacio decivilización, defendido contra labarbarie, contemplando sus amadosgrabados, los libros de arte queatestaban su biblioteca, oyendo buenamúsica, el viaje anual a Europa conLucrecia en la primavera o el otoño,
asistiendo a festivales, ferias de arte,visitando museos, fundaciones, galerías,
volviendo a ver aquellos cuadros yesculturas más queridos y descubriendootros que incorporaría a su pinacoteca
secreta. Había hecho cálculos y él erabueno en matemáticas. Gastando demanera juiciosa y administrando con
prudencia su casi millón de dólares deahorros y su pensión, Lucrecia y éltendrían una vejez muy cómoda ypodrían dejar asegurado el futuro de
Fonchito.«Sí, sí», pensó, «una vejez larga,culta y feliz». ¿Por qué, entonces, apesar de ese promisorio futuro, sentía
tanto desasosiego? ¿Era EdilbertoTorres o melancolía anticipada? Sobretodo cuando, como ahora, pasaba la
vista por los retratos y diplomas quecolgaban de las paredes de su oficina,los libros alineados en dos estantes, suescritorio milimétricamente ordenado
con sus cuadernos de notas, lápices ylapiceros, calculadora, informes,computadora encendida y el aparato de
televisión siempre puesto en Bloombergcon las cotizaciones de las bolsas.

¿Cómo podía sentir nostalgia anticipadade todo esto? Lo único importante deesta oficina eran los retratos de Lucrecia
y de Fonchito —recién nacido, niño yadolescente— que se llevaría consigo eldía de la mudanza. Por lo demás, este
viejo edificio del jirón Carabaya, en elcentro de Lima, muy pronto dejaría deser la sede de la compañía de seguros.
El nuevo local, en San Isidro, a orillasdel Zanjón, estaba terminado. Esta feaconstrucción, en la que había trabajado
treinta años de su vida, probablementela demolerían.
Creyó que Ismael lo llevaría, comosiempre que lo invitaba a almorzar, alClub Nacional y que él, una vez más,sería incapaz de resistir la tentación deese enorme bistec apanado con tacu-tacuque llamaban «una sábana», y detomarse un par de copas de vino, con locual toda la tarde se sentiría abotargado,
con dispepsia y sin ánimos de trabajar.Para su sorpresa, apenas entraron al
Mercedes Benz en el garaje del edificio,su jefe ordenó al chofer: «A Miraflores,Narciso, a La Rosa Náutica».

Volviéndose a Rigoberto, explicó: «Noshará bien respirar un poco de aire demar y oír los chillidos de las gaviotas».

—Si crees que vas a sobornarme
con un almuerzo, estás loco, Ismael —loprevino él—. Me jubilo de todas maneras, aunque me pongas una pistolaen el pecho.

—No te la pondré —dijo Ismael,
con un ademán burlón—. Sé que eresterco como una mula. Y sé también quete arrepentirás, sintiéndote inútil yaburrido en tu casa, fregándole todo el
día la paciencia a Lucrecia.

Prontitovolverás a pedirme de rodillas que tereponga en la gerencia. Lo haré, claro.

Pero antes te haré sufrir un buen rato, telo advierto.
Trató de recordar desde cuándo
conocía a Ismael. Muchos años. Habíasido muy buen mozo de joven. Elegante,distinguido, sociable. Y, hasta que secasó con Clotilde, un seductor. Hacía
suspirar a solteras y casadas, a viejas yjóvenes. Ahora había perdido el pelo,tenía apenas unos mechones blancuzcos
en la calva, se había arrugado,
engordado y arrastraba los pies. Se lenotaba la dentadura postiza que le habíapuesto un dentista de Miami. Los años, ylos mellizos sobre todo, lo habían
arruinado físicamente. Se conocieron elprimer día que Rigoberto entró atrabajar a la compañía de seguros, al
departamento legal. ¡Treinta largosaños! Caracho, toda una vida. Recordóal padre de Ismael, don AlejandroCarrera, el fundador de la empresaRecio, incansable, un hombre difícil
pero íntegro cuya sola presencia poníaorden y contagiaba seguridad. Ismael letenía respeto, aunque nunca lo quiso.
Porque don Alejandro hizo trabajar a suhijo único, recién regresado deInglaterra, donde se había graduado enla Universidad de Londres en Economía
y hecho un año de práctica en la Lloyd’s,en todas las reparticiones de lacompañía, que ya comenzaba a serimportante. Ismael raspaba los cuarenta
y se sentía humillado por ese
entrenamiento que lo llevó, incluso, atener que clasificar la correspondencia,administrar la cantina, ocuparse de losmotores de la planta eléctrica, de la
vigilancia y limpieza del local. DonAlejandro podía ser algo despótico,pero Rigoberto lo recordaba conadmiración: un capitán de empresa.

Había hecho esta compañía de la nada,comenzando con un capital ínfimo ypréstamos que pagó al centavo. Pero, laverdad, Ismael había sido uncontinuador aventajado de la obra de su
padre. Era también incansable y sabíaejercer su don de mando cuando hacíafalta. En cambio, con los mellizos alfrente, la estirpe de los Carrera se iría al
tacho de la basura. Ninguno de los doshabía heredado las virtudesempresariales del padre y el abuelo.Cuando desapareciera Ismael, ¡pobrecompañía de seguros! Por suerte, él ya
no estaría de gerente para presenciar lacatástrofe. ¿Para qué lo había invitado a
almorzar su jefe si no era para hablarle
de su jubilación anticipada?
La Rosa Náutica estaba llena de
gente, muchos turistas que hablaban en
inglés y francés, y a don Ismael le
habían reservado una mesita junto a la
ventana. Tomaron un Campari viendo a
algunos tablistas corriendo olas
embutidos en sus buzos de goma. Era
una mañana de invierno gris, con
plomizas nubes bajas que ocultaban losacantilados y bandadas de gaviotas
lanzando chillidos. Una escuadrilla de
alcatraces planeaba flotando a ras del
mar. El acompasado rumor de las olas y
la resaca era agradable. «El invierno es
tristón en Lima, aunque mil veces
preferible al verano», pensó Rigoberto.
Pidió una corvina a la parrilla con una
ensalada y advirtió a su jefe que no
probaría ni una gota de vino; tenía
trabajo en la oficina y no quería pasarse
la tarde bostezando como un cocodrilo y
sintiéndose un sonámbulo. Le pareció
que Ismael, abstraído, ni siquiera lo oía.
¿Qué mosca le picaba?
—Tú y yo somos buenos amigos, ¿sío no? —le soltó su jefe de pronto, como
despertando.
—Supongo que sí, Ismael —repuso
Rigoberto—. Si es que entre un patrón y
su empleado puede haber de veras
amistad. Existe la lucha de clases, ya
sabes.
—Hemos tenido nuestros
encontrones, algunas veces —prosiguió
Ismael, muy serio—. Pero, mal que mal,
creo que nos hemos llevado bastante
bien estos treinta años. ¿No te parece?
—¿Todo este rodeo sentimental para
pedirme que no me jubile? —lo provocó
Rigoberto—. ¿Vas a decirme que si me
voy la compañía se hunde?Ismael no tenía ganas de bromear.
Contemplaba las conchitas a la
parmesana que acababan de traerle
como si pudieran estar envenenadas.
Movía la boca, haciendo sonar la
dentadura postiza. Había inquietud en
sus ojitos entrecerrados. ¿La próstata?
¿Un cáncer? ¿Qué le pasaba?
—Quiero pedirte un favor —
murmuró, en voz muy baja, sin mirarlo.
Cuando alzó los ojos, Rigoberto vio que
los tenía llenos de extravío—. Un favor,
no. Un gran favor, Rigoberto.
—Si puedo, claro que sí —asintió,
intrigado—. ¿Qué te pasa, Ismael? Vaya
cara que has puesto.—Que seas mi testigo —dijo Ismael,
ocultando de nuevo sus ojos en las
conchitas—. Me voy a casar.
El tenedor con el bocado de corvina
se quedó un momento en el aire y, por
fin, en vez de llevárselo a la boca,
Rigoberto lo regresó al plato. «¿Cuántos
años tiene?», pensaba. «No menos de
setenta y cinco o setenta y ocho, acaso
hasta ochenta». No sabía qué decir. La
sorpresa lo había enmudecido.
—Necesito dos testigos —añadió
Ismael, ahora mirándolo y algo más
dueño de sí mismo—. He pasado revista
a todos mis amigos y conocidos. Y he
llegado a la conclusión de que laspersonas más leales, en las que confío
más, son Narciso y tú. Mi chofer ha
aceptado. ¿Aceptas tú?
Incapaz todavía de articular palabra
ni de hacer una broma, Rigoberto sólo
atinó a asentir, moviendo la cabeza.
—Claro que sí, Ismael —balbuceó,
finalmente—. Pero, asegúrame que esto
va en serio, que no es tu primer síntoma
de demencia senil.

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⏰ Última actualización: May 16, 2019 ⏰

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