—No eres tú, son ellos —dijo Meg en el brunch a la mañana siguiente. Mi feliz-brunch-de- aniversario-por-no-ser-deseada, si quieres que sea más concreta. Me miraba con una preocupación enmascarada de manera sutil. —Suena a lo que le diría una persona a otra para cortar con ella —murmuré, aún sin entender por qué habíamos cambiado nuestra hora habitual del brunch a las once de la mañana por las nueve. ¿Quién tomaba el brunch a las nueve de la mañana un domingo? A esto no se le podía llamar brunch. Se le llamaba desayuno. Era como si estuviéramos haciendo trampas. Claro estaba que mi humor no ayudaba por el hecho de que, además de una depresión persistente por estar celebrando mis tres años a la deriva en el aparentemente sin fin reino de la soltería, había estado en casa sola, despierta hasta las tres de la madrugada, tiempo en el que me despaché seis Bacardi Limón con Sprite (vale, para ser sincera, fueron seis Bacardi Limón con hielo, con unas gotas de Sprite), me tiré de cabeza a la bandeja de los brownies que mi secretaria excesivamente eficiente, Molly, me había traído el viernes al trabajo y continué mi andanza fumándome una cajetilla entera de cigarrillos. Y ni siquiera fumo. Bueno, no con frecuencia. Fumo cuando bebo demasiado y siento lástima por mí misma. Fumo cuando estoy de mal humor. Y sí, sé que es un hábito desagradable, poco atractivo y que me estoy matando poco a poco. Soy consciente de ello. Pero tengo la situación bajo control. He hecho un trato con el destino. Cuando el destino me mande a un hombre al que no le asuste, dejaré de fumar (me aguantaré el mono). Mientras tanto, no veo el perjuicio de quitarle algunos años a mi vida. Y además, ¿qué mejor que un Bacardi con un Marlboro Light? Admitámoslo, me estoy agarrando a un clavo ardiendo. —¿Estuviste otra vez despierta bebiendo y fumando? —preguntó Meg, como si estuviera leyendo mi mente. Sus grandes y dulces ojos marrones estaban clavados en los míos. Respondí con una mirada de culpabilidad. —Quizá —dije—. Pero en mi defensa debo decir que también engullí media bandeja de brownies. Las tres, Meg, Jill y Emmie, me miraron. De acuerdo, para ser abogada, no estaba dando lo mejor de mí misma para presentar una buena excusa. —Está bien, está bien, me comí la bandeja entera —dije, levantando las manos fingiendo la entrega —. Ya podéis dispararme. Nunca se me han dado bien los aniversarios. Ni siquiera los felices. Odio la presión a la que me veo sometida. Con Peter, me volví loca pensando en qué le podría regalar en nuestro primer aniversario y terminé, poco convencida, comprándole la primera temporada de Seinfeld en deuvedé mientras que él me regaló una bonita agenda forrada en cuero que llevaba grabado «Sra. Harper Roberts». A Chris, el chico con el que salía antes de que apareciera Peter, le hice al horno una galleta gigante en forma de corazón en la que había escrito con trocitos de chocolate «Te quiero, Chris», pero se quemó el borde, el chocolate se derritió y se borró lo que había escrito y le acabé regalando lo que parecía un frisbi carbonizado con unas manchas de chocolate que formaban signos incomprensibles. ¿Veis?, soy un desastre con los aniversarios. Pero los malos aniversarios (como el de hoy) son especialmente horribles. De ahí lo de comer y beber en exceso y recaer en el ordinario hábito de fumar. —Nunca encontrarás a un hombre si te quedas sentada en tu terraza ahogando las penas, Harper —
proclamó Jill con un tono un tanto engreído, moviendo su lustrosa cabellera rubia (que se retocaba cada quince días en el salón de belleza de Louis Licari en la Quinta Avenida, por si os lo estabais preguntando) sobre los hombros. Ni siquiera intenté ocultar la mirada de odio que le estaba lanzando. Desde que se casó hace seis meses, de repente se había convertido en una persona segura de sí misma, demasiado segura, que daba consejos, como si el estado de casada la hubiera convertido de repente en una experta en todos los temas relacionados con el amor. Hasta ahora, había tenido que contenerme para no recordarle todas las citas a ciegas que tuvo antes de tropezarse con el diminuto doctor Alec Katz, quien le propuso matrimonio en menos de seis meses con un diamante del tamaño más o menos de una bola de discoteca. —Cariño, estás deprimida —me dijo Meg con dulzura al mismo tiempo que le lanzaba una mirada peligrosa a Jill—. Y hoy no es el día para machacarte. —Siempre se podía contar con ella para escuchar irrefutables y sabios consejos maternales. Algunas veces se me olvidaba que solo tenía treinta y cinco y no sesenta y cinco, una observación que intentaba no compartir con ella. Es más, algunas veces parecía una abuela preocupada, con su cabello oscuro corto (por ser más práctico) y con sus camisas con cuello color caqui. Y usaba delantal cuando cocinaba en casa, ¡por el amor de Dios! ¡Delantal! —Para ti es fácil decirlo —me quejé. Al fin y al cabo, también ella estaba casada. Malditas casadas. Van por ahí como si supieran de lo que están hablando. Hmm. Bueno. Quizá lo sepan. Era demasiado temprano como para ocuparse de esa posibilidad. Además, siempre parecía que Meg sabía de todo. Quizá fuera el momento de que empezara a escucharla. Al fin y al cabo, había tenido razón en casi todo durante los veintinueve años que la conocía. Lo que era una proeza (casi inusual) para cuatro mujeres de Manhattan a sus treinta y cinco años, Meg Myers, Jill Peters-Katz, Emmie Walters y yo, era seguir siendo amigas desde la primaria en Ohio y estar tan unidas como si fuéramos hermanas (aunque no siempre estuviéramos de acuerdo en todo). Meg y yo habíamos sido las mejores amigas desde el instante en que iniciamos primaria, cuando se sentó a mi lado y me dijo que tenía jarabe, tiritas y desinfectante para las heridas en la mochila, por si alguna vez me caía en el patio y me magullaba las rodillas. Veintinueve años después, seguía llevando las tiritas y el desinfectante, aunque el jarabe para niños había sido sustituido por las aspirinas. Siempre había sido la persona a la que acudía cuando tenía un problema; ya fuera la vez en la que Bobby Johnston me robó mi merienda en segundo (Meg le dio una charla muy amenazadora sobre el respeto que había que tener a las propiedades de los demás). O el día en el que mis padres me dijeron que se iban a divorciar, cuando tenía once años («No se van a divorciar de ti, Harper», me explicó pacientemente mientras yo le daba puñetazos a su almohada y berreaba). («Y ninguno de los dos te va a querer menos.») O cuando mi primer novio, Jack, me rompió el corazón dejándome por teléfono cuando tenía dieciocho años: «De ninguna manera te merece». Meg sorbió por la nariz mientras me ofrecía un pañuelo. Emmie apareció dos años más tarde, un torbellino rubio, alegre, lleno de energía, cuyos padres se acababan de mudar al este desde Los Ángeles. Llegó al colegio de primaria James Franklin Cash III a mediados de noviembre, muy bronceada y con un collar de conchas, y todos los chicos de tercero se enamoraron de ella en el acto. Un día, Meg la defendió cuando la gran Katie Kleegal intentó robarle la merienda, y desde entonces hemos estado las tres muy unidas. Jill Peters fue la última en incorporarse a nuestro pequeño grupo. Se mudó al final de la calle de Emmie el verano anterior a que empezara el instituto y, a pesar de ser un año más pequeña, era la única de nosotras que sabía ponerse la base de maquillaje, usaba sujetador y se había besado en la boca con un chico, lo que la hizo imprescindible de forma inmediata. —Las chicas en Connecticut, de donde vengo, le llevan mucha ventaja a las chicas de Ohio —afirmó con una expresión de aburrimiento que nos hizo sentir un poco avergonzadas por haber crecido en Ohio. Desde el día que la conocimos, había estado hablando sobre encontrar a don Perfecto, lo que nos