I. Golosinas y esperanzas

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Hace diez años

En el recreo de una escuela pública, todos los niños jugaban alegremente aprovechando los quince minutos que le dan de recreo. Si no estaban jugando con otros infantes, estaban sentados tranquilos comiendo el refrigerio que les preparaban sus madres. En todos se radiaba una inocente sonrisa, quizá en alguno era rabia al perder cierto juego, pero al rato volvía a reír. Sin embargo, en uno de ellos jamás parecía haber salido una sonrisa.

En un banco del patio, un niño solo vestía el pantalón negro del uniforme y una capucha azul marino que le tapaba hasta la punta de los dedos. Agachaba su cabeza en dirección al suelo para que la capucha tapara también su rostro. En su mente rondaban varios pensamientos de dolor, y recuerdos amargos de una familia rota que lo rompía a él también. Solo estaba esperando a que se termine lo que a cualquier niño no le gustaría que finalizara, el recreo. Más de una lágrima intentó deslizarse en su mejilla, ninguna lo logró.

«Eres un hombre y los hombres no deben llorar» se decía así mismo el niño en su mente para darse fuerza de alguna manera. Decidió ver el cielo sin dejar que se viera su rostro, levantándola con lentitud y apuntando hacia arriba sus oscuros ojos. Vio lo nublado que estaba, parecía que iba llover, el cielo iba llorar en su lugar.

Un tanto cerca del lugar había una mesa de refrigerio, al más puro estilo de día campo. Una niña con mucho entusiasmo se encontraba en aquella mesa a punto de averiguar qué le preparó su madre como refrigerio.

-Veamos -se dijo para sí la niña mientras abría su lonchera roja.

-Un pan de pasas, una manzana roja, una manzana verde, un refresco de manzana y de postre... -enfatizó la niña dejando lo que sería lo mejor de su refrigerio para el final- ¿Una paleta dulce? Ay, qué asco, esa cosa saca caries y es demasiado dulce. Pero ¿qué se cree mamá al enviarme algo como esto? Con una mordida ya me da dolor de barriga. Esto no se va a quedar así, mamá me va a escuchar -aseguraba la niña con un tono amenazante-. Aunque ¿qué hago con esta paleta? ¿la boto?

La niña empezó a girar su cabeza en todas direcciones mientras que sus coletas colgantes le seguían el ritmo, buscando un ¿basurero? Ni ella sabía que buscaba en realidad. Su mirada se fijó en aquel muchacho que miraba al cielo como un perfecto idiota, según el criterio de la niña.

Sin importarle lo raro e incluso algo intimidante que lucía aquel infante, la niña decidió acercarse a él. Guardó todo lo que contenía su refrigerio en su lonchera... excepto la paleta. Con la lonchera en su mano izquierda y la paleta en la derecha, la niña se encamina hacia el niño raro con solo un objetivo.

-Ten esta paleta dulce, yo no la quiero -señaló la niña poniendo la paleta dulce en frente de él. Su expresión notaba seriedad y un toque de soberbia.

El niño bajó su mirada hacia la paleta sin permitir que se le viera el rostro. En aquella golosina recordó que su padre nunca le daba dinero o un refrigerio para ir a la escuela y por ello nunca pudo probar el sabor de comidas aparte del desayuno y el almuerzo. Sin duda, los dulces estaban en esa lista y él quería comerse uno aunque eso fuese lo último que hiciera.

Con ambos brazos tapados bajo las mangas de su capucha, el niño tomó la paleta mientras que la niña la suelta.

-Gracias... -agradeció el niño susurrando con una voz quebrada.

La niña no respondió.

El niño en busca de saber el nombre su compañera para hacer más específico su agradecimiento, se fijó en el cartelito que tenía impregnado en su pecho, así como ella todos los niños debían tener ese cartel en sus pechos con sus nombres. El padre del niño decía que esa cosa era algo inservible y por ello el niño dejó usarla.

El cartelito decía: "Soy Esperanza".

-Esperanza -agregó el niño ya cuando la niña se había ido a comer su refrigerio.

El niño con emoción abrió el plástico protector de la golosina y empezó a comérselo con prisa. Jamás se habría imaginado que un alimento pudiera ser tan dulce como aquel que tenía en su boca.

Cada bocado le parecía un paso más cerca al paraíso, no le cayó la menor duda de que el último fue el mejor. Todo lo que quedó fue el palito de la paleta y como jugando salió un papelito que al parecer contenía un tierno mensaje.

«Tienes una sonrisa maravillosamente encantadora y hermosa, sonríe, a pesar de todo. Esperanza», leyó el niño en su mente y como si hubiera sido un mandado, el niño sonrió, apretando con fuerza entre sus manos el palillo que quedaba y aquel pedazo de aluminio.

Sonrisa que se borró al acercarse alguien más hacia el niño, junto con el sonar de la campana. Los demás niños se fueron en fuga hacia sus aulas.

-¿Qué hace el raro tan feliz? ¿eh? -replicó otro niño con altanería-. Algo malo ha de pasar, no lo permitiré.

Detrás del otro niño se acercan dos más con miradas intimidantes para el llamado por ellos "el raro".

-Lucas, déjame en paz, ya te he dicho que aún mi padre no trae su mercancía.

-No es eso, estúpido. Solo no me gusta verte feliz, eso alteraría el orden cósmico.

-Deja de decir estupideces.

-Entonces te las doy -sentenció Lucas-. Mark, Leonardo, agárrenlo mientras yo me relajo con él un rato.

Respondiendo a sus nombres, Mark y Leonardo lo agarran de los brazos mientras que Lucas se preparaba para "relajarse", golpeando al niño una y otra vez en el estómago sin tener posibilidad de defenderse. Se detienen apenas salen unas gotas de sangre en sus gritos de dolor, luego de seis palizas. Siguiendo el paso de los demás niños, los tres se van.

El niño quedó tendido en el suelo conteniendo una vez más sus ganas de llorar, mostrando sus brazos y su rostro y el porqué tanto los tapaba. Sus extremidades estaban llenas de cicatrices de cortaduras hechas a voluntad y su rostro estaba con varios moretones hechos por alguien más.

Nadie vendría a ayudarlo a siquiera pararse, él lo sabía. Pero también sabía que tenía una buena razón para levantarse, una Esperanza que llegó, aunque la perdió de vista. Él necesitaría volver a verla y no dejar de hacerlo nunca, y así recobrar la esperanza.

En aquel joven jamás se le olvidaría el rostro de aquella niña. Un rostro arrogante y seguro que podría definirse de cualquier forma menos en ternura, aunque la niña, al parecer, intentaba aparentar alguna clase de ternura en su vestir y en su peinado añinado de dos trenzas que le colgaban tras las orejas.

《Lo que para ti no fue más que darle lo que te sobra a un miserable desconocido, para mí fue el toque de dulzura justo que necesitaba y que estará ahí por siempre, no dejaré que se vaya》pensaba el niño aún postrado en el suelo, con el propósito de convencerse así mismo por qué debe levantarse, porque recién sentía una pequeña parte de lo que es estar vivo.

Desde entonces él jamás permitió que su mirada se le borrara de su memoria, nunca dejó de apreciarla. Si bien el estar en aulas diferentes lo complicó apenas un poco, el niño se encargó de poder observarla en cada momento, sin que ella pudiera siquiera imaginar que era observada.

Destruyendo Mi Mundo (editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora