Aquí me hallo yo, Concha, con la boca abierta y el corazón cegado de amor cuando observo a mi amado Dulcineo. ¡Qué tan hermoso y esplendoroso ser deleita mis cavidades visuales! Su perfecta imagen manda estímulos de lasciva pasión a mi lujurioso cerebro. O sea, que se me mojó la cuca, aquello parecía el Nilo.
Dulcineo se dio cuenta y, acercándose a mí con el sensual paso de un tigre me susurró: siempre quise ver el Nilo, gracias. Y entonces el Nilo se convirtió en el Océano Atlántico.
Mientras, mi glándula pituitaria y mis trompas de Eustaquio se estremecen de placer por el paso de su increíble rabo por mi nariz y por mis orejas, respectivamente. Bueno, respectivamente no. El genial Dulcineo posee tres rabos, dos de ellos en mí y un tercero cantando una canción que le da un toque fiestero a nuestro salseo. El rabo cantarín y yo alcanzamos el clímax, mi tímpano ha implosionado de tanto gozo. ¡Qué maravilloso es Dulcineo!