Capítulo I: Mahoutokoro

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No podía creerse que estuviera ahí. Volando sobre un petrel, sobre el mar, con el reflejo del sol en el agua iluminando su rostro.

Llevaba esperando aquel momento toda su vida. El primer día de clase, la primera vez que asistiera a la prestigiosa escuela Mahoutokoro, donde se enseñaba a los alumnos el arte de la magia. Desde que tenía memoria, había desarrollado sus habilidades en la alquimia día a día, y no podía esperar a aprender mucho, muchísimo más acerca de esa misteriosa ciencia.

A pesar de la emoción, un sentimiento de angustia inundaba su pecho. Era leve, apenas una sutil presión en el corazón, pero estaba ahí y Elsa sabía que permanecería durante mucho tiempo: había dejado a su madre, gravemente enferma, sola en el hospital.

Ella era la razón de que hubiera empezado a hacer alquimia, de que hubiera comenzado aquella incansable búsqueda de la piedra filosofal.

Una voz a su derecha interrumpió sus pensamientos.

—¡Eh! ¡Elsa! ¿Qué tal vas? ¡Esto es increíble!

Era su mejor amiga, Georgina. También iba montada sobre un petrel y tenía extendidos los brazos a ambos lados de su cuerpo, como si fuera ella la que estuviera agitando las alas.

—¡Y que lo digas! —respondió Elsa. Sin embargo, no estaba segura de que la joven la hubiese oído. El viento soplaba con intensidad, revolviéndole el cabello y levándose sus palabras.

Cerró los ojos y trató de disfrutar la travesía. Llevaría un par de horas llegar hasta la escuela, así que lo mejor sería tener los nervios controlados.




La despertó un dolor intenso en el brazo, como si estuviera quemándose. Soltando un grito de alarma, Elsa se tocó la piel y buscó el fuego, pero no encontró nada sobre ella.

—¡Despierta, que ya llegamos!

La voz de Georgina le hizo comprenderlo todo. Frunció el ceño.

—Ya estás haciendo esa magia peligrosa otra vez... ¡Te dije que no volvieras a usarla conmigo!

A modo de respuesta, su amiga soltó una alegre carcajada.

Georgina era capaz de formar vínculos, de conectar a las personas con otros seres, ya fueran inertes o tuvieran vida, de forma que pudiera controlar lo que les ocurría gracias a ese enlace.

Cuando Elsa se giró hacia ella para mirarla con odio, vio que tenía un lápiz calcinado en la mano. Estaba ya muy maltratado, como si lo hubiera utilizado muchas otras veces para el mismo fin.

Una imagen impresionante que surgió ante sus ojos la distrajo de su enfado. Ya estaban ante Mahoutokoro, una edificación enorme y majestuosa que descansaba sobre un alto monte. Su tejado, acabado en punta, estaba decorado por figuras de piedra que representaban criaturas sorprendentes; sus ventanas, rodeadas por un marco dorado que destellaba con el sol de la mañana.

—Es increíble —musitó Georgina, admirada. Elsa no podría estar más de acuerdo.

Un par de decenas de petreles llegaban también a la escuela. Sobre sus lomos, alumnos con expresiones extasiadas se preparaban para aterrizar sobre el jardín de entrada.

Aunque apenas estaba acabando el verano, sobre la verde hierba crecían hermosos cerezos en flor cuyo aroma inundaba el aire.

Cuando aterrizaron vieron que, justo ante la puerta de entrada, una mujer imponente los estaba aguardando. A pesar de su avanzada edad, delatada por el cabello plateado que reposaba, recogido en una trenza, sobre su hombro, caminaba con soltura, como si se deslizara sobre el suelo, como si bailara. Un kimono sencillo cubría su delgada y grácil figura.

—Bienvenidos —su voz fluía como si fuera el agua de un río, tranquila y grave—. Mi nombre es Kokoro, y soy la directora de esta academia. Pasad, iremos hasta el Gran Salón y os daré vuestras Piedras.

Sin comprobar si estaban siguiéndola, abrió las grandes puertas con un gesto de la mano, algo que provocó exclamaciones de asombro. Muchas personas no habían visto nunca la magia, se recordó Elsa.

No eran muchos, apenas veinte o treinta, así que entraron de forma organizada. Nada más traspasar el umbral, unos estantes de madera los esperaban, divididos en pequeños compartimentos, para guardar en ellos los zapatos. Una pequeña placa con su nombre les indicaba dónde debía hacerlo cada uno.

Un chico de aspecto desaliñado dudó antes de quitárselos.

—Lo siento —se disculpó. Un desagradable olor llegó hasta la nariz de Elsa y comprendió al instante por qué lo decía.

—¡Dios mío! ¿Qué tienes ahí dentro? ¿Una mofeta? —exclamó una chica, arrugando la nariz. Parecía la típica niña mimada que siempre ha vivido rodeada de comodidades, pensó Elsa.

Kokoro los esperaba, impaciente, en la mitad del pasillo. Al fin, todos estuvieron descalzos y acompañaron a la directora hasta el Gran Salón, una enorme sala cuyo centro estaba ocupado por una mesa baja, cuadrada. A su alrededor habían dispuestos cojines. Tras un momento de vacilación, los nuevos alumnos tomaron asiento.

—Bien. Colocad vuestras manos, abiertas, hacia arriba. Que os vea bien las palmas —ordenó Kokoro. Algo en su tono de voz, una autoridad implícita, le dijo a Elsa que no sería bueno desobedecerla.

De pronto, sobre la piel desnuda apareció una gran piedra, de color rosa. La chica miró hacia los lados y comprobó que todo el mundo tenía piedras iguales.

—Esta es la Piedra que os acompañará durante todo el curso —hubo algunas risitas, pero las acalló con un gesto de la mano. Elsa dio un codazo a Georgina, quien también se había reído—. A medida que vayáis aprendiendo, su color se volverá dorado. Espero que, al final del curso, todas ellas brillen con intensidad como si fueran oro. Sin embargo —alzó un dedo en señal de advertencia—, si incumplís alguna norma del colegio o, peor aún, el Estatuto del Secreto Mágico, se volverá blanca. Y, creedme, yo me enteraré si eso sucede.

Georgina y Elsa intercambiaron una mirada, inquietas. Se les daba demasiado bien meterse en problemas.

—Las chicas duermen juntas y separadas de los chicos, que también comparten habitación. La sala común de las chicas está en el último piso, en el ala izquierda; la de los chicos, en el ala derecha. Todas vuestras pertenencias os esperan junto a vuestras camas, pero pueden esperar. Tomaos el día de hoy para explorar los terrenos, para conoceros... Esta noche podréis acomodaros —abrió las puertas de la gran sala, invitándolos a salir—. Mañana por la mañana comenzarán las clases. Os veré entonces.

Dicho esto, se envolvió en su kimono y desapareció sin dejar rastro, como si nunca hubiera estado frente a ellos.

La piedra carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora