Muñeca

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Cerca de las cinco de la tarde llegó de su trabajo. Vivía sólo, rodeado de antiguas casas habitadas, en su mayoría, por personas mayores, ancianos amables. Llevaba poco tiempo viviendo en ella, era herencia de sus padres, de su padre que había muerto no mucho tiempo atrás..

Caminó raudo rumbo a su hogar. El frío calaba hondo mientras el cielo se oscurecía poco a poco, y las luces del alumbrado público se encendieron cuando no le faltaba más de cien metros para llegar a su hogar. El trabajo había sido agotador. La monotonía de la oficina, el ir y venir de los clientes, incluso fotocopiar o teclear eran un suplicio, un ininterrumpido caminar en círculos, sin salida.

Pero ya estaba en su casa, rodeado de las antiguas cosas que su padre había coleccionado. Eso era su padre, por encima de su título de filosofía que ostentaba con orgullo, él era un coleccionista. Gustaba de lo antiguo, lo olvidado, lo histórico. Y su gran casa era un reflejo de su pasión.

Al insertar la llave en la cerradura, la noche ya había caído, un solitario perro dio un solitario ladrido y el chirrido de la puerta le saludó y le convido a entrar. Debía de hacer algo con ello, quizás el fin de semana, pensó. Ya era jueves. La casa se iluminó, mostrando el pequeño pasillo repleto de cajas de cartón apiladas. Aún no terminaba de guardar las cosas de su padre. Dentro de un mes debía de dejar la casa, desocuparla, dejar todos los tesoros de su padre en cajas dentro de un depósito, para vender el inmueble. No podía pagarla, no si quería pagar su departamento.

Se desparramó en el sofá y encendió la televisión. Paseó la vista por lo que aún quedaba en la sala, por los pocos muebles que no habían terminado en el depósito o vendidos en la venta que había hecho unas pocas semanas atrás. No era muy sentimental, no con las cosas materiales, pero ciertas cosas eran tesoros y de estos no se desharía. No quedaba mucho más, no más que los muebles indispensables, y unas cuantas cajas amontonados por las habitaciones, su cama, el televisor, una pequeña mesa para comer, el sofá que viajaría directo a su departamento; la cocina y el refrigerador. Y el reloj, ese que sonaba a cada hora, con unas campanadas roncas y un sonoro tic tac que nunca descansaba. Colgaba tras el televisor, moviendo sonoramente sus manecillas, esperando a la próxima hora para golpear su plateada campana. Ese también iría a su departamento.

Bostezó. Había sido un día largo y tedioso. Se quitó los zapatos y subió los pies al sofá. Todo estaba oscuro y sólo el televisor proyectaba sombras contra las paredes de un tono hueso. Pasaban una antigua película de acción, o una serie. No pudo asegurarse de ello ya que, producto del cansancio y la oscuridad reinante, se durmió.

Despertó extrañado. Creyó haber escuchado algo, o visto algo, pero probablemente era la televisión, aunque no estaba seguro. Había despertado alerta, como un animal acechado por un depredador. Sin embargo, no había nada más que él, el sofá, el reloj y el televisor en que un presentador entrevista a algún político o empresario famoso.

Se desperezó y se acercó al interruptor que encendía la luz. El reloj ya anunciaba las doce menos diez, y al día siguiente debía de trabajar, ocho treinta de la mañana, debía dormir. De entre los pliegues del sofá cogió el control remoto del televisor, lo apagó y salió hacia el pasillo que conectaba con la cocina, uno de los baños, una habitación que hacía de escritorio, otra que hacía de una especie de bodega y las escaleras que bajaban al sótano. Otro pasillo recorría los cuatro dormitorios, un par de baños más, la sala de estar y otra de juegos, y una pequeña habitación donde su padre guardaba los útiles de aseo. La casa era muy amplia, y por ello su desorbitado valor. Tenía un aspecto antiguo y sobrio, majestuoso, sin embargo su padre la había modificado con el paso de los años. Había añadido un clóset en cada una de las habitaciones y había sustituido el suelo de cerámica por una madera hermosa, brillante, a excepción de las habitaciones donde el alfombrado era el protagonista. Entre ambos pasillos formaban una especie de L, conectándose así por la gran sala de estar. Salió al pasillo, donde las cajas que le habían dado la bienvenida aún continuaban ahí, inalterables, y dio unos cuantos pasos hacia su habitación, la primera tras la sala de estar. Un fuerte ruido le hizo voltearse, un golpe seco en la robusta puerta que daba al exterior. Sólo un golpe, pero tan fuerte que le había hecho dar un salto. Se deslizó hacia la entrada de la casa y encendió la luz del exterior. Por las pequeñas ventanas del costado de la puerta, no más amplias que su propio rostro y que se distribuían por todo un lateral de la puerta, vio hacia el exterior. No había nada. Abrió. El frío le golpeó sin ninguna consideración. Tembló y se abrazó a sí mismo, tratando de protegerse del clima. Fuera era todo oscuridad, salvo el alumbrado público que bañaba la calle y las veredas con una luz fría y mortecina. Vio alrededor, buscando la fuente del golpe. Nada... salvo una caja de madera, muy grande, oscura y perfecta; reposando sobre la entrada a su hogar, a pocos centímetros de sus descalzos pies, esperando. Se inclinó. Calle Dieciocho número veinte, rezaba en la dirección. Victor Marcel, su padre. Japón, el origen. La arrastró adentro y cerró la puerta. El frío pareció permanecer más de la cuenta dentro, mientras deslizaba la gran hoja de madera. Dentro había millones de pequeñas esferas blancas protegiendo y ocultando algo. Sumergió una mano en las esferas, y palpó algo frío, liso, y más abajo tela, suave. Lo levantó, era pesado y grande. Se ayudó con la otra mano, extrayendo de las entrañas de las esferas blancas la última adquisición de su padre, enviado directamente desde Japón. Una muñeca.

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⏰ Última actualización: Mar 22, 2017 ⏰

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