Anónimo©

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Miro la hoja de papel, ¿qué debería hacer en estos casos? Millones de cartas como estas habían aparecido sin motivo aparente en mi taquilla. Todas firmadas con “anónimo” en una espléndida caligrafía –ni yo escribía tan bien–. Cada carta era diferente, pero siempre estaban perfumadas con colonia de chico. Parecía más desodorante que otra cosa, pero le dejo a Anónimo el beneficio de la duda. No le he dicho a nadie sobre este… ¿cómo llamarlo? ¿Incidente? No, es algo que me hace sentir bien, no es nada malo. ¿Suceso? El caso es que nadie lo sabe. Solo yo, bueno… y mi perro Tom. Se queda siempre a escuchar mis lecturas.

Anónimo hace que sonría sin motivo, pareciese como si solo escribiese para ese fin. La carta que tengo entre mis manos relata una anécdota de su infancia. Anónimo me la quiso contar porque quería tener un secreto conmigo –o eso es lo que pone al principio de la carta–. Esta clase de detalles son muy bonitos y los valoro mucho, pero… ¿quién es? Es decir, quiero ver quién es esta persona que se abre ante mí. Me cuenta sus sentimientos sin tapujos ni vergüenzas. ¡Y qué manera de escribir!

Recuerdo una vez, me explicaba el por qué de las cartas. Se había enamorado de mí. En ella numeraba las cualidades que, según él, eran perfectas en mí. No sé, intuyo que no soy la destinataria de las cartas románticas y perfumadas. Aunque mi nombre aparece en muchas partes. Luz por aquí, Luz por allá. ¿Había más chicas llamadas Luz en el instituto? Pensé en esa posibilidad la semana pasada, pero la deseché enseguida.

Tom me mira con cara de alegría. Su lengua colgando por un lado de su boca me hace sonreír y acariciarle la cabeza. Es raro que esté tan tranquilo, siempre ladra o corretea por toda la casa. ¿Cuál es el motivo de su repentina calma? ¡Qué más da! ¡Me estoy yendo por las ramas y quiero averiguar el paradero de Anónimo!

Anónimo es muy bueno describiendo cosas, ¿podría estar en alguna clase especial de lengua y literatura? ¿O le gustarían más las matemáticas? ¡Qué dolor de cabeza! Miro su caligrafía, intentando averiguar algo a través de ella. ¡Ja! Caso perdido, eso es lo que soy. Un caso perdido. Anónimo, ¿quién eres? Leo una frase que hace que esboce la sonrisa más grande del día: “cuando veo tu cara de pensar, me entran ganas de resolverte todo”. ¿Qué clase de proposición es esa? Yo, al menos, no lo veo muy romántico. “Tu risa es música para mí y mi corazón no se atreve a contradecirme”. Eso sí es bonito. Lo escribió en la tercera carta. No es como si las contase, que lo hago, pero es solo porque… sí. No estoy obsesionada con él ni nada por el estilo. ¡No!

Cojo otra carta, es la primera. Donde relata el motivo de por qué escribe estas bonitas palabras para mí. “Eres la mejor persona que he conocido”, “Si en algún momento estás triste, lucharé por sacarte la mejor sonrisa”, “No cambies, por favor, sigue siendo tú y nadie más que tú”. La última frase me ha hecho pensar durante un tiempo. Parece una súplica, no quiere que cambie… ¿alguien le habría decepcionado? ¿Me conoce de algo? Quiero decir… ¿somos amigos? ¿Hemos hablado alguna vez? Quiero saberlo. “No sabes las ganas que tengo de abrazarte en estos momentos”. Era lo más bonito que me han hecho nunca.

Mucha gente lo cataloga de cursi. No lo es, es muy bonito. Siempre y cuando sea algo inocente y sin segundas. Volviendo a Anónimo, tengo tres posibles sospechosos. Si así se les puede llamar. Uno es mi mejor amigo –pienso en él porque en algunas cartas, están plasmadas situaciones vividas con él–, mi compañero de pupitre –me ve suspirar en clase, como dice Anónimo– y por último ese chico que se sienta al final de la clase. ¿Cómo se llama? No lo sé, nunca presto mucha atención cuando los profesores pasan lista. Él tampoco es que hable con alguien, siempre llega, se sienta y se queda así hasta que es la hora de irse a casa. Parece misterioso, mira a todo el mundo como si pudiese leerles el pensamiento. ¡Qué mal rollo! Aunque varias de clases están coladitas por él.

Con cansancio cojo una carta más, no recuerdo muy bien si es la novena o la décima. Pero alguna de las dos es, seguro. Leo por encima sus palabras: “¡Hoy te he pillado mirándome y no sabes la felicidad que he sentido!”. Frunzo el ceño. ¿Me ha pillado mirándole? Y entonces todo cobra sentido. Esa H que solo sabe hacer él, esa manera de darle vueltas y vueltas a las cosas, esa graciosa circunferencia que hace encima de las íes. Abro los ojos con sorpresa, mirando la carta como cerciorándome de no estar completamente loca. Había descubierto al responsable de mi desesperación por ver si había una nueva carta en mi taquilla.

Había descubierto a Anónimo –ya no tan anónimo–. Había tardado demasiado, las pistas estaban ahí. Él quería que yo supiese que es él. ¡He sido tan ciega! ¿Cómo no he podido darme cuenta antes? Una sonrisa de dimensiones kilométricas se dibuja en mi cara, causa de mi infinita alegría por haber encontrado a Anónimo, por saber que es él y porque a partir de hoy seré yo quien le escriba cositas románticas en una carta perfumada.

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