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   Pasando la pequeña ciudad de Tomás de Garambullo se extienden unas montañas nubladas y de poca altura que los viajeros cuentan que adquieren formas curiosas en la penumbra del crepúsculo. Los pequeños árboles y matorrales se yerguen selváticos en la zona, formando parches de un verde oscuro en un lienzo marrón, habiendo suelos mohosos y suaves que nunca han visto la luz del sol por lo frondosa de su vegetación en donde sus árboles se tuercen en formas fantásticas. Algunas aldeas y villas de campesinos se han formado alrededor de estos lugares, ninguna con una población mayor a los cien habitantes, muchas de ellas han sido abandonadas, dejando ruinas pequeñas en los caminos, casuchas en proceso de destrucción a las que el tiempo no perdona y que han quedado como recordatorios de los humanos que alguna vez pisaron ese lugar. Muy al norte, en un valle rodeado por colinas rocosas provistas de oscuras y estrechas cañadas, se edificó hace ya muchos años una casa solariega de una familia acaudalada, una mansión alejada de las villas que albergó a toda una dinastía de orgullosas personas, afectas a la meditación taciturna y a las extravagancias. El noble hogar, de estilo barroco, había visto nacer y morir a doce generaciones y el último miembro de esa familia regresaba a sus raíces.

   Pablo Landrum, profesor de biología en la Universidad de Querétaro, estacionó su automóvil en la ladera del valle. Caminó el resto del tramo y comprendió porqué los viajeros se maravillaban con las formas de las colinas, algunas parecían adquirir la silueta de rostros, un fenómeno entendible en personas supersticiosas y curiosas que a un hombre serio como él no impresionaba demasiado. A pesar de ser verano, el cielo se mostraba cerrado, negruzco y amenazador de tormenta y el aire soplaba frío. Después de caminar unos minutos la vio: la imponente mansión barroca de sus antepasados, con los muros adornados por columnas y superficies onduladas, varias estatuas empotradas en reducidos espacios y fachadas opulentamente ornamentadas, pese a sus cualidades, el edificio le resultó más pequeño de lo que recordaba, como si en sus memorias de infante, la casa se extendiera por kilómetros y contara con tantos pisos que parecía una torre de ensueño. Los años habían hecho mella en su arquitectura y algunas columnas empezaban a cuartearse, muchas ventanas estaban rotas y varias puertas desvencijadas. El último propietario y habitante de la mansión había sido su único tío, Esteban, quien había enviudado muy joven y a quien el destino le había negado la dicha de ser padre. Pablo recordaba a su tío, como un hombre amable, atento y sumamente melancólico, la noticia de su muerte había provocado en Pablo un pesar curioso que había despertado una añoranza por sus raíces, nostalgia por su pasado y sus recuerdos. Así, cuando el notario y albacea de su tío le llamó, indicando que las posesiones debían ser recogidas en la mansión, Pablo no puso objeción alguna e inmediatamente pidió unos días libres en la universidad.

   Al entrar a la casa solariega, el hombre notó que ese lugar había perdido mucho del encanto que él recordaba cuando niño. Los muebles, anticuados y vetustos colectaban tanto polvo que cualquiera pensaría que la casa había estado abandonada durante décadas. Entonces fue cuando Pablo se sintió culpable por haber perdido contacto con su tío, él era su único sobrino y familiar vivo, después de la muerte de sus padres, en cinco años, tan solo habían intercambiado un par de llamadas y algunas cartas, una sola visita en ese periodo y después ninguna interacción verdadera. Pablo se preguntaba si su viejo tío había sufrido mucho en sus últimos días, si alguna compañía habría aminorado el dolor y la amargura, si al menos parte de los empleados habrían permanecido hasta el final con su patrón. No habría respuesta para ello.

   El hombre subió las escaleras principales y en el rellano se detuvo a contemplar el escudo de armas de su casa, el cual a pesar de los años, continuaba lustroso, brillante, extrañamente preservado e íntegro. Una franja diagonal de azur con tres estrellas sobre un campo de plata se mostraba orgullosa, como un digno testimonio de lo orgullosa y grande que su dinastía había sido al principio. Irlandeses que habían migrado a Texas y luego, una rama secundaria que se había instalado en México en aquellas tierras a principios del siglo XX. Pablo se acercó mucho al escudo y notó que el metal lucía extrañamente bruñido, como si alguien lo hubiese pulido justo el día anterior, aquel detalle le inspiró un orgullo por sus raíces y le hizo recordar lo mucho que su tío se enorgullecía de su origen. Lamentablemente, Pablo era el último de esos Landrum, el único hombre que tenía esa sangre corriendo por sus venas y bien sabía que cuando él muriera, aquel escudo moriría también, enterrado en las criptas y tumbas de sus hombres y mujeres, colapsado por el peso de la historia y la modernidad, condenado al olvido. El hombre subió el resto de las escaleras y recordó el camino hasta su antigua habitación, se quedó parado en el umbral, viendo la cuna que había usado en sus primeros años. Salió de la habitación y llegó hasta la recámara principal, aquella que seguramente ocupara su tío. Una amplia cama con dosel y colchas satinadas se hallaba en medio de la pieza, justo frente a ella un ventanal daba vista al valle y a las colinas retorcidas y mohosas del lugar.

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