Cómo corregir a un alumno rebelde.

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Llevaba dos años como docente y ya me habían dado mi primera jefatura. Eso significaba que tendría a cargo un grupo y los vería por más horas que el resto de los demás profesores. El grupo de adolescentes a mi cargo tenía edades que fluctuaban entre los 16 y 17 años, y, generalmente, se caracterizaba por ser un grupo tranquilo y de buenas calificaciones.

Los primeros meses fueron excelentes. Me habían subido el sueldo y todo iba de maravilla. Pero luego fue decayendo todo. Le descubrieron cáncer a mi abuela, y fue como si me hubiesen pateado el alma. Ella era como mi madre, había estado en los momentos más importantes de mi vida, y, hasta ese momento, había gozado de una salud envidiable. Todo se me desestabilizó. De pronto tenía que estar corriendo de un lado a otro, ocupándome de mi casa, mis alumnos, mis clases y mi abuela. Intentaba ayudar en todo lo que podía, y poco a poco el dinero se me fue haciendo escaso.

Sentí un enorme peso en los hombros, ya que ninguno de mis tíos fue de mucha ayuda, teniendo que cargar yo con la mayoría de las responsabilidades. Y, para quienes no sepan, ser profesor es un trabajo extremadamente demandante. Las horas de trabajo en el colegio no son suficiente para revisar exámenes, tareas, informes, y planear las clases. De pronto ya no encontraba tiempo para nada, llegando a sufrir crisis de pánico. Me ofrecieron tomarme algunos días para descansar, pero no quise aceptarlos. Estar solo con mis pensamientos era infinitamente peor que estar con mis chicos en el colegio.

Pero fue en ese momento en que llegó Rocco, la pesadilla que me mantendría en el límite del colapso. Había sido transferido de un establecimiento de otra ciudad por motivos de fuerza mayor, por lo que el colegio lo tuvo que admitir a pesar de estar cerca de cerrar el primer semestre. Era un chico regordete, de rostro duro y mirada grosera. Era casi de mi porte (1.80mts), ojos grises, mandíbula firme, labios rosados y gruesos, y con unos tiernos hoyuelos en sus mejillas. Su piel era de un blanco lechoso, que resaltaba con el color violeta de su cabello y cejas. Una expansión violentaba su oreja derecha, y un pequeño arete decoraba su nariz.

Creo que todos en el salón quedamos sorprendidos al verlo entrar. Muchos, incluso, lo miraban con terror. Lo hice presentarse ante todos y de mala gana lo hizo.

-Hola a todos. Soy Rocco Barnet, tengo 17 años y fin. Espero que seamos muy amigos –expresó con absoluta seriedad y con la voz cargada de sarcasmo.

Nadie hizo el menor comentario, y varios rehuyeron de su mirada.

-Gracias, Rocco. Puedes tomar asiento –dije todavía un poco perturbado.

Se sentó al final del salón, en el último pupitre al lado de la ventana. Se colocó los audífonos y se puso la capucha. Me levanté para dar las instrucciones de lo que haríamos ese día y tuve que pedirle que me colocara atención. De mala gana lo hizo. Fue así que comenzaron los roces durante todo el periodo.

-Rocco, sé que eres nuevo y, quizás, te cueste acostumbrarte –le decía-. Pero, en mi opinión, esa no es razón para que te comportes de forma maleducada.

-Bueno, cuando me importe su opinión hablamos –dijo. Conté hasta cien mil para no salirme de mis casillas y opté por no hacer una escena.

-Te quedarás aquí cuando suene el timbre. Tendremos una charla.

-¿Y si no quiero? –preguntó con chulería. Creo que le gustaba ser el chico malo, porque disfrutaba viendo las caras de asombros de los demás chicos.

-Pues tendrás una agradable conversación con el director y tu padre –respondí. Su rostro se contorsionó cuando nombré a su padre. Bingo, había encontrado su kriptonita.

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