Carta de una desconocida

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Primer tiempo
Tras unas breves vacaciones en la montaña, R., el famoso novelista, llegó a Viena a primera hora de la mañana, compró un periódico en la estación y, al fijarse en la fecha, recordó que era su cumpleaños. "¡Cuarenta y uno!" —pensó súbitamente. No era feliz ni desgraciado al comprobarlo. Tomó un taxi y, tarareando, ojeó el periódico mientras se dirigía a su casa.

El criado le informó de las visitas y las llamadas telefónicas recibidas en su ausencia. Un montón de cartas lo esperaba encima de una bandeja. Mirándolo con indiferencia, abrió una o dos, interesado por sus remitentes; pero dejó a un lado, por el momento, un abultado sobre escrito con letra desconocida para él.

Cómodamente instalado en el sillón, bebió su té matinal, finalizó la lectura del periódico y leyó unas cuantas circulares. Después, encendiendo un cigarro, cogió de nuevo la última carta, la que había dejado para el final.

Más que una carta ordinaria era un manuscrito integrado por dos docenas de cuartillas, de letra apretada y desconocida, escritas con rapidez por mano femenina. Instintivamente, examinó de nuevo el sobre por si venía en él una nota aclaratoria. Pero no la había; como no había, en este ni en el largo texto, firma o dirección del remitente. "Extraño" —pensó, y se dispuso a leer el manuscrito. Las primeras palabras decían, a manera de encabezamiento: "A ti, que nunca me has conocido". Estaba perplejo. ¿Iba aquello dirigido a él personalmente o a un ser imaginario? Con suma curiosidad reanudó la lectura:

Mi hijo murió ayer. Durante tres días y tres noches estuve luchando con la muerte, tratando de salvar su frágil vida. Durante cuarenta horas consecutivas, mientras la fiebre abrasaba su pobre cuerpo, lo velé al pie de su cama poniéndole compresas frías sobre la frente; día y noche, noche y día. Sostuve sus manitas inquietas. La tercera noche mis fuerzas se quebraron. Se me cerraron los ojos sin darme cuenta y debí dormir tres o cuatro horas en aquella dura silla. Mientras tanto, me lo arrebató la muerte. Y ahí yace mi pobre, mi querido pequeño, en su estrecha cama, tal como murió. Solo sus ojos, sus inteligentes ojos oscuros, han sido cerrados; sus manos están cruzadas sobre el pecho, sobre su blanca camisa. Arden cuatro cirios, uno en cada esquina de la cama.

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