El efecto Coriolis

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El colectivo está medio lleno

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El colectivo está medio lleno. Hace algo de ruido y se ve que hoy no han limpiado. Encima hace frío. Busco un sitio lejano a las corrientes de aire, me siento cómodamente, me calo mi gorro y me siento cómodamente a ver una película que descargué en mi tablet de 8 pulgadas. Es una tablet que lleva conmigo 4 años, le he cambiado yo mismo la batería, le tuve que poner una pantalla nueva, pero funciona como el primer día. La película para este viaje es un clásico: Passengers, del año 2016, historia de CF con tintes románticos. Buena para pasar el rato.

La conexión del vagón funciona, como casi toda la red del transporte colectivo, incluído el subterráneo, no es que vaya muy rápida, pero te ofrecen tus buenos 8 Mb, el equivalente a un Adsl decente del remoto pasado, cuando la gente se conectaba por vía teléfonica, por medio de los cables de cobre. Dicho así suena de lo más retro. Mi tiempo de viaje según mi pulsera, conectada al sistema de transportes es de 47 minutos. Ok. Suficiente para meterme en la película. Intentaré no dormirme. Son las 4 AM. Con esto termino un turno de 4 días de noche. Estoy destrozado. Pero lo consigo, no me duermo y me meto en la película. Enfrente mía hay un tipo con implantes, lleva un visor de hace dos años y tiene la mirada absorta mientras sus gafas de RV proyectan en sus nervios ópticos vete tú a saber qué. También se puede ver que el cuello y las manos están tatuados con nanochips de control, de vez en cuando hace un gesto con la mano, espantando la publicidad invasiva que tienen que sufrir para costearse la cirugía.

Mi pulsera vibra, "Aviso de llegada, siguiente parada". Guardo la Tablet, y desde la pulsera abro un podcast con las noticias del día de ayer. Antes de que se abran las puertas de mi vagón emito un largo y sonoro bostezo. Diantres, estoy realmente cansa-do. Vaya que sí.

Salgo al exterior, por un momento no recuerdo haber salido del vagón. Son los efectos del sueño y del turno de noche, lagunas de memoria, modo zombie en el que hago cosas sin pensar.

Las calles bullen con la actividad propia de un mundo automatizado por máquinas que se ocupan de la limpieza, los insectos, así les llamamos a los Robots de limpieza del Ayuntamiento, controlados por un aburrido operario desde una cabina. Cuando terminan la limpieza vuelven al vehículo de carga, sueltan la mugre, cargan sus baterías y continúan. En una ciudad que funciona las 24 horas, siempre verás poca gente por la calle, pero eso sí de manera constante en cualquier momento del día o de la noche. Hacemos nuestras compras online, y los vehículos de reparto dejan nuestros pedidos en los elevadores privados que dejan la mercancía en nuestra casa.

Los drones de la policía con el agudo zumbido de sus turbinas casi ni los oímos. Ya ni siquiera los policías patrullan las calles, sólo máquinas con cámaras, software de alerta, y operarios que revisan las alertas que el software emite.

Me aburro de las noticias y le digo a Google Asistant que ponga mi playlist favorita. Los auriculares zumban con suave R&B mientras pienso en la ducha que me voy a dar.

Al entrar en casa me recibe mi gato Endymion, ronronea de felicidad y me saluda con la clásica indiferencia felina que interpreto como un gesto de amor. Ni siquiera me pide comida, la comida se la da un dispensador automático que llena su plato. Me quito los zapatos conforme avanzo por el pasillo, dejo caer mi abrigo y me tiro de cara a la cama, un colchón en el suelo de mi dormitorio, porque comprar una cama completa siempre me ha parecido una pérdida de dinero. Y me duermo.

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⏰ Última actualización: Apr 18, 2017 ⏰

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