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La sonriente perla de los cielos, reina indiscutible del firmamento, hacía ya tiempo que se elevaba en las alturas, pero sus plateados dedos eran incapaces de traspasar la barrera de monstruosas nubes negras para bañar con su suave luz las tierras invadidas por las sombras.

La ciudad se encontraba sumergida en un mar de penumbras y oscuridad, que solo pequeños faroles de luz mágica podían romper, y un viento gélido soplaba a través de los pequeños edificios, cuyas oscuras siluetas se recortaban en la noche. Las calles únicamente eran transitadas por las personas que se dirigían a las tabernas y burdeles, que abrían sus puertas.

Una de estas personas, que cruzaba la calle principal, destacaba sobre las demás por estar cubierta por una capucha, que impedía ver de quien se trataba. Sus pasos rápidos y precavidos, su mirada, que iba de un lado a otro para asegurarse de que nadie le observaba, sus movimientos nerviosos y su cabeza gacha indicaban su miedo a ser reconocido.

De repente un fantasmagórico relámpago, que rasgó la tupida oscuridad de la noche, iluminó sus jóvenes rasgos, volviéndolo más misterioso, y, acto seguido, un trueno, que parecía querer hacer añicos todos los cristales y desgarrar el suelo y los edificios, rugió rompiendo el silencio de la noche.

Al instante, llamados a la batalla por el trueno, los miles de soldados de las nubes se precipitaron, desde sus puestos de combate, a la tierra, cayendo sobre la ciudad con la fuerza de titanes. Pronto los tejados y canalones se convirtieron en cascadas, las calles en ríos caudalosos, las plazas en lagos pantanosos y, en definitiva, toda la ciudad acabó, en pocos minutos, convirtiéndose en una especie de mar tormentoso.

Nuestro extraño personaje, sin embargo, seguía con su rápido caminar, arrebujándose aún más en su negra capucha. Sus lujosos y ligeros zapatos, con cordones de oro y herretes de plata, no tardaron en encontrarse empapados y sus pies, cubiertos por calcetines de fina seda blanca, en congelarse. Las manos las tenía cruzadas por delante de su elegante abrigo de piel, que estaba relleno de plumas, y se frotaba los brazos para aumentar su calor.

Sus pasos se dirigían sin pausa hacia el gigantesco palacio de “La Dama Verde”, matriarca de la familia Hernández, que tenía el control de la Ciudad de Jade. Las altas torres del palacio se veían difuminadas en lo alto de la colina, que estaba al norte de la ciudad, como fieros gigantes y la muralla, que lo separaba del resto de la ciudad, se veía como una enorme sombra.

Ni la fuerte lluvia ni el viento conseguían detener su avance entre los pequeños edificios de tres pisos, construidos con las piedras verdes que se extraían de la cantera de la montaña de Yadra, en los que vivían los propios mineros. En algunos de los bajos se ubicaban los talleres de los artesanos y repartidos entre los edificios se encontraban las tabernas y burdeles de dos plantas, de los que ya salía una gran algarabía.

Iba tan pendiente de llegar a su objetivo lo antes posible que, al llegar a un cruce de calles, no vio al chico que se aproximaba a él a toda velocidad, con un trozo de pan bien sujeto entre las manos y huyendo de un hombre que no paraba de gritar << ¡Al ladrón! ¡Detengan al ladrón! >>. Justo cuando se colocó debajo de uno de los faroles de luz, el chico se estrelló contra él y los dos cayeron en mitad de la calle anegada por las aguas.

Con un enorme chapoteo, nuestro misterioso personaje acabó empapado de los pies a la cabeza y la capucha se le echó hacia atrás, descubriendo su rostro. Sus rubios cabellos, dorados como el sol, se extendieron hasta sus hombros como una cascada, cubriendo su fino y delicado cuello. Sus ojos azules brillaron con intensidad en mitad de la noche. Tenía la nariz ligeramente redondeada y unos labios rosados, que enmarcaban una dentadura perfecta y luminosa, que podría rivalizar con la luna.

El chico contra el que se había estrellado no tendría más de dieciséis años. Tenía el pelo corto de color castaño completamente mojado y el agua caía de sus puntas como cascadas tormentosas. Sus esmeraldinos ojos estaban apagados y en ellos se podía leer una vida de sufrimiento y dolor. Sus labios estaban resquebrajados por el frío y la nariz la tenía completamente roja. Su atuendo solo consistía en una camisa desgarrada por la cintura, unos pantalones llenos de agujeros y unos pequeños zapatos con las suelas destrozadas.

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⏰ Última actualización: Oct 02, 2016 ⏰

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