Ella lloraba y él la miraba sorprendido. Uno delante del otro, observándose. Pero lo que sus ojos reflejaban era muy distinto. Ella ya no le tenía miedo, se sentía poderosa y las lágrimas solo eran un anticipo de su grande y esperada libertad. Sorprendentemente él no parecía asustado, estaba perplejo, como si lo que estaba viendo fuera irreal. Aun así no se mostraba temeroso, solo estaba ahí plantado observándola como siempre, con desprecio, como si fuera una criatura indefensa de la que iba a aprovecharse. La verdad es que ella solo era una niña a la que habían obligado a crecer.
Años atrás él la engatuso, le hizo creer que sentía por ella algo muy fuerte llamado amor. Se entregó a él completamente, pero él le conto a al padre de la niña todo lo que había hecho con su hija, y este, al haber vista su honra perdida, le entrego a su hija y la casó con él. El día de la boda fue la última vez que se la vio sonreír. Todo cambió cuando llegaron a su nuevo hogar. A su amor la mirada se le oscureció y se convirtió en un lobo. La tenía todo el día encerrada, y cada noche, cuando volvía ebrio del bar, la maltrataba y forzaba antes de dormirse. Al paso de los años el cuerpo de la niña se volvió un manuscrito tintado de morado. Pero es noche, después de que el cayera en un profundo sueño, ella se levantó y a oscuras se vistió. Fue hacia la cocina y de la mesa cogió la escopeta de su marido y se sentó frente la puerta de la habitación. Estuvo esperando horas hasta que él con el toque de las doce se levantó. El lobo se dirigió hacia la cocina, pero cuando la vio allí sentada con el arma soltó una carcajada que hizo que ella se pusiera en pie rauda. Ella era bonita, y pese a que llevaba la falda y las enaguas revueltas y sus grandes ojos esmeralda se habían vueltos dos rubíes, ella era una visión hermosa, pese a tener su bonito perlo azabache alborotado y la camisa blanca mal abrochada. Estaban muy cerca, solo la distancia del arma los separaba. Él la miró como lo hizo la primera vez que le dijo que la amaba y ella pareció que iba a retroceder. Entonces disparó. Todo se llenó de sangre, pero no parecía importarle. Se miró la camisa y las manos, manchadas de esa pintura roja y brillante. Entonces se fijó por última vez en el cuerpo inerte de su marido que yacía en el suelo y sonrió.
El cordero se había convertido en cazador, y el cazador había matado al
lobo feroz.