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•Las siluetas de los dos jóvenes apenas se distinguían de las sombras.
Ella llevaba un vestido negro acabado en pliegues plateados y él una túnica con bordados rojos.
Los dos se arrodillaron ante el altar y varias velas fueron encendidas creando un círculo.
Un monje empezó a depositar un montón de azufre entre cada vela.
La joven se levantó.
‐Yo, amante de Miroku, prometo entregarle mi alma para que cuando mi cuerpo desaparezca de este mundo esta siga con él.
El monje comenzó a prender cada uno de los montoncitos creando espesas hileras de humo rojo que subían hasta el techo haciendo el círculo impenetrable, una vez terminada la tarea, este se retiró.
El joven también se incorporó y solemnemente pronuncio el mismo juramento que la chica.
Siete figuras encapuchadas rodearon el círculo y comenzaron a murmurar frases en una lengua ya olvidada.
La chica saco una daga plateada de entre los pliegues de su túnica, apretó los ojos con fuerza y se hizo un corte en la muñeca.
No era profundo pero la sangre empezó a brotar cayendo en un cuenco de madera sobre el altar.
El chico vertió la sangre en una botellita que tenía colgada al cuello.
El monje entro en el círculo y miro al símbolo dibujado en el techo.
–Hoy estos dos jóvenes enamorados hacen un pacto con usted para que una sus almas y los haga inseparables a cambio de ayudarle en su propósito de liberar a este mundo de la cegadora luz. ‐pronuncio este.
Una voz resonó por toda la estancia:
‐Acepto el trato.
Los monjes abandonaron la estancia y solo quedaron los dos muchachos que se sonrieron.
Cada uno siguió su vida por caminos separados hasta que en un trágico accidente ella murió.
Todos estaban tristes menos el joven de la túnica, pues sabía que en la botellita que llevaba colgando del cuello no estaba solo la sangre de ella, sino también su alma.
Y así siguió este viajando, y allá donde iba ocurría la desgracia y se sembraba la muerte hasta que un día pereció.
Y las almas de ambos se reencontraron en el infierno para pasar juntos lo que les quedaba de eternidad.