Martes, 2:17 a.m.
Samantha Jellicoe se preguntaba quién, exactamente, había escrito la regla de que los ladrones que irrumpen en cualquier espacio que fuera más grande que una bolsa de papel siempre tenían que saber escalar muros. Todo el mundo lo sabía. Todo el mundo contaba con ello, desde cárceles a castillos, de las películas a los parques temáticos, hasta el impresionante estado de Florida que se extendía ante ella. Muros de piedra, verjas electrificadas, cámaras de vigilancia, sensores de movimiento, guardias de seguridad, todo ello con el propósito de evitar que cualquier emprendedor delincuente saltara los muros y se adentrara en la santidad del espacio privado que se extendía más allá de éstos.
Con una leve sonrisa, paseó la mirada del muro de piedra, que tenía frente a sí, a la doble verja de hierro forjado delante de la mansión Solano Dorado que se extendía de un modo caprichoso. Algunos delincuentes eran más emprendedores que otros. Se acabaron las reglas.
Tomó aire lentamente hasta que logró apaciguar el palpito de su corazón, y entonces sacó el arma que llevaba al hombro, se internó más profundamente en las sombras fuera de la verja, apuntó a la cámara que había apostada a la izquierda, en lo alto del muro de piedra de más de cuatro metros de altura, y disparó. Con un pequeño resoplido, una bala de pintura se estrelló con fuerza contra un extremo del marco y, como consecuencia, la cámara quedó desviada hacia las copas de los árboles y con la lente manchada de pintura blanca. Un búho que dormía se despertó con el movimiento, ululó y salió volando de una de las ramas del espeso sicómoro, mientras que con una de sus alas rozaba ligeramente la recién desviada cámara.
«Buena puntería», pensó, y volvió a colgarse la pistola de pintura al hombro. Su horóscopo había dicho que hoy sería su día de suerte. Normalmente no creía en lo que decían los astros, pero embolsarse el diez por ciento de un millón y medio por una noche de trabajo parecía un golpe lo bastante afortunado para darle cierto crédito. Se apresuró a colocar un par de espejos de mango largo a cada lado de las pesadas puertas para desviar los sensores. Hecho eso, sólo tardó un segundo en intervenir el circuito eléctrico del cajetín y abrir una de las puertas lo suficiente para deslizarse por ella.
Había pasado todo el día memorizando la localización de las restantes cámaras y de los tres sensores de movimiento que tenía que sortear, y en dos minutos exactos había atravesado los árboles y el terreno ajardinado para situarse en cuclillas al pie de la escalera de piedra rojiza. Gracias a las copias de los planos y trazados, conocía la ubicación de cada puerta y ventana, y la marca y modelo de cada cerradura e instalación eléctrica. Los planos no le habían informado del color y el radio de alcance, e hizo una breve pausa mientras recuperaba el aliento y admiraba la decadencia que se desplegaba ante su vista.
Solano Dorado era una casa que había sido construida en la década de los años veinte del pasado siglo, antes de la caída del mercado bursátil, y cada uno de los sucesivos propietarios que tuvo había ido agregando habitaciones y pisos... y un sistema de seguridad cada vez más sofisticado. Su aspecto actual era, probablemente, el más atractivo hasta el momento: encalada, con sus tejas rojizas, rodeada de frondosas palmeras y añejas higueras y un estanque de peces del tamaño de una pista de hockey en el frente. En la parte trasera de la casa, donde se encontraba agazapada, había dos pistas de tenis, y al otro lado una piscina de tamaño olímpico. A tan sólo unos noventa metros de distancia se escuchaba el gorgoteo y el susurro de los estanques naturales de agua salada a la orilla del océano, pero aquello era para el consumo público.
Era una propiedad privada bien protegida, y había sido creada para adaptarse a los caprichos del hombre más que a los de la naturaleza. Después de ochenta años de elegantes modificaciones y de expansión, la casa pertenecía ahora a alguien con un ingente poder adquisitivo y un ego igualmente desmedido. Alguien cuyo horóscopo rezaba lo contrario al suyo, y que además resultaba encontrarse en esos momentos fuera del país.
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Coqueteando con el peligro - S.E
RomanceSamantha Jellicoe es la mejor ladrona de obras de arte.Su próximo objetivo es una exquisita tablilla troyana que pertenece a Richard Addison, un multimillonario empresario de Palm Beach. El golpe se ve frustrado cuando es descubierta en mitad de la...