Parte 1

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Capitulo I

20 de Abril de 1978 – Campo de Mayo

Los últimos días habían sido un suplicio silente. Ya no le vendaban los ojos y sabía que era de día porque un rayo de sol entraba por el tragaluz en lo alto. Como sacudiendo el cielo raso esa línea de luz le hablaba de que afuera el mundo seguía girando. Adentro no. Adentro, su mundo se había reducido a trazar rayas en la pared y contarlas. Trazó una raya, las contó: quince desde que estaba en ese lugar.

La estrecha habitación donde la habían confinado era diferente a la anterior, donde había contado ciento veinte rayas. Desde hacía ciento treinta y cinco rayas su vida se había reducido a estrechas habitaciones y gritos y llantos y súplicas que se fueron disolviendo en la certeza de que nadie le daría lo que había perdido: la libertad.

Contra una de las paredes había un catre de madera y sobre el catre un jergón apelmazado sobre el que se recostó. Podrán quitarme todo pero vos sos mío, pensó acariciando su vientre, vos y los recuerdos, susurró. No permitiré que me quiten la memoria, encarcelada de por vida mi memoria saldrá al rescate de lo que todavía pueda rescatarse. Aquellas palabras fueron como una plegaria de deseos pero también de certezas. La prolongación de la vida, continuó, y volvió a acariciarse el vientre, nos obliga a mantener vivo el recuerdo, te lo prometo: olvidar nunca.

Jamás se le hubiera ocurrido pensar de ese modo en el futuro, pero en las ultimas ciento treinta y cinco noches y sus días había crecido hasta lo inimaginable y ya no tenía veinte años, sino cien o doscientos o quizás una eternidad y para los seres inmortales la memoria es ese calvario cotidiano que obliga al nunca más.

Se revolvió en el catre, incómodo para su cuerpo hinchado y su espalda adolorida. Se habían acabado esos interrogatorios interminables no tanto por la duración sino como por las preguntas, siempre las mismas, que la dejaban sin aliento. Y los golpes, y los simulacros. Lo que más temía era cuando la sumergían en agua y al cabo de un tiempo infinito su boca humedecida salía del agua y trataba de tomar aire, nunca el suficiente porque segundos después volvían a sumergirla y de nuevo las preguntas, y sus pulmones a punto de explotar y es que ella no tenía nada que decirle a esa gente. Ella no sabía, nada, ni siquiera era capaz de inventar una mentira para que la dejaran tranquila porque cuando lo hizo fue peor. Dos días después de haber dicho un paradero cualquiera, de alguien que ella no conocía, Dios cómo iba a darles información de alguien que en su vida había escuchado nombrar, pero lo hizo porque aquello era insoportable. Y entonces volvieron a sumergirla y esta vez en un líquido espantoso, que por el olor supuso que era orina o excrementos o las dos cosas juntas. Y es que el dato que les había dado era inventado, y sin duda lo habían averiguado, esa vez estuvo segura de que sería la última. Sin embargo le siguieron otros momentos como aquel donde el agua o la orina ya no eran el método sino descargas eléctricas que la dejaban inerme y con la cabeza tan embotada que solo pedía a gritos morir. Dios, era preferible morir a seguir soportando lo insoportable. Luego su panza empezó a crecer y de golpe, sin mediar aviso, porque esa gente no era de avisar nada, la sacaron, la trajeron a esta pieza y allí desde hacía quince rayas, el silencio la estaba enloqueciendo.

De a ratos le llegaba la certeza de que el mundo seguía rodando. Del otro lado de la ventana el piafar de caballos y un olor acre que se replicaba en la manta tendida a sus pies. Detrás de la puerta que clausuraba la única salida posible a ese mundo, a veces gritos, llantos y súplicas, órdenes, corridas, risas, burlas, comentarios obscenos.

Comía mejor desde que estaba en ese cuarto, dormía sin que la despertaran para ponerle una capucha y conducirla a los interminables interrogatorios donde las risas eran a su costa y las obscenidades también. Una especie de calma incomprensible había sucedido a la puerta de esa habitación cerrándose detrás suyo. Pero estaba sola. La soledad mataba de a poco las ganas de salir de aquella pesadilla, el aislamiento la hacía hablar consigo misma y con esa vida dentro suyo que pugnaba por sostenerla viva a pesar de que todo allí dentro olía a muerte.

A pesar de la pequeña ventana al ras del techo que dejaba entrar la luz del día y la oscuridad de la noche, ambos se alternaban en una especie de sopor inalterable, quizás me estén dando algo, solía pensar, porque después de cada ración de comida, sentía que las piernas se le aflojaban y todo se sumergía en una especie de neblina donde solo atinaba a pensar hasta cuándo. Estaba segura de que ese día llegaría y acariciando su panza le hablaba a su hijo por nacer, le cantaba canciones de cuna que creía olvidadas y que regresaban atravesando una neblina espesa. Era como volver a ver los ojos de su madre y la letanía de esas nanas acababa por hacerle olvidar el miedo. Miedo a la oscuridad, miedo a la lluvia, miedo a los gritos y las órdenes, miedo a la puerta cerrada pero más miedo si la puerta se abría. Y entonces cantaba, eran canciones que hablaban de caramelos, de manzanas confitadas y niños corriendo bajo un sol de chocolate y helados de frutilla.

El sol era una especie de recuerdo lejano y aunque inexplicablemente la comida era mejor que meses atrás, también recordaba con dolor aquellos almuerzos, esas remotas cenas que solía soñar a menudo cada vez que su estómago reclamaba a gritos los guisos de Chela que antes hubiera declinado preparándose un sándwich de jamón y queso con mucha mayonesa. Por la ventana entraba la oscuridad de la noche cuando aprisionó el recuerdo de la mayonesa, las cosas simples, las de todos los días le parecían milagros, por eso se aferró al sabor de las frutillas y dentro suyo comenzaron las pataditas. Con las dos manos envolvió su vientre abultado y la voz de su madre le llegó como un fino cristal resquebrajándose: Arroró mi niña... arroró mi sol... Desde adentro dos nuevas patadas le hablaron de la esperanza, con ilusión sabía que a pesar de todo no podían quitarle todo, sonrió aunque el sol que ya no entraba por la estrecha ventana y escuchó su propia voz: duérmete pedazo, de mi corazón. Entrecerró los ojos y como por arte de magia ambos se quedaron dormidos.

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⏰ Última actualización: Apr 27, 2017 ⏰

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