encuentro

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Estaba desesperado. Realmente desesperado. Corría por las calles de China, pensando, y rezando tal vez, que alguien podría salvarlo. Se había ganado unos cuantos golpes de los custodios por ir a buscar a su hermana a aquél lugar, hasta le habían quitado un diente, le habían cortado una ceja y en consecuencia el párpado se había caído, pero eso ahora le importaba poco y nada. Él sólo pensaba en Lenalee. Su pequeña y dulce Lenalee.
Seguía corriendo, y el párpado caído no lo ayudaba demasiado para buscar socorro en algún alma piadosa que caminara en las calles de aquél vecindario. Vio el letrero de la tienda de Jerry... ¡Jerry! Su mente se iluminó. Jerry conocía a Lenalee desde que tenía cinco años, estaba seguro que el hombre lo ayudaría. Estaba a punto de entrar a la tienda de comidas del recién nombrado, cuando chocó con un joven. Komui cayó al suelo, sumándole a sus ropas blancas llenas de sangre, un poco de tierra. Se sobaba el brazo... Lo último que necesitaba era caerse y golpearse (aún más) en los lugares en los que ya estaba herido a causa de la reciente golpiza que le habían dado por tratar de recuperar a su hermana.
Su vista se había nublado un poco, tenía los ojos cristalizados... Pero no quería llorar. Llorar no le serviría de nada, ahora necesitaba pensar en cómo sacar a Lenalee de aquél espantoso lugar. Frotó sus achinados ojos, y entonces, tendida frente a él vio una mano juvenil, envuelta en un guante, que lo invitaba a ponerse de pie. Tomó la mano, mirando al joven que le brindaba solidaridad para que pudiera pararse. Estaba agradecido, realmente agradecido, porque sin el andamiaje ofrecido le hubiera costado horrores levantarse.
Pero las palabras de agradecimiento no podían salir de sus labios, estaba observando con detalle al extraño que tenía frente a él. El joven rondaría los dieciocho años, tenía cabello blanco y ojos occidentales, pero sobre todo, vestía muy elegante, diferente a él, que llevaba unas pobres ropas, ya que su condición económica era bastante deplorable. Los ojos grises del muchacho le miraban con preocupación, como si supiera lo desesperado que estaba. De la tienda de Jerry salió otro hombre, de largos cabellos rojos, también de rasgos occidentales... Sin duda ese par pertenecía a la alta clase, y no lo adivinaba por sus trajes lujosos, sino por el porte que ambos caballeros demostraban.
— ¿Qué has hecho, Allen? —preguntó el hombre, mirando, algo irritado, los encargues que habían comprado recientemente en la tienda desparramados por todo el suelo.
Komui, a pesar de su dolor corporal, ayudó al chico llamado Allen (quien parecía espantado al darse cuenta del desastre) a levantar todas las provisiones que estaban regadas en el espacio.
—L-lo siento, padre, tropecé con el caballero —se disculpaba el muchacho, mientras verificaba que nada se hubiera estropeado.
El hombre pelirrojo prendió un fino habano, luego de suspirar algo exasperado.
—Fue mi culpa —dijo al fin Komui al adulto —, estaba corriendo a ciegas, no reprenda a su hijo.
El hombre lanzó una bocanada de humo, y le dio una mirada tranquilizadora. Parecía ser un sujeto de pocas palabras.
—El carruaje nos espera, Allen. Sube las cosas antes de que se ponga a llover —ordenó, mientras se dirigía al elegante vehículo que estaba estacionado frente a la tienda de Jerry.
—Permíteme ayudarte —dijo Komui, decidido a reparar, aunque sea con esa acción, el daño que había causado por su descuido.
Allen sonrió, y el chino se quedó prendado ante la amabilidad tan natural del joven, ya que no era muy común ver que un niño de su clase fuera tan generoso con alguien de los bajos estratos, a los que pertenecía el oriental.
Cargaban las cosas en el equipaje, y Komui no podía dejar de admirar al muchacho.
—Gracias por su ayuda, no se hubiese molestado por mí —dijo Allen, sacándose uno de los finos guantes, y luego tendiéndole la mano.
Ese gesto fue la señal que Komui necesitaba... Ellos parecían buenas personas. Que un chico de buena familia se quitara la prenda para darle un apretón a su percudida mano, no se veía todos los días.
En vez de darle una mano, Komui se la sujetó con ambas.
—Por favor, ayúdenme —balbuceó, arrodillándose.
El hombre del habano asomó la cabeza por la ventanilla, encontrándose con esa peculiar escena.
—Sube —le dijo al chino sin preguntar nada, y este casi se desmaya de felicidad.
El camino hasta la propiedad de esos misteriosos caballeros fue silencioso. Al llegar, Komui volvió a ayudar a Allen a bajar todo lo comprado.
Una vez en la prominente sala de visitas, el hombre pelirrojo lo invitó a sentarse.
—Le agradezco, señor, pero temo que debo declinar su oferta, ensuciaré su sillón —se excusó, pero Allen le dirigió una sonrisa cálida, diciéndole que todo estaba bien, y sólo entonces ocupó lugar en el sitio señalado.
— ¿Y bien...? —dijo el mayor, impaciente por saber la situación por la que estaba pasando su visita.
Komui apretó sus puños, tenía vergüenza de solicitar ayuda a esos desconocidos, pero eran su única salvación.
—Me llamo Komui Lee, como verán, soy un hombre pobre... Tengo una hermana adolescente que ha sido tomada como pago por las enormes deudas de mi padre en juegos clandestinos —explicaba, tratando de resumir al máximo su desgracia —. Ella... es una niña, ajena a los vicios de mi desastroso padre, pero los del burdel... Ellos se la han llevado, han asesinado a mi padre, y van a...
No podía decirlo, ni siquiera quería pensarlo. Pero sacó valor de donde no lo tenía, para poder convencer al acaudalado hombre sentado frente a él.
—Van a vender la virginidad de mi santa hermanita al mejor postor —una lágrima de rabia recorrió su mejilla, pero no estaba avergonzado, no tenía tiempo para eso —. Fui a buscarla, traté de sacarla de ese asqueroso lugar, pero no pude, me han golpeado tanto que me dejaron inconsciente y me tiraron en un callejón. Ni siquiera puedo permitirme morir, soy lo único que Lenalee tiene, y es mi obligación darle libertad antes de que le hagan algo tan horrible... Es una niña...
No pudo soportar el llanto. Allen escuchaba horrorizado la historia de ese afligido hermano, y miraba con suplicio a su padre, quien parecía no inmutarse por lo que acaba de oír.
— ¿Y piensas que yo voy a pagar una increíble suma de dinero sin obtener nada a cambio? —preguntó, y Komui alzó la vista, como rogando.
De inmediato se tiró al suelo, haciendo una reverencia exagerada.
— ¡Por favor, se lo ruego, señor! Puedo trabajar para usted, incluso ella es buena cocinera y en los quehaceres de la casa, ¡trabajaré de por vida si así lo quiere, pero ayúdeme, por favor!
Al no ver un cambio en la actitud de su padre, Allen también se reverenció ante él, ocupando un lugar al lado del chino.
—Padre, sea misericordioso, por el amor de Dios —suplicó también.
Komui levantó la cabeza para mirar, anonadado, al joven que estaba a su lado, le parecía increíble verlo en esa posición tan humillante (para alguien de su clase), pidiendo por algo que no le incumbía ni le afectaba en lo más mínimo. Era un enviado de Dios, estaba seguro.
El hombre que ocupaba el sillón, y que ahora tenía una copa de vino en su mano derecha, alzó una ceja, interesado.
—Levántate, Allen, esto no te incumbe —dijo su padre.
—Me levanto si promete ayudar a este hombre —expresó el chico, armándose de una testaruda actitud (aunque nunca en su vida lo había contradicho) sin levantar su mirada.
—Allen, no seas...
— ¡Padre, por favor! —suplicó una vez más, aunque estaba asustado por si su padre se enfurecía a causa de su desobediencia.
Le dio un trago a su copa, y la dejó sobre una pequeña mesa, a un lado de su sillón.
—Allen, la virginidad de una joven puede valer decenas de monedas de oro, o más —dijo.
—Para usted eso no significa demasiado, padre —insistió.
— ¿Estás dispuesto a tomar la virginidad de esa chica llamada Lenalee? —preguntó con una sonrisa —. Después de todo, por ello estaríamos pagando.
Tanto Komui como Allen levantaron la cabeza, para mirarle más que sorprendidos.
—No puede pedirme eso, padre, no voy a hacerlo —se negó el joven peliblanco.
—Si sigues así de tonto, morirás virgen —le declaró, haciéndolo sonrojar.
—No podría hacerlo, no sería mejor persona que aquellos que la tienen retenida, por favor no me pida eso —volvió a negar.
Komui no sabía bien en qué pensaba cuando cambió la dirección de su reverencia hacia Allen, pero sospechaba que era la única manera de convencer a su adinerado padre para pagar por la libertad de su hermana.
—Por favor, joven Allen, acepte la propuesta de su padre.
—K-Komui... —exclamó perturbado el ojigris.
—Es muy desesperado de mi parte, y no quisiera que así fuesen las cosas, pero prefiero millones de veces, aunque apenas lo conozco, que sea usted el que tome la pureza de mi hermana.
Miraba sus ojos pidiéndole piedad, convencido de que era lo mejor. Allen titubeó, no estaba a gusto con lo pedido, pero también sabía que si no aceptaba, la joven caería en manos de Dios sabe qué pervertido, y Komui no la recuperaría jamás.
—E-está bien, acepto —dijo con voz temblorosa, y el chino, apoderado por un fuerte impulso, lo abrazó, lleno de agradecimiento.
El señor de la casa sacó un pergamino de un mueble, y comenzó a escribir.
—Señor Lee, su palabra no acredita que cumplirá con el pacto. Lea y firme al pie de la letra, necesito estar seguro de que no va a arrepentirse de recibir mi valiosa ayuda —dijo, dándole el pergamino y una pluma.
Komui lo tomó, y habiendo leído cada palabra detenidamente, garabateó su firma como lo solicitaba el señor Marian Cross, y luego le devolvió el escrito. Marian sonrió, y guardó el legajo entre su ropa.
—Lléveme a ese burdel —agregó, y Komui se puso de pie de inmediato. Allen se levantó también, aunque algo inconforme.
—Allen, tú prepárate para recibir a la chica. Me encargaré de que esté lista para ti en una hora —y salió de la mansión, seguido de los presurosos pasos  del chino.
*-*-*-*-*
Allen estaba en su espaciosa habitación, recostado en la cama, mirando el techo con semblante taciturno. Ya se había aseado y cambiado el traje como su padre le había ordenado, además de haberse puesto un suave perfume. Sabía, porque había oído llegar el carruaje, que Marian había regresado hace más de media hora, y supuso que estaba encargándose de alistar a la joven hermana de Komui.
Estaba muy nervioso. Se sentía angustiado porque esperaba guardar su virginidad hasta el momento del matrimonio, cuando se enamorara de verdad, pero sabía que debía cumplir con su palabra, ya que su padre, extrañamente, había mostrado compasión por el desconocido.
El ruido de la puerta abriéndose lo sobresaltó, se sentó por reflejo, y vio entrar a Marian con una sonrisa llena de satisfacción. Allen bufó. Odiaba ver ese rostro lleno de perversión, pero más odiaba que su padre estuviera disfrutando de verlo en esa incómoda situación.
—Tienes suerte, Allen, es una chica muy linda —dijo el hombre, poniéndole una mano en el hombro.
—Eso no me hace sentir menos culpable —respondió el chico, cruzándose de brazos.
— ¿Culpable? Gracias a ti, esa chica podrá vivir felizmente con su hermano, deberías sentirte bien por poseer un alma tan caritativa.
—Lo sé —odiaba reconocerlo, pero su padre tenía razón.
—Lenalee entrará cuando yo salga de la habitación, mandé al personal de servicio a sus casas —le indicaba —, el señor Lee y yo iremos por unas copas, así que puedes liberar tus emociones con tranquilidad, que no serás molestado.
El peliblanco bajó su mirada hasta el piso.
—Gracias —contestó.
Marian estaba por salir, pero antes de abrir la puerta, se volteó.
—Ah, Allen... Tal vez no lo sepas, pero cuando una mujer pierde su santidad, suele derramar un poco de sangre —el chico no podía estar más sonrojado —. Quiero, como prueba, ver las sábanas más tarde, ¿está bien?
Allen asintió pesadamente, sólo entonces Cross abandonó el cuarto de su hijo. Se tapó la cara con ambas manos, pidiendo internamente que todo aquello fuera un sueño, pero un femenino taconeo tímido lo alejó de sus oraciones.
Dirigió sus ojos a la recién llegada, impactado por aquella primera impresión. Ella cerró la puerta, y se acercó, temerosa, a donde estaba el chico, aunque guardando una distancia prudente. Tenía la hermosa vista púrpura pegada al suelo, y un fuerte sonrojo lideraba su nívea piel. Llevaba un vestido blanco de finas telas, y por su incomodidad evidente, Allen adivinó que ella jamás había llevado una vestimenta parecida.
Se escuchaba el galope de los caballos alejándose, y el peliblanco supo que Marian había cumplido con su palabra de dejarlos completamente a solas.
— ¿Puedo sentarme? —preguntó la chica, señalando la enorme cama, y él sintió un hormigueo en su estómago al escuchar su dulce y melodiosa voz.
— ¡Ah, c-claro! —respondió, reprendiéndose por dentro por haber olvidado sus modales de caballero.
Cuando ella se sentó, Allen se alejó, instintivamente, un poco más de ella, sorprendiéndola.
—Me llamo Lenalee Lee —se presentó, mientras apretaba sus manos con nerviosismo —. Mi hermano me contó todo, y estoy muy agradecida de que personas como ustedes hayan ayudado a gente en desgracia como nosotros.
El peliblanco no sabía muy bien qué decir, pero se daba cuenta de que la joven era demasiado madura para la corta edad que aparentaba.
—Lo siento, no quise que las cosas fueran así, pero... tu hermano... aparentaba a que se suicidaría si no aceptaba la propuesta de mi padre —necesitaba que ella comprendiera que él no había aceptado eso por placer, que de verdad le estaba costando la vida tener a esa jovencita en su misma habitación.
—Lo sé, mi hermano me lo explicó todo, puedes estar tranquilo —dijo esbozándole una sonrisa, robándose al instante el corazón completo del ojigris.
El silencio de hizo presente, la joven de los ojos violetas estudiaba las finas facciones y el físico del muchacho que tenía a poca distancia, encontrándolo completamente atractivo.
— ¿Cómo te llamas? Me gustaría al menos conocer el nombre del primer hombre en mi vida.
—Oh, lo siento, estoy... demasiado distraído —se disculpó —. Me llamo Allen. Es un placer conocerte, Lenalee.
Ella volvió a sonreír, y el chico tuvo que ponerse una mano en el pecho para tranquilizar su corazón.
—Siento mucho ser una inexperta, de seguro no voy a saber complacerte como estarás acostumbrado —dijo, con notoria timidez, jugando con sus dedos. No entendía muy bien el porqué, pero no tenía miedo de estar al lado de ese apuesto joven.
— ¿Eh? ¡Te equivocas! Yo no estoy acostumbrado a nada —sentía la necesidad de ser sincero —. De hecho... Jamás he... Lo que quiero decir es...
Lenalee lo miraba con desconcierto, tratando de entender aunque sea un par de las palabras que salían de la boca del inglés. Él se dio cuenta que ella no entendía, tomó aire, y sonrojándose un poco, se lo confesó.
—Yo también soy virgen.
La ojivioleta se sonrojó aún más que Allen, y comenzó a jugar con su largo pelo.
—Vaya... No me lo esperaba —dijo, avergonzada por suponer cosas —. Eso... me hace sentir un poco mejor.
Y otra vez el silencio. Allen no se acercaba a ella, y lo que le resultaba más gracioso era que, parecía que en cada oportunidad, él se alejaba todavía más.
Tenía sentimientos. Cada frase que oía de él, la convencía de que ese chico le gustaba, y estaba plenamente segura de que luego de entregar su cuerpo, ya estaría enredada en su amor. Decidida se puso de pie y caminó hasta donde estaba Allen, sentándose a su lado. El joven se sorprendió ante la acción femenina, y atinó a querer conservar una distancia considerable, pero encontró el respaldo de la cama.
—De verdad que no quieres hacerme daño —expresó una Lenalee muy aliviada.
—De ninguna manera —aseguró él, nervioso.
—Muchas gracias, pero debemos hacerlo —dijo, y acercó su rostro al del chico, esperando ser besada.
No sin temblar, el peliblanco posó una de sus manos en la mejilla suave y sonrosada de la contraria, para besar sus rojos y delicados labios. El corazón de ambos casi se paraliza al percibir la unión de sus bocas, y se separaron por un instante para verse a los ojos. Allen entendió que jamás en su vida encontraría una mirada más hermosa como en la que estaba perdido en ese momento, que nunca besaría unos labios tan deliciosos como de los que había recibido su primer beso. .Y al centrar ambos sus miradas, entendieron que eso era amor, amor verdadero.
Ella dejó escapar una lágrima, y Allen la besó, haciéndola desaparecer de su hermosa cara.
—Sé que es raro lo que voy a decir, pero... alguien como yo nunca más tendrá la oportunidad de estar frente a ti en sociedad, y por eso estoy triste —confesó, acariciando su mejilla —. Sólo te pido que no me olvides, Allen.
Él se sentía terrible por ser el culpable de su tristeza, y entendió a lo que ella se refería: a la cruel imposición de sus clases sociales. Pero no podía abandonar a su padre, porque sabía que, sin él en su vida, volvería a caer en el alcoholismo, como cuando su madre murió repentinamente de una enfermedad terminal.
—Jamás te voy a olvidar, Lenalee —pronunció con determinación, y volvió a besarla, pero esta vez con más pasión. Luego de batallar arduamente con sus lenguas y saborear la dulce unión de sus bocas, se fundieron en un abrazo cálido y romántico.
—No voy a tomarte, Lenalee —le anunció Allen, dejándola sorprendida —. Dale eso tan especial al chico con el que te cases, ¿está bien?
Sin darle tiempo a asentir o negarse, se puso de pie, se quitó el saco, el chaleco, deshizo su corbata, y Lenalee quedó boquiabierta cuando lo vio quitarse la camisa. Tomó una daga de entre sus pertenencias, le pidió que se pusiera de pie, apartó las sábanas, y haciéndose un corte no muy profundo en el antebrazo, derramó su sangre sobre la cama.
—Con eso espero engañar a mi padre —dijo con una sonrisa.
Después se quitó el pantalón, y se metió a la cama. Se cubrió los ojos, y le pidió que también se desnudara, para evitar que descubrieran su plan. Ella lo obedeció, quedando en ropa interior, y algo avergonzada se abrazó a su definido cuerpo masculino.
Ya por la noche, cuando Marian llegó, entró al cuarto de su hijo y encontró a los jóvenes profundamente dormidos, entrelazados. Las ropas de ambos estaban dispersas por el suelo, y entonces sonrió, abandonando el lugar. Cuando Allen despertó y vio a Lenalee a su lado, supo que los demás despertares que viviría no serían tan bellos sin ella.
Sonrió, porque había sido fiel a sí mismo... aunque al ver, y sentir, el cuerpo caliente de la chica junto a él, su masculinidad había alzado bandera. Pero abandonó el lecho con urgencia, antes de arrepentirse de haber sido un verdadero caballero.
Cuando Lenalee bajó a desayunar, Marian fue a verificar que la mancha de sangre estuviera en donde tenía que estar. Sólo entonces rompió el contrato que habían firmado, frente a los ojos de Komui, quien abrazaba a su hermana con firmeza, y los liberó para cuando quisieran marcharse.
Lenalee caminaba del brazo de su hermano hasta el portón de salida, y Allen la observaba marcharse desde la ventana de su alcoba.
Estaba triste de perderla, pero se contentaba con saber que su pequeña Lenalee era libre... Libre como una dulce mariposa.

allen x lenalee Donde viven las historias. Descúbrelo ahora