Y ahí estaba, sentada frente a mi. Tal vez la mujer más bella alguna vez vi en mi vida. Qué bellos ojos tenía, y ese hermoso cabello rubio recogido con una cinta roja, jamás me interesaron las rodillas de una mujer pero las suyas eran hermosas, ¿Quién podría discutirlo? ella era la indicada, por fin, la había hallado y de eso estaba seguro.
No podía dejar de observarla, ni siquiera cuando se dio cuenta que lo hacía y con pésimos disimulos me dirigía ocasionales miradas, es que sería un crimen negarle a mis ojos el placer de su belleza.
No habían pasado cinco minutos cuando ella concluyó que no existían oscuras intenciones en mi y decidió unir su mirada a la mía. La verdad no recuerdo cómo pero, en algún momento, mis labios dibujaron una sonrisa de esas que si ves en otra persona piensas que es demasiado ridícula, pero ese día fui yo el idiota de la sonrisa. Mi sonrisa fue correspondida y mi corazón latió tan fuerte que creí que iba a romperme unas cuantas costillas.
Esa sonrisa, vaya maravilla, una sonrisa tan bella podría desatar una guerra. Al verla no pude evitar imaginar nuestra boda, pude verla con su largo vestido blanco, pude sentir en mis oídos el ruido de nuestros hijos corriendo por nuestro hogar. En ese momento solamente estábamos los dos, aún cuando nos rodeaba un centenar de personas.
Nos mirábamos en medio de un silencio que jamás se tornó incómodo, no sabía su nombre y debía preguntarlo ¿Qué nombre le pondrías a un ángel?. Debía hacerlo pronto, pues cada segundo que pasaba se acercaba más la triste posibilidad de que fuera la última vez que vería a mi ángel de ojos claros.
El tiempo se acababa, ¿Quién de los dos sería el primero en hacerlo?. No quería ni pensar que iba a ser yo quien lo hiciera, la sola idea me aterraba, pero nuestro momento sin palabras llegaba a su final y la hora de la verdad se aproximaba, así que no podía esperar más.
Decidí que preguntaría su nombre, me acerqué y con decisión dije —¿Cómo te llam...— un aviso general interrumpió mi momento de valentía, la velocidad bajó y las puertas se abrieron. Ella fue la primera en hacerlo. Tomó su bolso, se levantó y salió, junto con las demás de personas cuyo destino era el centro de la ciudad. Me dirigió una sonrisa sencilla al salir por la puerta y tan solo logró que mi tristeza fuera mayor. Esperó a que las puertas cerraran mientras me observaba, y al alejarme tan solo agitó su mano un poco para despedirse de mi.
Quizás el silencio fue demasiado largo, quizás fui un cobarde o quizás estuve equivocado, pero al final terminé como siempre. Y así, al igual que las otras veces, me enamoré. Fue fugaz, pero apasionado. Y así, ahora debo aguardar por un nuevo día que me traerá consigo la oportunidad de conocer a mi próximo amor de metro.