El anillo del lobo

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«Desde la trinchera francesa podía observar cómo numerosos de mis compañeros Fusileros de Lancashire iban cayendo bajo el fuego de las ametralladoras MG 08 alemanas que escupían balas a una velocidad endiablada. Qué lejos quedaba ya la tranquilidad del campus universitario británico.
El sonido de nuestros fusiles Lee-Enfield se mezclaba con el contrapunto atronador de los morteros y obuses, lo que dificultaba mi ardua tarea de desencriptado de las comunicaciones; muchas veces recibidas mediante una eficiente paloma mensajera.
Tras largos días de aparente tranquilidad el comandante en jefe había dado la orden de realizar la ofensiva. Llegaba nuestro turno de avalancha. Yo no estaba ni preparado ni de acuerdo con el general Haig en la estrategia de la batalla de ruptura, ocasionan demasiadas bajas para ganar un mínimo de terreno. El capitán al mando se encargó de recordarme que de poco me servía aquí mi licenciatura universitaria, que seguiríamos sus órdenes como ovejas que éramos.
Somme, 1916, Notas de Ronald Tolkien (sobre apuntes de Alois. A. H. Schicklgruber)».
Salimos en masa. Mi compañero Leslie sale primero y veo cómo una bala lo fulmina cayendo al suelo. No siento miedo, siento pánico. Estoy paladeando el desasosegante sabor de la muerte, esa muerte que tantas veces había reflejado en mis escritos, pero aquí el telón de cualquier atisbo de humanidad había desaparecido. No tengo tiempo de ver la gravedad de su estado cuando de repente empiezan a llovernos ladrillos del cielo y doy gracias a nuestros aliados franceses por introducir el casco de acero frente al antiguo de cuero. Son aeronaves de reconocimiento que sobrevuelan nuestras cabezas, sin duda para detectar las posiciones de artillería. Voy rezando inconscientemente por no pisar ninguna mina cuando tengo que usar mi bayoneta hundiéndola en el cuello de un enemigo que intenta golpearme con los refuerzos metálicos de su maza.
Otro soldado francés no tiene la misma suerte, siendo alcanzado por el brutal pickelhaube, ese arrogante pincho del casco, que el alemán le clava en el rostro repetidas veces. Me propina un aluvión de sesos, sangre y astillas de hueso que apenas puedo limpiarme de la cara cuando vacío mi cargador a ciegas abatiendo a su casi invisible agresor. Me tiro al suelo para poder recargar sin exponerme en exceso y noto sobre mí un pesado cuerpo inerte germano que venía por mi flanco izquierdo. Es una cacería. Sin depredador. De humano a humano. Los doce kilos extra de mi coraza de hierro apenas me permiten levantarme cuando ésta empieza a absorber certeras balas sin duda de un Mauser Gewehr 98. Una de ellas la traspasa y caigo sobre el embarrado terreno del Somme.
Contemplo desde el suelo cómo los soldados se mueven en múltiples direcciones sin sentido y van cayendo heridos o muertos bajo el resplandeciente cielo francés. Los gritos y alaridos de terror tamizan el dantesco espectáculo. Mi malogrado cuerpo yace inmóvil. Comienzo a percibir un olor que me es familiar, pero que ya casi no recordaba. Una mezcla de ajo y cebolla, envuelto en una amarillenta nube que nubla mi vista e inunda mis pulmones. Intento inútilmente protegerme del gas mostaza poniéndome la máscara mientras me desvanezco. Mi último pensamiento evoca el rostro de mi amada Edith… Edith…
Esto es alucinante. Hago respawn en otra zona del mapa, pero ahora reaparezco con un «discreto» pantalón rojo en la torreta de un tanque oruga, cómo no, Renault. Este videojuego es increíble: ¡qué texturas, qué definición! Los movimientos de los personajes no pueden ser más reales. Y el sonido. No doy crédito, se oye cualquier mínimo detalle, desde las pisadas en el barro hasta los atronadores motores de los distintos aviones, con una veracidad inimaginable. No consigo contener la emoción. Tengo que decírselo a Laura.
Todavía sentado, alcanzo mi móvil y escribo. Como no recibo contestación decido levantarme a telefonear desde el salón.
—¿Sí? —responde Laura al auricular acaloradamente.
—¿Por qué no contestas a mis wasaps?
—Tengo el móvil silenciado —contesta severa al tiempo que se oye un fuerte acorde disonante de piano—. Intento estudiar un mínimo de ocho horas diarias o no sacaré adelante esta sonata en tres meses para el recital.
—Lo sé, cielo, pero esto es importante —digo en un tono más que jovial—, tener que llamarte al teléfono fijo no me hace gracia; si me contesta tu padre aún no sé que decirle.
—Has probado con… ¿Hola, está Laura? —añade sarcástica—. A ver, ¿qué es eso tan importante? —pregunta tratando de ser condescendiente.
—Muy graciosa… ¡Que ya he probado la versión alfa cerrada del juego! —exclamo con una sonrisa que me cubre el rostro y continúo rápido y atropelladamente—. Recibí el link de descarga anoche, solo pesaba siete gigabytes, lo bajé y estuve haciendo de alphatester todo el día. Ya he encontrado algunos bugs.
—Luis, sabes que no hablo esa jerga de informático-listillo. ¡Tra-du-ce! —silabea ella tratando de empatizar.
—Vale —asiento suspirando esa palabra y ralentizo mi voz—. He probado la primera versión del juego. He descargado el enlace con un código de acceso que me ha suministrado la distribuidora. Lo he jugado unas horas y ya he detectado algunos errores de programación. ¿Mejor?
—Algo —bromea ella.
—Sabes que tenía el hype por las nubes cuando… —rectifico al instante— que tenía una gran ilusión cuando sus creadores anunciaron en la conferencia de mayo que en verano solo unos elegidos podrían descargarlo, ¿recuerdas? Pues ahora estoy más contento que cuando aprobaba todas en junio —afirmo jocoso.
—Ah, el juego ese ambientado en la Primera Guerra Mundial —asiente Laura ya desconcentrada totalmente de su tarea pianística.
—¡Sí, ése! —respondo con notorio júbilo.
—¿Tus padres siguen en Venecia, no? —pregunta ella bajando el tono a un susurro.
—No regresan hasta el martes —confirmo.
—Entonces dame una hora. Me tomo esta noche libre y podrás enseñarme lo que quieras —dice juguetona.
—Veo que tantas horas al piano te carga de energía. Qué suerte tengo —mascullo—. Bajaré al restaurante a por algo para la cena que la noche se prevé larga. Un beso.
—Ciao caro —se despide cariñosa.
Mientras organiza en modo piloto automático un pequeño neceser con sus cosas, comienza a repasar mentalmente al piano un veloz pasaje con tresillos de corcheas en la mano derecha que le trae de cabeza por su dificultad.
Es la parte del desarrollo de la «Sonata Melkor», donde el poderoso tema de Ilúvatar se expone en octavas quebradas en la mano izquierda. El pasaje culmina en fortísimo con el sonoro acorde Manwë inicial, ahora ejecutado con ambas manos en los profundos graves del piano, que ha de ser arpegiado impecable y contundentemente. Después de tres días de sesiones de ocho horas todavía sigue cometiendo algún error, por lo que se confirma que lo mejor es desconectar unas horas.
Sin darse cuenta está timbrando en mi portal.
Lo que menos le gusta de su novio es que sea un adicto a los juegos que recrean guerras mundiales. Le digo que sin duda se debe a las diferentes asignaturas que tuve que cursar sobre la Edad Contemporánea. Poder participar de algunos acontecimientos, aunque sea de manera virtual, es un lujo y un placer indescriptibles.
Al menos ahora sé que está orgullosa de mí, ya que por fin he conseguido la licenciatura que estudiaba cuando nos conocimos en las navidades del 2006, en el concierto de año nuevo que daba su admirado Daniel Barenboim en Buenos Aires. Por aquel entonces yo aún cursaba segundo curso de Relaciones Internacionales en la Universidad de Palermo.
—La verdad es que me hacía mucha falta —dice Laura entre sonriente, acalorada y sudorosa, abanicándose con ambas manos y con la vista clavada en el techo.
—Sí, «lo primero» es lo primero —bromeo lacónico y muy relajado—. Mis padres deberían irse más veces de vacaciones —concluyo mientras le coloco un mechón de pelo tras la oreja.
—¿Qué hacen los altavoces que te regalé en el techo? —pregunta atónita poniendo los ojos como platos.
—¡Es el nuevo formato envolvente! Trescientos sesenta grados de sonido revoloteando por la habitación. ¡Verás cómo suena cuando nos sobrevuele algún avión! Ya te había dicho que cuando tuviese tiempo los colgaría así. Parece que la sonata esa no te deja pensar en nada más.
Antes de darle tiempo a decir nada doy un respingo de la cama y apago la luz. Enciendo la consola, el proyector de resolución 4K HDR y el amplificador de sonido surround 7.1.4 al tiempo que voy narrando en voz alta todo lo que hago con suma meticulosidad; para mí es como un ritual.
Laura suspira entre resignada e inquieta, tratando de atar cabos y entender, una vez más, cómo he sacado una matrícula de honor en la asignatura hueso Historia Contemporánea II y a la vez disfruto como un crío con lo último en tecnología digital.
Para ella la alta tecnología es un piano Pleyel de los años treinta de hace dos siglos y augura que ninguna máquina virtual actual podrá igualar su sonido aún en muchos años.
—¡Listo! Nos vamos al año 1916 —enuncio en plan docente—. Yo ya he llegado a la parte central, pero a ti te pondré la Intro, o sea, el inicio, donde veremos cómo en el norte de Francia los británicos junto a los franceses intentan romper las germanas líneas enemigas tras…
—Corte el rollo, señor profesor —me interrumpe— y dele a la «x» del mando.
—¡Anda, pero si sabes que hay un botón con una «x»! —entono bastante cantarín y le sonrío cizañero.
—Sé que hay unos quince o dieciocho botones que no me explico cómo consigues manejar, pero apura que me está entrando hambre.
—No se usan todos a la vez —alego socarrón—, ¡y que no lo entiendas tú que mueves tus diez dedos a una velocidad endiablada por esas ochenta y ocho teclas!
Laura amaga con levantarse mientras rebusca su ropa interior entre las sábanas. No vacilo y al tiempo que acciono el mando me lanzo sobre la cama y la aprisiono con mis brazos para que no se escape. Cede y nos acurrucamos cómodamente, expectantes.
Interior de una kilométrica trinchera. Soldados apelotonados, mugrientos, cansados, hambrientos; sus frías caras son las de la muerte.
La noche es propicia para las incursiones, pero el sol despunta ya amenazante por el horizonte posibilitando de nuevo la caza con mira telescópica de los hostigantes francotiradores. Centinelas agarrados a su fusil con la bayoneta calada preparados para incursiones de captura de enemigos, ojo avizor, mirando a tierra de nadie, esa zona entre ambos contrincantes llena de lodazales con cuerpos en descomposición que impregnan el aire de fétida muerte.
Ese olor a carne podrida que se percibe a grandes distancias algunos intentan olvidarlo leyendo o escribiendo. Otros tumbados, tratando de conciliar un sueño que nunca llega a causa de esas infectas ratas inmensas como gatos que se les echan encima, atraídas por el mismo nauseabundo olor. Los que sobreviven a las balas o se libran de ser despedazados por los obuses pueden sufrir las mordeduras de esas descomunales ratas y acabar contagiados por alguna de las enfermedades que transmiten.
La rueda de la fortuna no juega limpio.
El teléfono de campaña había sido destruido en el último bombardeo por lo que llevaban varios días incomunicados. Ninguna paloma había llegado tampoco. La insoportable inactividad se rompe de repente con el sonido del trote de un soldado a caballo.
—Mi capitán, acaba de llegar este despacho —dice el cabo de guardia.
El capitán asoma la cabeza entre los tablones medio derruidos que mantienen en pie su habitáculo.
—Sargento. ¡Sargento! Busque al oficial de comunicaciones y hágale venir ipso facto.
Mientras el sargento inicia la búsqueda por la zigzagueante trinchera, a seis curvas de allí el teniente segundo Ronald y un prisionero alemán parecen concentrados en una declarada disputa dialéctica.
—¡Eso es porque los ingleses carecéis de mitología! —asevera el alemán.
—¿Cómo que no tenemos? ¿Y las leyendas artúricas? ¿Y Beowulf? —inquiere Ronald.
—Olvídate de esas menudencias. La riqueza de la nuestra es en lo que deberías fijar tu atención —se incorpora con dificultad—. Esos poemas que pretendes escribir no alcanzarán su meta si no profundizas en la forma en que, por ejemplo, Goethe habla de los elfos, de su rey y cómo los contrapone a los enanos u otros seres malignos. ¿Qué estás haciendo? —pregunta extrañado viendo cómo Ronald guarda su cuaderno de notas.
—Ya lo ves. De poco me van a servir estas anotaciones cuando iniciemos la ofensiva.
—Pero estos días tomabas nota de todo cuanto te contaba —dice mientras camina con irregularidad—. Ahora que iba a hablarte de los métodos de tortura infligidos a las brujas, es mi parte favorita del manual Malleus…
—Maleficarum —interrumpe Ronald completando el título—. Sí, lo conozco; yo no le llamaría «manual», precisamente.
—Pues sí, la Inquisición así lo denominó. Una justificación para sus actos sanguinarios; muy instructivo. La tortura forma parte de la vida, Ronald, jueces y magistrados lo veneraban.
—No me vengas con pretextos de altos vuelos, atrocidades las veo aquí cada día, Alois. Estoy ya agotado física y moralmente. No puedo asimilar tanta depravación. No seas indolente —dice enervado.
—Anota, compañero, anota todo lo que aquí sucede, es la mejor simiente para un buen texto, cuanto más desagradable, mejor —sugiere Alois que continúa caminando por su estrecho recinto a pesar de su cojera—. La semana pasada hablamos de Wagner…
—Calla, sabes que su música la soporto aún menos que la comida francesa.
—Aún así me reconociste anoche que su libreto de la Tetralogía sobre «El anillo del nibelungo» te apasiona como a mi. Sus quince horas de música solo podría hacerlas un coloso de la disciplina. Permíteme recordarte que, al igual que Goethe, también es alemán. ¡Ves cómo somos superiores en todo! —grita excitado, acercándose a los sacos terreros rodeados de alambre de espino que hacen de improvisado calabozo.
El cabo de guardia se levanta y con un brusco gesto de cabeza le ordena echarse hacia atrás. Obedece y se aparta frunciendo el ceño.
—No se trata de superioridad, «señor Schicklgruber» —espeta sin disimulado desdén—, sino de voluntad.
—A mí me vas a hablar de voluntad, Ronald —confiesa pensativo mirando concentrado al suelo—. Mi padre acostumbraba a golpearme con una gruesa vara de madera. Un día tuve la voluntad de no volver a llorar. Decidí sustituir el llanto por la enumeración. Contaba cada uno de los golpes recibidos.
—Lo siento mucho, Alois —pronuncia lentamente—, pero créeme que yo ahora no la tengo. Mi voluntad de escribir la he perdido aquí, en el campo de batalla. Además, tú deberías entenderlo, algo similar te pasó con la escritura y la pintura.
—¡No es lo mismo! Mi pasión artística ha disminuido porque mi odio hacia esos deleznables semitas se ha acrecentado estos dos largos años de guerra. Si no fuera por esta maldita pierna herida no me habrían cogido y estaría acribillando franceses… E ingleses también, no lo olvides.
—Eso me incluye a mí, ¿no?…
La retórica pregunta queda suspendida mientras ambos se mantienen la mirada.
—No lo dudaría ni un segundo, querido compañero —puntualiza mientras se sienta pausadamente y con manifiesta dificultad—. Veo que no entiendes la esencia de la guerra.
—Tú ves heroicidad en la batalla; yo sólo veo mediocridad y dolor. No estudié vetustas lenguas tantos años para ver cómo nos masacramos en estas malditas trincheras. No comprendo…
—¿Comprender? —rebate irritado—. Sólo sabes de lenguas, dices, y no «comprendes» que es éste el verdadero idioma universal —alega mientras señala el revólver Lebel del cabo, quién no le quita ojo a sus pausados movimientos—. Cuando os aplastemos en esta guerra entenderás que todo es un proceso de selección natural.
—¿Es que has perdido el juicio? —replica asqueado dándole la espalda caminando hacia la salida—. Si algún día regreso a mi casa lo que menos me apetecerá en mucho tiempo será escribir sobre nada y menos sobre encarnizadas guerras.
—Pero ese primer poema tuyo que me has leído era precisamente una batalla —reprocha Alois.
—Precisamente —se detiene—. Yo era muy joven y no había vivido el horror en mi propia piel. Nunca imaginaría que sería así —niega con la cabeza resignado—. En cambio tú, parece que disfrutes con esto, ¿qué clase de ser eres?… Por eso al alistarte cambiaste tu nombre por el de tu abuela paterna –arguye como descifrando otro de los muchos enigmas de su trabajo.
A medio camino de allí el sargento que continúa con su búsqueda, llega ante dos cabos ocultos tras una nube de milagroso tabaco.
—¿Dónde está el oficial de comunicaciones?
—Supongo que se refiere a Rosalind, señor ¿Dónde va a estar? Se pasa todo el día pegado al loco alemán ese que capturamos hace dos semanas —dice uno de ellos—. Continúe por ahí —señala hacia la izquierda de la bifurcación, donde un letrero de madera indica «trincheras R-T».
—Gracias… ¿Rosalind? —pregunta extrañado.
—Mi sargento, lo encontrará antes si pregunta por Rosalind.
El sargento retoma su marcha mientras ambos cabos se mantienen la mirada con una ligera sonrisa.
—¿Que qué clase de alemán soy? De la clase que sabe que en la vida uno ha de hacer lo que mejor se le da. En tu caso… escribir. Sigue mi consejo. En el mío… supongo que aún no lo he encontrado.
—Pues deberías hacer lo mismo. Tu odio hacia los eslavos te está cegando. No comprendo tu ansia de matar —dice Ronald a punto de irse.
—¡No te vendría mal a ti sentir la mitad de mi odio! Entenderías la diferencia entre los pueblos. Por eso los grandes arrasamos a los pequeños.
—¡Basta! No pienso seguir oyendo más sandeces. Claro que hay diferencias, pero culturales. ¡Y han de ser sometidas a estudio, no a un yugo ni ser aniquiladas! —reclama elevando el tono de voz para su propia sorpresa—. Parece que la fiebre te ha afectado a ti más que a mi. No pienso…
—Espera —susurra con voz más calmada—, no te vayas así. Pierdo los nervios fácilmente. Toma esto que he escrito anoche. Léelo y mañana lo comentamos… si te parece.
Alois extiende la mano y el cabo se levanta y recoge el papel. Lo examina y se lo entrega al teniente. Como está escrito en alemán le indica que, por seguridad, lo traduzca allí mismo. De mala gana, consiente y lee con voz grave:
«I. Bela Luz

Lloran las cuerdas al contemplar in situ cómo se desangra un violín.
Trescientos trombones mutilados, desmembrados en sombríos pizzicatos.
De repente, impoluta, una luz velada brota entre cuerpo y conciencia.
Susurrando palabras desayunadas por la flor
que un día alumbró el alma de los alemanes.
Dicen que han muerto los bosques.
Sin lágrimas.



II. Santa

En medio de la creación la destrucción somete.
La Nada se desata.
Nada es lo que queda después de la queda militar.
Todo sucumbe a la obstinada retreta de los Superiores.
Mientras el enemigo avanza silenciando cada nota del pentagrama ruge el mar tratando de proteger a sus doce sonidos.
El caos propiciador de las gentes se ve ensombrecido
y encumbrado por la fantasía de los aviones.

III.Vie Natale

La tuba pretende ser col legno battuto,
el soberano de los verdugos que asesina las fronteras.
¡Vengan pues los porfiados necios oscuros!
yermos de verde música que una vez infectó sus manos,
ahora lasas, sin yemas de recuerdos.
Aplaque su sed de música el canto general y transforme el iracundo baile,
tambaleante aforismo del pueblo germano…
Hoja por hoja, diente por Niente.
Hospital de cajas sordas, de bombos cojos y
platillos mudos,
nadando en un desdeñoso chirrido de congoja.

IV. A Dobli…».

—¿Teniente Rosalind? —interrumpe a viva voz el fatigado sargento recién llegado, levantando su mano derecha y realizando el saludo pertinente desde la puerta. Ronald se lleva su dedo índice a la boca. Hecho el silencio prosigue su lectura, lenta y ceremoniosamente.

«IV. A Dobli

La música nos libera del tiempo que día a día nos apaga.
Hábil domadora, retarda y acelera su pulso.
Allemande doblegada en extraños acertijos de luz
y contrapuntos de un baile de infinita oscuridad.

V. El Rabí

Los muertos se levantan para llevarse las almas
de los ignominiosos judíos.
Ya no hay Teutón, nos ha abandonado.
Sólo queda la desesperación.
La frontera se disipa,
sólo domina la reina de la blanca figura.
El viaje ha concluido. Todo muere para no volver a nacer.
Un Ario redentor traerá la Victoria.


Alois A. H. Schicklgruber, 1916».


—¿Rosalind? ¡Se llama Ronald maldito francés! —grita, irritado, Alois desde el fondo de la trinchera. Se había estado conteniendo desde la interrupción.
—Disculpe, mi teniente, unos soldados me dijeron…
—No se preocupe, sargento. Dígame… —suspira mientras guarda el poema en un bolsillo manteniendo su mirada con la de Alois.
Ronald no consigue seguir el ritmo del sargento que parece que las seis curvas, ahora de sentido inverso, las ha memorizado a conciencia.
El capitán camina apresurado de pared a pared de la trinchera, contemplando impaciente a Ronald que continúa absorto en el comunicado cuando ve, de repente, que abre su libro de notas y empieza a garabatear signos.
Después de varias anotaciones, lecturas y tachones aclara concentrado:
—Mi capitán, aquí dice que mañana antes del amanecer debemos iniciar la ofensiva al sur del río. Toda la compañía ha de ser movilizada en pelotones de a diez. Son órdenes del general Douglas Haig —la imagen funde a negro.
—¿Qué? ¿Qué te ha parecido? —pregunto más que emocionado—. Lo que sigue a continuación fue lo que vi ayer, justo antes de telefonearte.
—Sí… No está mal —asiente Laura con ligera indiferencia—. La ambientación es buena; el barro de las botas, la textura de las paredes… y sobre todo la iluminación dentro de la trinchera. Lo que no me gusta son los rostros, los gestos son poco creíbles.
—Bueno mujer, han mejorado mucho en esta última década, pero le hará falta otra para conseguir la naturalidad deseada —justifico un poco a la defensiva—. ¿Cenamos?
—Me muero de hambre —exclama ella mientras se frota la barriga.
—Tenemos algo «ligerito» —me pongo rápidamente en pie e imito los gestos de un camarero poniendo su microfalda en mi antebrazo a modo de lito—. De primero una ensalada de endivias con peras y nueces de macadamia…
—¡Mis favoritas! —me interrumpe risueña aplaudiendo ligeramente con la punta de sus dedos.
—Aderezadas con queso roquefort. De segundo, un carpacho de res provenzal y baguette crujiente con queso de cabra y verduras a la parrilla —finalizo con una reverencia, adornando el cierre con una filigrana de mi mano derecha.
Una botella de Marqués de Cáceres del 2006 más tarde…
—La verdad es que me están entrando ganas de aceptar la propuesta de tus padres de trabajar en su restaurante. ¡Qué bien íbamos a comer todos los días! —dice Laura satisfecha tras la degustación.
—No, no hace falta. He conseguido un trabajo en un periódico digital. Me encargaré de las reseñas literarias —enuncio de forma muy contenida para ver su reacción. Ella se levanta de repente a abrazarme.
—¿Por qué no me lo habías dicho antes? —se muestra muy cariñosa.
—Era para darte una sorpresa y por eso quería que vinieses. No creerías que era solo por ver el juego, ¿no?
Ella entorna los ojos y me mira con la cabeza ladeada escrutando una respuesta cuando de repente vuelve a lanzarse sobre mí y me llena de besos.
—¡Seguro que no! —ironiza— ¿Cuando empiezas?
—La semana que viene tengo que entregar la primera crítica. Me han enviado ya un libro. Se trata de un autor totalmente desconocido, aunque lo escribió hace más de un siglo. Se sabe que tuvo alguna edición local.
—¿Ah, sí?, ¿y cómo se llama?, ¿de qué trata? —me atosiga llena de curiosidad llevándome de la mano al sofá.
—«La Batalla del Campo del Este»… es un poema, una especie de parodia de un libro sobre cantos romanos, del historiador Macaulay. Ronald Tolkien es su autor, y,  según indican en la contraportada del libro, fue un profesor de literatura inglesa —Laura no puede disimular un sonoro bostezo intentando mantener los ojos ya medio abiertos—. Y poco más, tendré que indagar sobre su biografía ya que tienen pensado editar más poemas suyos… pero veo que no te estoy entreteniendo mucho.
—No cariño, no es eso, es que estoy muerta de sueño. Entre el piano y tú me habéis dejado agotada hoy. ¿Qué te parece si nos vamos a la cama y me lo cuentas enganchando un sueñecito?
A la mañana siguiente me levanto y leo una nota de Laura: «Me alegro por lo de tu trabajo. Tengo que irme a estudiar. Disfruta del final del juego y métete cuanto antes con ese Tolkien. Un beso. Te quiere, Laura».
Preparo un rápido desayuno de café y tostadas que devoro en un santiamén para poder sumergirme de nuevo en la batalla. Me convenzo de que acabar el juego me servirá para poder realizar a posteriori una buena crítica del libro; ambos son de temática bélica.
—Cabo Schicklgruber, mientras nosotros buscamos un refugio seguro para esta noche, usted inspeccione la zona y asegúrese que no queda nadie con vida —ordena su superior alemán al mando.
—Pero mi teniente, estamos en retirada, la aviación enemiga ya ha destruido casi toda la abadía. Apenas quedan algunas paredes en pie —replica Alois.
—¡Mire en los subterráneos, cabo! Solían hacer de improvisados hospitales y podría haber enfermos o heridos. Regístrelo a fondo. ¡Soldado Blaskowicz! acompáñele con el lanzallamas —alza la voz, tajante.
—¡Sí, señor! —Se cuadra el soldado con un sonoro y firme taconeo de sus mugrientas botas.
—De ninguna manera, no pienso ir acompañado de un judío, mi teniente —disiente Alois—. No ve que están en esta guerra organizadamente ocultos en la retaguardia. Me dan náuseas. Quieren ser patriotas, pero solo piensan en amasar nuestro dinero cuando ganemos la…
—Cierre esa maldita boca, Schicklgruber —se aproxima amenazante, quedando a un palmo de su cabeza—. Yo mismo revocaré la orden de concederle la Cruz de Hierro. ¡Muévase!
Alois permanece inmóvil. Le sostiene la mirada soportando los perdigonazos de saliva lanzados por el enojado capitán. Se limpia lentamente sin decir palabra.
—Muy bien —murmura, viendo que Alois hace caso omiso—. Si cree que el haber escapado de prisión matando unos cuantos franchutes le concede algún derecho, no olvide que en nuestras filas también puede haber… bajas. Me da igual que cuente con el beneplácito del capitán Röhm. Ándese con ojo.
Comienzan a caminar entre los escombros, sorteando una inmensa y repugnante argamasa hecha de barro, huesos humanos y metal de metralla.
Llegan a una entrada al refugio inferior apartando los arbustos, cascotes y cuerpos desmembrados que desprenden un insoportable olor a descomposición, posiblemente de varias semanas. Acceden.
El olor es más nauseabundo aún. Alois desenfunda su pistola Luger P08 nueve milímetros parabellum y Blaskowicz enciende el lanzallamas que hace de improvisada antorcha…
Tras un trecho caminando sigilosamente, se detienen a cierta distancia ante lo que parecen las siluetas de dos hombres tumbados en el suelo. El golpe accidental a unas latas de comida vacías hace que uno de los hombres tumbados se despierte de repente. Al ver el Kleinflammenwerfer se levanta enloquecido intentando huir por la galería anexa. Blaskowicz lo persigue unos metros hasta que se detiene y lanza un veloz torrente de combustible en llamas. Es alcanzado.
Los alaridos de dolor despiertan al otro soldado, que se incorpora con dificultad, voceando el nombre de Smith que el eco se encarga de repetir numerosas veces. Apenas consigue vislumbrarlo a lo lejos. Observa una mancha azul amarillenta caer al suelo, entre aterradores gritos, que se van apagando lentamente; las llamas no.
Blaskowicz no tiene intención de ahorrar combustible. Cuando decide soltar el gatillo se acerca al fuego sacándose los guantes con intención de calentarse las manos. La estancia permanece fuertemente iluminada y con olor como a piel de pollo frita.
Alois continúa acercándose agachado, pegado a la pared, a lo que vagamente distingue como una sombra. Agarra con tensión la pistola.
—Esa voz… —la reconoce—. ¡Ronald!
Distingue el rostro de su antiguo compañero de disputas, a pesar de vérselo cubierto con un brazo que le protege de la cegadora luz. Alois se lo aparta lentamente y lo observa, entre una intermitencia de luz y sombra. El rictus de su cara refleja una absoluta desolación. Blaskowicz continúa acercándose, amenazante, lanzando pequeñas pero sonoras llamaradas.
—Apártese señor, yo me encargo —increpa Blaskowicz deteniéndose.
—¡No!
El sonido de tres casquillos de nueve milímetros rebotando en el suelo es ahogado por una nueva llamarada que refriega el techo trazando un arco. Blaskowicz cae.
—¡Ronald! ¡Ronald! ¿Estás bien?¿Qué haces aquí? —pregunta Alois, ignorando lo sucedido, al tiempo que intenta apagarle las llamas de su pierna izquierda.
Ronald no se inmuta. Continúa con la mirada clavada el la negra silueta de lo que fue su amigo.
—Soy yo, Alois. ¿No me reconoces? —lo coge por los hombros y lo agita con violencia.
Ronald gira lentamente la cabeza, mirándole a los ojos. Asiente.
—Dime, ¿qué haces aquí? —pregunta Alois.
—Yo…, eh…, llegué aquí… Él era mi único amigo de Oxford —balbucea mirando de nuevo el cadáver de Smith.
—Ronald, esto está muy lejos del Somme. ¿Qué te ha ocurrido? —insiste Alois.
—¿Quién era? —pregunta Ronald desviando la vista de su amigo y fijándose en el otro cadáver.
—Nadie. Un judío. Vamos, cuéntame…
Ronald se masajea los lados de la cabeza peinando ambas cejas con la palma de sus manos. Lentamente comienza a hablar.
—Poco después de escaparme… tuve dolores en las piernas más persistentes y fuertes cefaleas…
—«Fiebre de las trincheras», lo supuse a los pocos días de nuestras charlas —alega Alois.
—Sí. Por eso me enviaron aquí. Era un sitio muy tranquilo; escribía… estábamos bien atendidos… hasta que comenzaron los bombardeos. Médicos, enfermeras, pacientes… casi todos muertos. Sobrevivimos unos pocos. Cada día fallecía alguien por las heridas, el hambre o el insoportable frío. Solo quedábamos Smith y yo y no creo que aguantásemos mucho más. No sé cuánto tiempo llevo aquí.
—Habéis tenido suerte.
—Si a eso lo llamas suerte… —reprocha Ronald mirando de nuevo al malogrado Smith—. Veo que ya no cojeas —observa deambular a Alois.
—Ha pasado un año por lo menos desde nuestro último encuentro, además, exageraba bastante. Pero dejemos eso, ¿qué es ese montón de papeles de ahí? —señala Alois desviando la atención hacia una caja— Al final me has hecho caso y has vuelto a escribir… y mucho, por lo que observo.
—Qué más da eso ahora. No creo que sea el momento.
—Créeme, Ronald, no habrá otro momento —puntualiza con el rostro ensombrecido agachándose a coger los manuscritos—, nuestro pelotón está buscando refugio cerca de aquí. No creo que me echen de menos. Tenemos unas horas hasta que amanezca —entre los papeles encuentra su texto con anotaciones y correcciones—. ¡Lo has modificado! —exclama sorprendido.
—No fui solo yo, Smith hizo los principales cambios. Ambos nos dimos cuenta que los títulos de cada sección eran variantes modificadas de la palabra Diablo: Luzbel… Satán… Leviatán… Belial… Realmente ingenioso.
—Sí, la Biblia no tiene la exclusiva nominal. Árabes, griegos, hebreos… cada pueblo tiene su propia versión de Belcebú… Así que… Smith. Una pena, me hubiese gustado preguntarle porqué ha cambiado «judíos» por «vivos» aquí —se lo muestra,   sentándose a su lado, señalando el papel con golpecitos del cañón de su  nueve milímetros.
—Tal y como estaba sugería que realmente ellos, los judíos, son los que deberían ser ajusticiados. No tiene ningún sentido en el contexto que describes.
—Veo que no has entendido el significado del texto. Ni tu amigo tampoco. ¿Qué pensaría él si unos advenedizos invadiesen su país?, ¿no querría expulsarlos o eliminarlos? —disiente Alois en su frecuente tono enervado.
—Como habéis hecho vosotros con los belgas —censura Ronald, sin ánimo, palpándose las piernas con gesto de dolor.
—¡Y vosotros tratáis de defenderlos! ¿No veis que cuando una fuerza superior interviene ya nada se puede hacer? ¡Dejémoslo! —exclama cerrando los ojos y tratando de calmarse—. Mejor háblame de tus escritos. Nunca nos pondremos de acuerdo.
—Precisamente ese es el tema —susurra con desgana—. Una fuerza supuestamente superior intenta derrotar a otra.
—Hay muchas palabras que no identifico, ¿en qué idioma lo has escrito? —enfunda la pistola y va pasando rápidamente los papeles.
—Estoy elaborando un lenguaje propio, mezclando raíces griegas, latinas y nórdicas. Pensaba llamarlo «elfolatín» —enuncia ligeramente acrecentando su entusiasmo en la charla.
—¿En qué país se desarrolla? —pregunta Alois con interés.
—También es uno propio, al igual que sus personajes. Verás… mezclo razas antropomorfas basadas en seres de leyendas medievales, como enanos, elfos, magos…
—O sea, que has seguido la idea de Wagner. Tal y como te sugerí —dice satisfecho Alois.
—No exactamente. Yo elaboro una mitología nueva, aumentándola y recreándola en varias partes. Suceden a lo largo de una extensa cronología, en distintas edades. Está todo ahí abocetado. Llevará su tiempo el redactarlo.
—¿Cómo que no? Esto que describes es todo del Anillo wagneriano —reprocha Alois visiblemente enfadado.
—Él se basó en la mitología nórdica —defiende Ronald con tranquilidad.
—¡Pero la ha hecho nuestra! ¡Son nuestros arios nibelungos!
—¿Arios? No me hagas reír, Alois —se burla—. Esos nibelungos no son más que reconstrucciones de los volsungos islandeses. Deberías leer más… y no precisamente vuestros libros, en alguno está escrito que Dante es alemán —lanza una sonora carcajada terminada en una fuerte tos que lo mantiene sentado doblándose de dolor.
El rostro del alemán se torna oscuro. Se levanta y tira los papeles al suelo echando mano a la funda de su arma con notable irritación. Camina mirando enloquecido sus propias botas deambular.
—¿Nos tachas de mentirosos? ¡Maldito británico! —articula vociferante, fuera de sí— ¿Acaso los franceses no han escrito que Beethoven es belga? —ironiza con sarcasmo realizando mandobles con la pistola.
—Guarda eso Alois, ¿o tienes intención de usarla? No te tenía por asesino de amigos moribundos —afirma con desdén.
—¿Asesinarte? ¿Quién hace reír a quién ahora? —dice despectivo—. Estamos en guerra, ¿recuerdas? Yo sólo cumplo órdenes.
—Sí, claro. Órdenes. ¿Como la de matar a tu compañero?
—¡Él era una insignificante rata judía!… Pero tienes razón. No era una orden… quizá haya que establecerla —enuncia ahora burlón bajando el tono y mirando asqueado el cuerpo de Blaskowicz.
—Tú… Tu ser es ahora la viva imagen que confirma que alemán, bárbaro o trol tienen el mismo significado. Así lo aplico en mi legendarium —apostilla Ronald.
—¿Y tú te consideras lingüista? —reprocha acercándose amenazante.
—Coinciden en la misma raíz etimológica —sermonea Ronald.
—No deberías reírte así del pueblo alemán, y menos cuando tienes uno armado delante —le golpea bruscamente en la cabeza con la parabellum.
—Lo llevo escrito en mi apellido: «temerario» sería su etimología más acertada; por cierto, de origen alemán. No me burlo Alois, ¿o debo decir Adolf Hi…?
Adolf, rabioso, le introduce el cañón de la P08 en la boca lo que le impide completar el verdadero apellido paterno. La mantiene así unos instantes y la aparta, ligeramente desconcertado. Ve caerle un hilo de sangre por la comisura de los labios.
—¿Sabes?, uno no debe renegar de su pasado. Yo no lo hago y tú deberías hacer lo mismo, Adolf… «el pequeño campesino» —insiste esta vez traduciendo el apellido—. Vamos, dilo… ¡di tu apellido real!
El rostro de Adolf se llena de ira. Incontenible, levanta de nuevo el arma, colocándola en la frente de Ronald. Lo observa cáustico.
—Esta guerra que no comprendes, a ti y a mí nos ha servido para algo —susurra Adolf, muy templado—. Una vez te di un consejo: uno debe hacer lo que mejor se le da. Tú has retomado la escritura. Gracias a mí.
—Y tú Adolf, ¿has averiguado ya lo que mejor se te da? —parafrasea, mientras levanta lentamente la vista, hasta cruzarse las miradas—. Nunca olvides que fue gracias a…
El ruido de los disparos ataja la frase. Adolf continúa apretando el gatillo que ahora produce unos chasquidos secos.  Las cinco balas restantes del cargador ya habían cumplido su objetivo. Contempla ensimismado el ensangrentado brazo articulado del cerrojo, completamente erecto tras haber eyectado el último casquillo.

Laura estaba preciosa con su vestido de lana confeccionado con la espalda abierta en forma de uve, tipo cóctel, en blanco y negro a juego con el piano.
El concierto tuvo bastante buena acogida para tratarse de música contemporánea. Lo repetirá este año en distintas ciudades. Lo más aplaudido fue la desconocida «Sonata Melkor». Las notas al programa estaban escritas por un servidor:

«… interpretada junto a una excelente selección de clásicos del piano solista contemporáneo, como la décima «Mirada del niño Jesús», de Olivier Messiaen, el «estudio Otoño en Varsovia», de György Ligeti o la quinta «klavierstück», de Wolfgang Rihm, la «Sonata Melkor» es, sin duda, una de las obras más atractivas de la velada.
Esta obra, de reciente concepción, será la primera, según su autor, de una trilogía basada el los antagonistas de esa descomunal enealogía desarrollada por el escritor alemán A. A. H. Schicklgruber, que transcurre a lo largo de tres extensas y documentadas edades de su propia invención.
La primera de las tres trilogías presenta a su primer antagonista, que es precisamente el personaje que da título a la sonata. Una segunda, siempre según las palabras del compositor, Alexander Hollenius, que actualmente tiene en plena concepción, se titulará «Sonata Sauron», en referencia al antagonista de la segunda trilogía. De la tercera trilogía, el compositor sólo nos indica su título, «Sonata Saruman», y merece comentario aparte.
Como sin duda sabrán todos los buenos aficionados a la literatura contemporánea, a raíz de ciertas investigaciones sobre las letras «A» y «H» incluidas en la firma del autor, podría revelarse la verdadera identidad de Alois A. H. Schicklgruber. Estas recientes especulaciones universitarias británicas unidas a la reedición de la obra «La batalla del Campo del Este» del por ahora desconocido escritor británico, fallecido en la Primera Guerra Mundial en Francia, Ronald Tolkien, han detenido las posibles publicaciones siguientes. Se nos priva así del deseado final de la saga hasta que queden esclarecidas ambas personalidades (un videojuego ya ha basado su argumento en el «cotilleo» universitario).
Las investigaciones actuales han descubierto que la magna obra fue pergeñada en los años centrales de la Primera Gran Guerra, pero el primer manuscrito no fue encontrado hasta finales de la Segunda con la arcana dedicatoria «a mi único amigo, R.T.». Por tanto, hasta la futura publicación de los tres últimos volúmenes de la obra total sólo tendremos las breves reseñas aparecidas en las contraportadas de los seis libros anteriores. Libros que, por otra parte, siempre han sido de difícil adquisición; algo inexplicable en el mundo tecnológico y digital en el que vivimos. Yo los obtuve, afortunadamente, como consecuencia de un regalo que me hicieron mis padres tras su estancia en Venecia, adquiridos por casualidad en la famosa librería Acqua Alta (eran los últimos ejemplares; ya les ahorro yo el viaje).
Pero no nos desviemos y volvamos a lo musical.
La Sonata que vamos a escuchar a continuación nos sumerge magistralmente en el rico universo descrito por Schiklgruber en lo que él llama su legendarium.
Hablamos aquí del primer Señor oscuro, temido personaje que tiene su aparición desde la creación de Arda, equivalente fantástico de nuestra Tierra. Melkor es el hermano de Manwë, surgidos de la mente de su creador, lIúvatar. La transcripción musical de estos tres personajes es sencillamente soberbia.
La tradicional Forma Sonata da pie a sostener esos tres elementos temáticos bien diferenciados a lo largo de su estructura tripartita; algo que, en las manos de la excelente pianista de origen alemán, Laura Wieck, cobrará inusitada vida e indefectiblemente les dejará con ganas de seguir lo que sin duda será una celebérrima trilogía pianística, basada en la no menos polémica obra «El Anillo del lobo»…

El anillo del loboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora