El calor del pueblo

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Estacioné mi carro frente a la pequeña iglesia, salí de él para evitar asarme porque la combinación del sol de esa mañana y mi vestido negro prometía asarme. Odiaba el calor, siempre traía recuerdos consigo de aquel fatídico día de hace veinte años como si sobrecalentara mi mente.

Me paré junto a una barda para aprovechar su sombra, saqué un cigarrillo y comencé a fumarlo, un hábito que había desarrollado en mi adolescencia para relajarme, en especial cuando de Óliver se trataba.

Ese día llegué a la iglesia con una hora de anticipación porque era más que seguro que la capilla estaría tan llena que sería un infierno buscar estacionamiento cuando la hora de la misa se acercara.

Sobre la barda se encontraban anuncios de eventos eclesiásticos como confesiones, donaciones, confirmaciones; ese tipo de afiches, pero el único que llamó mi atención fue el que mostraba la foto de un niño con cabello de escobillón azabache, en ella se apreciaba que estaba bronceado de tanto jugar fútbol en la calle, destacando sus ojos verdeazulado llenos de brillo. A su derecha se veían otras fotos que alguien editó para mostrar a ese mismo niño en su adultez con diferentes escenarios: calvicie, melenudo, obeso, delgado, bronceado, blanco, con bigote o perfectamente acicalado.

El recordarlo hizo que mi corazón acelerara su ritmo, sólo pudiéndose calmar con una larga calada mi cigarro, como si el humo sacara esos pensamientos, algo parecido al aire escapando de un globo y liberando la presión.

Entre el humo se vio una figura acercándose a mí, por un momento pensé que era un extraño buscando refugio del sol, pero poco a poco fue distinguiéndose hasta volverse Juanito, ahora conocido como Juan. Esa mañana había decidido usar una camisa blanca de botones, pantalones de mezclilla y unas botas vaqueras; la ropa formal para este tipo de pueblos o, con un término más común, para dominguear.

En cuanto me quité las gafas de sol, él me reconoció, tal vez por mis rasgos finos que a veces se veían fuera de lugar en el pueblo. Se acercó para abrazarme, pero al final me saludó con un beso en la mejilla mientras yo sujetaba su mano callosa de agricultor. Al verlo con detenimiento pensé en su piel morena, sus manos deshechas y su ropa pensando que se quedó estancado en la vida como este pueblo olvidado por el tiempo.

—Me alegra verte, Laura—dijo con una sonrisa tímida que me hizo recordar al viejo Juanito con voz de ratón—. Aunque sea en esta situación.

No le contesté porque sabía qué vendría después de eso, Juan, al igual que yo, jamás se había podido perdonar sus acciones de ese día. Pero él, a diferencia de mí, lo externaba para que todo el mundo lo supiera.

—¿Sabes? Aún pienso en esa tarde, tratando de recordar datos que puedan ayudar a la policía... Personas, lo serio que estaba Óliver...

—No sirven de nada cuando el sistema no funciona—contesté para después dar una calada más al escuchar el nombre de mi antiguo amigo, era casi como un juego de bebida de mal gusto.

Juan se recargó contra la pared, tapando el cartel del niño desaparecido.

Con un gesto amable le acerqué la cajetilla.

—¿Recuerdas ese día? —preguntó mientras colocaba el cigarro entre sus labios y lo encendía.

Lo miré.

Obviamente lo recordaba, ¿cómo olvidaría el día que cambió mi vida?

¿Cómo olvidar el momento en que perdí mi inocencia? ¿O me la arrebataron? No estaba segura, como nadie en ese pueblo. El caso de Óliver Santos para nosotros era el equivalente al terremoto del 85 o al 9/11 estadounidense, la pérdida de la seguridad, pero sin tener idea de nada.

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⏰ Última actualización: May 12, 2017 ⏰

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