El lunes, devuelta en su trabajo, una compañera comentó una serie de televisión, donde se veía una pareja homosexual. Camila, aprovechando la oportunidad, pregunto la opinión de sus compañeros al respecto. Surgieron vasta variedad de opiniones y discursos. Hubo quienes consideraban a la homosexualidad una enfermedad. Otros decían que Dios creó al hombre y la mujer para que estuvieran juntos. Pero no todo fue negro, también hubo quienes estuvieron a favor y defendían el derecho a ser quienes son. El comentario que más la marco, venía de una compañera y decía que – Está todo bien con los homosexuales. No tengo problema con ver a dos hombres besándose. No soy homofóbica. Pero si una mujer se me acerca con esas intenciones, le arranco los pelos–.
Camila, tras de escuchar que la mayoría de los comentarios habían sido referentes a los hombres, se preguntaba si a las mujeres homosexuales ni las tendrían en cuenta. Así mismo, que difícil sería buscar a una mujer, con la simpleza que suelen tener las parejas heterosexuales. Incluso los gays, que en muchos casos son evidentes, disminuyen la posibilidad de cometer un atrevimiento.
Antes de terminar su jornada laboral, Juan, un compañero del sector de cajeros, se le acercó y la invitó a tomar un café. Ella acepto con gusto. Aún no había podido hacer amigos, y le pareció una buena oportunidad. Fueron a una cafetería de moda, en la calle Laserre y San Martín. De la gran variedad, ella se pidió un café con vainilla, él un café doble. Charlaron un rato quejándose del trabajo y luego hablaron de sus lugares de procedencia. Juan era de Córdoba y había llegado a la isla hacia cuatro años. Tenía una hija, que vivía junto a la madre, su ex mujer, en la ciudad capital cordobesa. Su objetivo era juntar suficiente dinero, como para poder volver y ponerse un emprendimiento propio. Ella contó un poco de su historia, omitiendo su sexualidad, por miedo a una posible opinión negativa por parte de él. Juan, asombrado de que ella estuviera soltera le dijo – ¡Qué raro! una chica tan linda como vos, sola–. Camila, precavida ante una situación incómoda, se justifico con que por el momento estaba muy bien sola. Tras oscurecer, se dispusieron a marcharse. Juan, antes de despedirse, la invitó a comer a su casa, a lo que ella agradecida, se negó.
Al siguiente día, entró al local una mujer que le llamó mucho la atención a Camila. Fue entonces que reconoció su debilidad por las rubias. Ella la observaba atenta, mientras la cliente miraba los suvenir con forma de pingüinos. Se le acerco lentamente y la mujer le sonrió. Por un segundo ella se sintió ruborizar, y al instante la cliente le dio la espalda y dijo – Mira, amor, que lindos estos pingüinitos– y se acerco un hombre grande, barbudo, con un sombrero estilo cowboy. Camila sintió una extraña sensación de frustración, sumada al pensamiento de que no estaba bien lo que hacía. Y aunque sabía que no le interesaban los hombres, aun había veces se debatía si era lo correcto. Al final, la mujer se llevo tres de esos pingüinos que había visto, por lo que Camila los llevo al sector de cajas, donde estaba Juan. Este, aprovechando el momento, la invitó a un bar que seguramente no conocía. Ella, dudando de que su sexualidad fuera lo correcto para su vida, acepto.
Fueron a un bar en la calle Roca, frente a la casa de gobierno. Era muy distinto del que ella había ido sola. Le gustaba el estilo más moderno del lugar, con sus mesitas y banquetas, y la larga barra que atravesaba prácticamente todo el lugar. Se sentaron en una mesa, frente a frente, cerca del fondo. – La coctelería de aquí es genial– le dijo Juan. Ella bebió un mojito, y él, una bebida con nombre exótico. A medida que conversaban distendidamente, el lugar comenzaba a llenarse de gente. Se fue un grupo de cuatro personas, que estaban en la mesa frente a Camila, y en su lugar, se sentaron una chica y dos chicos. Esa chica no era rubia, como siempre le habían gustado, pero era la morocha más linda que jamás había visto. Se sentó frente a Camila, y sus amigos dándole la espalda. Juan le habló a su compañera y ella, al verlo, se debió admitir, que por más que lo intentara, los hombres no la atraían.
Él le hablaba, diciéndole lo linda que era, sin embrago, ella no le prestaba mucha atención. Estaba embobada observando a la morocha que tenía frente suyo. Inevitablemente ellas cruzaron miradas, pero Camila, por pudor, desviaba la suya. En un momento, la chica miro a Camila, y ésta a su vez miro a la morocha. Para su sorpresa, ella le sonrió. En ese preciso instante, Juan le agarraba la mano. Inmediatamente reaccionó, volviendo la atención a su compañero. Se quito la mano de encima, y pidiendo disculpas, se fue al baño. Tan molesta le parecía la situación, que se malhumoraba incluso, del hecho de no saber cómo enfrentar a Juan. Sabía que quizás era su culpa, por aceptar salir con él y confundirlo. Se preguntaba si la única manera de que la dejara tranquila era confiándole su sexualidad. ¿Sería que no podría tener amigos hombres? Capaz que lo mejor sería buscarse amigos gays, y así evitar estas situaciones. Se lavó las manos, la cara y luego se peino. Que vergüenza sintió después, al ver que los espejos del antebaño eran en realidad de vidrio espejado y permitían ver todo desde el otro lado, donde estaba la gente sentada frente a la barra.
Volvió a su lugar, frente a Juan. Este le pregunto si se sentía bien y le propuso ir a un lugar más cómodo y tranquilo, como su casa. Ella, que entendía perfectamente a lo que su proposición se refería, rechazó la invitación. Decidida a terminar con el mal entendido, le admitió su sexualidad. Él se quedó incrédulo ante tal declaración y le afirmó con severidad que eso debía a que aún no había conocido un hombre de verdad. Que él le haría cambiar de opinión. Camila se sentía muy incómoda y se lo planteó. Le pidió que dejara de insistir y comprendiera que su sexualidad no era una opinión. Ella era lesbiana y no le interesaban los hombres en ese sentido. Juan le dijo insistiendo – Yo puedo hacer que te guste– a lo que Camila, cansada y enfadada le contestó – Hace que te guste a vos primero, después venís y me contas ¿dale?–. Y dejando cien pesos en la mesa, se retiro sin decir más.
En el resto de la semana, Camila evitó a Juan todo lo que pudo y limitó sus diálogos a lo laboral. Llegado el sábado por la noche, fue al mismo bar donde había visto a la morocha. Se quedó sola, en un rincón bebiendo una cerveza, a la expectativa de volver a encontrarse con la chica. Pero esa noche no tuvo suerte. Pasadas dos horas, se le acercaron dos chicos, que sin problemas los despachó. Terminada su cerveza, para entonces caliente, se retiró un tanto frustrada.
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Jamás un Ken
RomantikTras huir de una realidad que se negaba, Camila llega a Ushuaia, la ciudad fin del mundo. Allí emprenderá el camino a la crítica y autorreflexión, en búsqueda de conocerse a sí misma y aceptarse tal cual es.