Algo de luz se colaba por los huecos de la persiana, creando esa atmósfera de intimidad, para dominar la oscuridad que reinaba en el cuarto. Me encontraba sobre la cama, yaciente sobre mi cadera y apoyando la cabeza en la mano, mientras lo escuchaba hablar.
Las sábanas, enroscadas a nuestros cuerpos, cubrían mi desnudez y la suya. Hacía ya rato que nuestra ropa, arrugada, se encontraba tirada en el suelo, junto a la cama, y no me hubiese importado en absoluto que permaneciese ahí por siempre. Yo misma me hubiese quedado allí, en esa misma postura, y mirando de aquella manera a sus ojos, por toda la eternidad.
Qué pena que no tuviésemos toda la eternidad. Por no tener, no teníamos ni éramos nada. Tan sólo un par de conocidos, de puertas para dentro, y prácticamente desconocidos para el resto del mundo. Pero como nos conocíamos.
Apoyaba la cabeza en su vientre y mirábamos al techo, salpicado por circulitos de luz a través de los agujeros de las persianas, que me hacían recordar las estrellas por la noche, y hablábamos de cosas que hacer en el futuro, las apuntábamos todas en una lista mental en la que nunca recordábamos qué habíamos pensado el día anterior. Pero qué importaba, si siempre se nos ocurrían nuevos planes que reemplazasen a los anteriores.
Pasábamos el rato planeando e ideando, y las horas pasaban increíblemente rápido a su lado. En un abrir y cerrar de ojos, ya había anochecido, y no hacía falta imaginarse las estrellas para verlas. Era entonces cuando me tocaba volver a vestirme, salir de su apartamento y hacer como si hubiese pasado la tarde en cualquier lugar, menos allí.
Recogí mi bolso del suelo, y con el pintalabios rojo que había caído desde el bolsillo exterior, me retoque los labios hasta que nadie pudiese imaginar lo que había sucedido con ellos tan solo unas horas antes; me recogí la media melena en una coleta estirada y tirante, y tras comprobar que la máscara de pestañas seguía en su lugar, salí por la puerta.
Caminaba sola por la calle, no era tarde, pero tampoco era una zona comúnmente transitada. Era perfecta para entrar y salir sin que nadie se diese cuenta, sin que nadie se percatase de que no ibas tantas tardes al Starbucks a trabajar con el ordenador con un delicioso frapuccino de acompañamiento sino de que realmente acababas haciéndolo por la noche, tarde, y después de haber estado fuer del mapa por horas.
Hoy no era excesivamente tarde, y estaba sola en el piso que compartía con mi mejor amiga, así que decidí cenar fuera para llegar directamente y acostarme. Escogí una pizzería no muy lejos de mi casa, en la que me fue servido un suculento plato de papardelle al pesto, que no tardé demasiado en devorar. Sostenía la copa de vino con una mano, y con la otra el teléfono. Miraba los mensajes de WhatsApp que todavía no había leído, y justo me entro uno nuevo; uno que no me esperaba para nada, y que probablemente me rompió más de lo que lo hizo la copa contra el suelo.
Él: No quería decírtelo así, pero no sabía cómo ibas a reaccionar. Me voy, no sé por cuanto, pero me voy. No vuelvas, pues ya no estaré. Hasta la próxima.
Yo no supe que responder, el camarero ya se estaba acercando a mi mesa y me estaba preguntando si estaba bien, y si quería otra copa, que invitaba la casa.
Yo, educadamente, le dije que no. Que estaba bien, que sólo algo cansada y que había sido un desliz mío el dejar caer la copa, que no era necesario. Que me trajese la cuenta, por favor.
Y la trajo, y pagué, y salí del restaurante y caminé, hasta que llegué al portal de mi casa donde, sin darme cuenta, me senté. Buscaba las llaves en el bolso, y tras un rato las encontré y conseguí abrir la puerta. El espejo del ascensor mostraba una pálida y fantasmal imagen de mí. Una mandíbula tensa y unos labios apretados, intentando contener la primera lágrima de las muchas que acabé derramando, cuando cerré la puerta y me apoyé en ella, hecha un ovillo y con mi gata en el regazo, que había venido a recibirme.
Sin duda, fue una de las peores noches de mi vida. Fue una en la que me di cuenta de lo menospreciada que me había estado sintiendo durante tanto tiempo, en la que me arrepentí de haber confiado en el hombre de ojos pardos, en la que no pude hacer nada más que llorar de rabia, de pena, de impotencia y de rabia otra vez, y en la que me prometí que nadie volvería, jamás, a hacerme sentir tan miserable como lo había hecho entonces.
YOU ARE READING
Lo que pudimos ser y nunca fuimos
Teen FictionUna historia de desamor y de crecimiento personal ante las adversidades sentimentales que te plantea la vida